Guia de Barcelona para sociopatas

martes, 23 de febrero de 2010

      
    
    
    
   GUIA DE BARCELONA PARA SOCIÓPATAS


      ARMANDO LUIGI CASTAÑEDA
      armandoluigi@hotmail.com
    
    

    
    
    
          
    
   (2 x 1)
    
    
    

    
    
    
    
    
PRESENTACIÓN
    
    
    
    
    
      En esta guía usted encontrará una exhaustiva descripción de los aspectos más llamativos de la ciudad y sus alrededores desde el punto de vista de un sociópata diagnosticado. Visitará, a su lado, los lugares de interés; conocerá las facetas más atractivas de la cultura local; recorrerá diversos itinerarios que, sin duda, le sorprenderán y, además, obtendrá informaciones prácticas relacionadas con la vida cotidiana del país, desde el transporte colectivo hasta el funcionamiento de la seguridad social, pasando por la gastronomía o las fiestas locales.
      La amenidad de las descripciones, junto a los textos explicativos, fácilmente reconocibles por su formato, convierten a esta guía en el asesor ideal para preparar su viaje de forma segura, confiando en la lucidez de criterio que sólo la sociopatía puede garantizar.
      Estamos convencidos de que este libro será de gran utilidad para todo el que desee un acercamiento a esa Barcelona que está más allá del parque temático propuesto por las guías de viaje tradicionales, las oficinas de turismo, y los tenderetes que venden las mierditas plásticas de Gaudí, las camisetas con dibujitos de Picasso, y todo el merchandaise pedorro preparado para el turista de masas que llena los típicos espacios de la ciudad, molestando a propios y extraños con una presencia que sólo se soporta por la pasta que dejan consumiendo guarradas y comprando productos horteras, que para eso llegan hasta aquí.






ÍNDICE DE LA GUÍA





Aeropuerto del Prat. Sagrada Familia
La Rambla. La Pedrera. El Auditori de Barcelona
Avenida Diagonal. Hospital San Pau
El Metro de Barcelona. Zona Gótica
Corts. Puerto Olímpico. Playa nudista de la Marbella. Parque de la Ciutadella
Sarriá. El Rabal. Av. Aragón
Montjuic. Trenes de Cercanías. San Cugat
Figueres. Cadaqués
La Costa Brava
Alrededores
Informaciones prácticas
Anexos

    
    
    
    
      HISTORIA DE LA PUERTA
      (AEROPUERTO DEL PRAT. SAGRADA FAMILIA)
    

    
    
    
      Cuando llegamos nos acompañaban cinco maletas, ocho mil dólares y un violonchelo, por el que nos obligaron a pagar impuestos de bienvenida de unos cuatrocientos dólares, aligerando la cartera de mano que guardaba nuestro dinero.
      Un autobús nos dejó en la Plaza Cataluña y un hombrecillo pequeño, mojado (porque llovía) y mal vestido nos colocó en un hostal atendido por una familia de cubanos que pasaba el día lavando ropa.
      El Hostal Plaza nos abrigó durante cinco días, que ocupamos en comprar la prensa especializada en información inmobiliaria; abrir una cuenta bancaria; caminar el centro de la ciudad; hacer no sé cuántas llamadas telefónicas, de las que sacábamos siempre la misma respuesta: «sólo puedo dar la información sobre el precio de alquiler si os acercáis a la dirección que aparece en el anuncio»; contratar los «servicios» de una agencia inmobiliaria, que se limitó a darnos una lista impresa con los nombres y teléfonos de los arrendadores; continuar llamando; ir a Montserrat, a no ver la virgen carbonizada; cambiar la primera lista impresa por una de precios mayores; visitar tres inmuebles y escoger el último. Firmamos, por fin, el contrato de alquiler, después de haber dejado casi dos mil dólares como fianza. Abandonamos el Hostal Plaza, buscamos las maletas en el aeropuerto y entramos a Castillejos 252 4—3.  
    
      Al entrar al apartamento, después de firmar el contrato de alquiler, lo único que funcionaba era un váter blanco. Podías orinar, digo, pero no eras capaz de hacer más nada. No había ducha, ni gas en la cocina, ni teléfono. Había luz, y agua, y algunos focos. Tenías la facultad de encender los focos y sentarte en el suelo a mirar las paredes, mal pintadas de color marfil, porque todo estaba pintado de marfil: las puertas, los cables de electricidad, las ventanas, los restos metálicos de lo que debió ser el mecanismo de alguna cortina, el polvo en el suelo.
      De todos modos el piso era, podría decirse, un «chollo». Antes, por el mismo precio, casi contratamos un apartamento sin servicios, porque había que darse de alta en todos, y eso quita muchos días. Entonces habría pasado dos semanas estreñido, por falta de baño; acostándome a las cinco de la tarde, porque está oscureciendo temprano; mirando el techo, sin sueño ni luz eléctrica. Alquila con servicios, mejor.
    
      Después de entrar al piso el primer gesto es decidir cuáles son las compras prioritarias. La cama, piensas. No, el papel higiénico. Una silla; porque cansa pasearse uno por todo el apartamento sin encontrar dónde poner las nalgas, viendo que sólo hay suelo, por todas partes, suelo, mosaiquitos verdes y amarillos, viejos y sucios, de suelo.
      —¿Hay alguna escoba?
      —No sé —contesta Antonia.
      Llegas al baño, miras detrás de la puerta y encuentras una bolsa con panes duros debajo de una chaqueta de tela deportiva gris, que coges, sales, te pruebas, estiras los brazos, miras los puños, y te viene la idea de que no te queda bien, como siempre que te pruebas ropa usada. Vuelves al baño, buscas el espejo, pero no está. Mierda, tenemos que comprar un espejo.
      —¿Cómo? —Antonia.
      —Que tenemos que comprarnos un espejo.
      —Ok.
      —Digo que ahorita, lo del espejo es ahorita.
      —¿Y no ibas tú a comprar papel toilette y yo a la tienda de colchones? ¿Para qué necesitas ahorita un espejo?
      —¿El espejo? Joder, el espejo es lo más importante, ¿cómo sé si me queda bien esta chaqueta?
      —¿Qué cosa?, ¿ eso de dónde salió?, ¿a ver?…  mal, te quedan cortas las mangas.
      —Y además, digo yo, ¿cómo sabremos mañana en la mañana que no nos reventamos en la noche de hoy?
      —¿Cómo?
      —En la mañana, ¿Cómo sabe uno que se levantó, que no está muerto, que sigue teniendo la misma cara bonita de siempre, que sigue siendo la misma persona del coño del día anterior, todo esto, cómo sabe uno todo esto si no hay un espejo en ninguna parte? ¿Ah?, ¿cómo lo sabes? —Antonia no responde, porque tengo razón.
      Salgo a comprar el espejo, entonces.
    
      Ocurre que nuestro piso era un prostíbulo. Antes de nuestra llegada, se entiende. La mujer que nos mostró el asunto había dicho que los inquilinos anteriores se habían largado porque hacían mucho ruido; sus hijos, principalmente. Concluyo, entonces, que al lupanar llegaba la prole buscando a sus madres y, de acuerdo con las reglas de todas las casas de cita, pagaba para estar con ellas (en horario de trabajo); de ese modo, madres e hijos podían hablar, ayudarse moral y materialmente, echar un polvo y largarse llorando escaleras abajo, los hijos, víctimas de los remordimientos, molestando a nuestros vecinos que, después de cartas y quejas, lograron desmantelar el edípico burdel.
    
      No necesitamos mucho tiempo para intuir que los ocho mil dólares iniciales, de los que ahora sólo quedaba la mitad, no serían suficientes para sobrevivir hasta la llegada del dinero de mi crédito de estudios (tardaría casi ocho meses, el hideputa).
      Nos vimos entonces frente a 3 opciones:
      1, Practicar actividades ilícitas (siguiendo las costumbres del local)
      2. Pedir dinero a la familia de Antonia (la mía no tiene)
      3. Buscar trabajo
      Aunque, desde todo punto de vista, las opciones más lúcidas eran las número 1 y 2, preferimos intentar la opción 3, porque 3 circunstancias nos empujaban en esta dirección:
      1. El padre de Antonia es gallego y tan ahorrador que es avaro; por lo que sus envíos de dinero vendrían condicionados, y a nadie le gusta que le condicionen el uso del dinero
      2. Mi visado (reagrupación familiar, porque Antonia tiene la nacionalidad española) me permitía trabajar legalmente
      3. Desconocíamos los detalles prácticos del mercado laboral español
      Así que iniciamos la búsqueda de empleo, de acuerdo con los 3 principios básicos del oficio:
      1. Comprar las publicaciones con las ofertas de trabajo
      2. Preparar los CV para llevarlos a los lugares donde se cree puedan ser de interés
      3. Visitar las oficinas de colocación públicas y privadas
    
      Precisamente estaba buscando en las páginas amarillas los nombres y las direcciones de los escritorios jurídicos cuando ocurrió el primer hecho extraordinario.
      Sonó el teléfono y adentro apareció la voz de Antonia:
      —Encontré unos libros puestos en la calle aquí en la avenida Mallorca al lado de la Sagrada Familia vente corriendo que ya agarré una enciclopedia de la música y los poemas de amor de Neruda y otras cosas buenísimas vente ya que aquí hay un gentío.
      Pensé que Antonia mentía: había dicho «un gentío» y en esta ciudad sólo hay viejos y autómatas. A los primeros los distingues porque caminan la calle con la muerte al lado, que los lleva del brazo. Los segundos, tienen siempre las caras fijas, pálidas y automáticas; los reconoces porque puedes sacarles los zapatos, si caminan frente a ti, y jamás te dirán nada; también puedes coger las cosas de sus carritos metálicos en los supermercados y, sin mirarte, se irán con sus carritos a reponer las cosas recogidas; puedes patear, simulando descuido, a sus perritos mientras cagan las aceras, y los autómatas apenas dejarán salir una mirada de odio.
      Volví a concentrarme en mi tarea, pero no avanzaba; no sabía dónde se escondían los escritorios jurídicos en las páginas amarillas: busqué como Despachos de Abogados, Bufetes y Casas de Empeño sin encontrar nada.
      Volví a creer que la solución al problema laboral estaba en pararme en Las Ramblas, desnudarme, pintarme con betún negro, agarrarme el gusano como los niños de Bruselas y poner el sombrerito para las monedas. Orinar un poco cuando los turistas dejen caer en él algo de su buena voluntad. Orinar sobre los turistas espléndidos.
    
      Volvió a sonar el teléfono y la voz de Antonia:
      —¿Qué pasó por qué no has venido?
      —Ya voy.
      Y me puse la chaqueta, bajé los cinco pisos de escaleras oscuras y resbalosas, atravesé la puerta de hierro forjado, caminé las tres calles que me separaban de la Sagrada Familia y encontré a Antonia haciéndome señas con los brazos.
      Al ver los bienes regados por los suelos recordé que la riqueza de esta ciudad está en su basura: en menos de un mes trasladamos de la calle al apartamento una silla y un par de cajones, y un cuadro viejo y feo firmado por un tal A. Tapies. Las otras cosas que vimos sobre las aceras no cambiaron de sitio porque eran muy grandes, pesadas, parecían pertenecer a otras personas, no nos servían para nada, las habían sujetado al suelo, nos avergonzaba cogerlas o, casi siempre, estaban demasiado guarras.
      —Cuida esto —Antonia me señaló sus pies. Al lado de sus pies había una caja con libros, entre ellos destacaba la Historia de la [¿]Cultura[?] Catalana, en una edición cara, con fotografías a color, y alrededor, fuera de la caja, obras de consumo rápido ya pasadas de moda: Robert Ludlum, Irvin Wallace, Baltasar Gracián, Leon Uris, etc.
      Mientras me estaba preguntando a qué se debía la feria alguien dijo:
      —Es un desahucio —algún tipo de embargo, supuse yo.
    
      Llegaron a la casa del moroso, hundieron el interfono sin sacar respuesta, entraron gracias a la portera, subieron, rompieron la cerradura forzando la puerta, escogieron lo que parecía tener valor, y lo demás lo pusieron en la calle.
    
      En economía, como en religión, el bienestar de uno es el malestar de otro, dijo Adam Smith, me parece, mientras nosotros gritábamos:
      —¡La Navidad! ¡Ha llegado la Navidad!
    
      —Mira —Antonia levantó unas revistas pornográficas para mujeres.
      «¿Serán desahuciados maricas o maricas desahuciados?», pensé.
      —¿Hay de mujeres?
      —¿Cómo?
      —¿Hay revistas con mujeres desnudas?
      —Sí, pero no te las vas a llevar.
      Por supuesto que no me las iba a llevar, si cada vez que Antonia encuentra que he visto fotos de actrices desnudas en Internet le viene una crisis de locura furiosa, y maldice y grita y se da golpes contra las paredes y hace un espectáculo que los vecinos agradecen por traer interés a sus vidas y me acusa de las infidelidades de hace más de cuatro años, cuando éramos novios, y se tira a la cama a llorar y a largar insultos, generalmente contra mí o contra ellas, las «putas» (todas las mujeres, menos nuestras madres, supongo), y se sigue golpeando contra las paredes arañándose la cara y yo creo que eso no es normal y que Antonia está un poco desequilibrada y no sé si llamar a una ambulancia, para que le dé calmantes, a la policía, para que me proteja, o a un taxi, para irme a la mierda…  bajo ese contexto, ¿cómo pudo pensar Antonia que yo quería coger las revistas si, además, me gustan las modelos y las actrices y no las mujeres que normalmente follan con esas caras indecentes en las revistas pornográficas cochinas?
      De todos modos las revistas demostraban que los inquilinos no eran maricas. Una suerte, porque así nos evitaban a todos tener que ver los juegos completos de penes plásticos, los látigos azules, las correas de cuero, los instrumentos metálicos de tortura, y las demás cosas que aquí, en la calle, pudieran hablar peor de ellos: ¡morosos y pervertidos, los hijos de puta!
    
      Cuatro adolescentes vinieron para alborotar el negocio; cogieron un oso de peluche que vomitó un chorro de monedas pequeñas. Nadie se movió para recogerlas. Yo me alegré al saber que me serían útiles para llamar a no se me ocurría quién, pero no quería ser el primero en agacharme. Así que las monedas seguían en el suelo y la gente pasaba sobre ellas, como si nada. Me pregunté entonces por la famosa valentía española, y recordé al Cid Campeador y al hijoputa de Cortés, me vino a la memoria la guerra contra los ejércitos napoleónicos y ahora…  ahora los españoles son incapaces de recoger las monedas del suelo, por cobarde vergüenza.
      Por fin me agaché y levanté una moneda; era una peseta vieja, fuera de circulación; una peseta de la época del ilustrísimo Caudillo.
      Para nosotros los sudaquitas de mierda las monedas viejas tienen un encanto especial. En mi caso, que vengo de un país donde los indígenas pasaron sus días disparándose flechas envenenadas y golpeándose con rolos de madera, tener una moneda antigua en la mano es como subir al Túnel del Tiempo. Puedo imaginar con ella la vida de otras épocas, el último ser humano que la sostuvo antes de aparecer la moneda, dos mil años después, detrás de un arado; puedo visualizar la vida de este hombre, y suponer que esa moneda en particular le sirvió al tipo para comprar una caja de preservativos de tripa de chivo en una bodega romana justo antes de llevarse al monte a su deseado amante en cuya fidelidad, lúcidamente, no creía; así que…
    
      Un par de meses después, en un mercadillo de Gracia, encontraría una taza llena de monedas antiguas, rotas, romanas, gastadas, medievales, lisas, primoderriverescas…   feliz, no tardé en comprar media docena de esos dineros.
      Un par de meses después, en un negocio de numismática cerca de la catedral, vi que las monedas antiguas costaban cinco veces menos que en el mercadillo ambulante…  me robaron, los de(s) Gracia(dos).
    
      Por el peluche supuse que en el desahuciado hogar viviría una niña. ¿Y el resto de sus cosas? ¿Y sus juguetes? ¿Los tenía el juez?
      Cuando yo era niño, y no era abogado, la inocencia me hacía creer en los remates judiciales con la misma fe que pongo ahora en la democracia. Pensaba que los remates eran públicos y abiertos: aparecían los carteles de invitación en la prensa y, de acuerdo con ellos, el día y la hora señalados se abrían las puertas para todos…  eso decía la ley y mi padre que, en esa época, solían confundirse… soñaba entonces en un remate largo de juguetes; el remate de una juguetería en un galpón industrial; el remate de una fábrica de juguetes; el remate de los juguetes de unos niños que lloraban en la calle la pérdida de sus juguetes mientras yo lloraba también, pero de gozo, imaginando que podría apropiarme de todos esos trastos plásticos…
    
      —Mira Armando —Antonia levantó una chaqueta más o menos nueva. No estaba mal, pero:
      —¿No me queda un poco chiquita? —pregunté, para disfrazar la vergüenza de probármela delante de todo el desahucio.
      —Como que sí —y la chaqueta volvió a caer sobre las bolsas, apaleada.
    
      Poco a poco, la compañía se hizo desagradable. Por ejemplo:
      Había una homeless que recogió las monedas y la comida, el pan de los pobres desahuciados y se llevó todo con mala saña, como si el hecho de que ella estuviera más desesperada le diera derecho a coger así las cosas.
      Y un tipo vestido como la publicidad del Corte Inglés pasaba una y otra vez mirando de reojo el espectáculo, reprimiendo con dolor sus ganas de coger cualquier cosa.
      Y otro individuo intentaba caer simpático repartiendo las cosas que recogía del suelo. Varios libros tuve que tirar de nuevo sobre sus pies, para ver cómo repetía el gesto.
      Y una mujer detuvo su coche y comenzó a subir los restos de una cama y su juego de muebles de noche. Con un pie escondí una pata de la cama debajo de unas bolsas de ropa para que la mujer no pudiera llevarse el parapeto completo.
      Y un afortunado descubrió las bolsas donde estaban guardados los discos y corrió con ellos y Antonia corrió detrás y el tipo corrió más rápido y Antonia también y entonces, en sus desesperos, la bolsa se rompió y Antonia pudo recoger algunos discos caídos.
    
      Aunque fue alegre al principio, el negocio, poco a poco, se entristeció. Antonia giraba sobre la ropa y las bolsas rotas, levantándolas, dejándolas caer, se limpiaba los dedos con asco, por un escupitajo que tocó no sabía dónde. Yo evitaba su mirada para no intercambiar los lugares, para no sentirme como otro buitre sobre la carroña. Poco a poco, también fue cambiando la gente; comenzaron a llegar los que viven en la calle, atraídos por el olor del desahucio. Llegó gente torcida, todo se fue llenando de enanos y saltimbanquis…  al final, se olía la sensación de ruina que acompaña el término de todas las fiestas, y en voz baja comenté:
      —Hoy nuestro anfitrión ha tirado la casa por la ventana, literalmente —pero nadie escuchó ni entendió mi chiste.
    
      En una maleta vieja metimos los libros y los discos recogidos (más de 20 ítem, en total) que arrastré hasta nuestro apartamento.
      Conviene destacar la autobiografía apócrifa de Howard Hughes, donde se narra la orgía celebrada en Nueva York entre el protagonista y Lassie, frente a la aterrorizada mirada del joven dueño de la perra que, en esa época, era Andy Warhol.
    
      Llegamos al apartamento, abrimos la maleta, y mientras distribuíamos los discos y los libros Antonia comentó:
      —¿Y ahora esta gente qué?
      —Nada, no sé, a llorar.
      —¡Ay qué cruel, me da cosa haberles buitreado así las cosas!
      —Bueno, igual los iban a buitrear los demás, de todos modos.
      —Sí pero no sé, da cosa.
      —Pues ni modo.
      —¿Y qué crees tú que hagan? ¿Tú qué harías?
      —Sentarme a mirar el suelo, supongo.
      —Qué triste, ¿no?
      —Sí.
      —¿Y dónde van a dormir?
      —Se irán adonde algún familiar, o adonde los amigos.
      —¿Y si no tienen?
      —Dormirán en la calle.
      —Ay.
      —Pueden dormir al frente, en el parque de la Sagrada Familia…  así no cambian de zona residencial.
      —Qué malo…  me gustaría ver qué hacen.
      —A mí también.
      —Aunque debe de ser patético.
      —¿Por qué no vamos?
      —¡¿Qué?!
      —Nada, sólo vamos y esperamos hasta que lleguen para ver qué hacen.
      —¡Estás loco!
      —¿Por qué? No tiene nada de malo.
      —¿Pero y cómo vas a ir?, ¿dónde te vas a meter?
      —No sé, afuera, sentado en el parque…  ¿No quieres ir?
      —¡Pero no!
      —Yo sí voy.
      —No me digas que ahora te ha dado por volver.
      —Sí.
      —¡Pero qué…!
      —Bueno, me voy antes de que lleguen.
      —¡Pero!
      —Es para escribir un cuento.
      —¡Sí hombre! Es por pura morbosidad.
      —No, de verdad que es para escribir un cuento…  bueno ciao.
      —Ojalá te vean y te caigan a golpes.
      —No creo que tengan ganas. Ciao.
      —Ojalá te agarre la policía.
      —Ciao.
    
      Llegué al desahucio y aún se veían restos de la celebración: trozos de bolsas rotas, ropa pisada, maderas, libros, vasos…  algunos indigentes enriquecían la pintura. Estaba oscureciendo.
      Crucé la calle y busqué asiento; ningún banco de la plaza miraba al desahucio; me apoyé de un poste.

      Un hombre que había recogido un libro del suelo abrió y desapareció detrás de la puerta vigilada. Esperé el cambio de semáforo y crucé la avenida para imitarlo. La puerta estaba cerrada. Hundí varios botones al azar y dije:
      —Putano.
      Escuché las voces:
      —¡Joder! ¿A esta hora también?
      —No gracias,
      —¡¿Qué?! ¡Qué! ¡Diga!
      Y luego el chirrido eléctrico que abría la puerta.
      La entrada de este edificio imitaba al nuestro: el piso y las paredes con cerámicas de colores viejos, a la izquierda el interruptor de la luz, al frente las escaleras y un ascensor, que el nuestro aún  no tenía.
      Usé las escaleras no sé si por costumbre o porque no sabía a qué piso iba.
      Las dos puertas del principal estaban intactas. Lo mismo ocurrió con las ocho puertas del primer piso y el segundo piso.
      En el cuarto tercera un papel amarillo destacaba
    
      AVISO DE DESAHUCIO
    
El Tribunal vigésimo octavo de primera instancia en lo mercantil, de acuerdo con el procedimiento establecido en el Decreto Real Número 93—2472862, y después de haber cumplido con los requisitos de ley, ha procedido el día de hoy __________________ a ejecutar el [… ]
    
      La puerta estaba cerrada. No sabía si sentarme en las escaleras o volver abajo. Empujé la puerta sin esperanza y el picaporte roto cedió para mostrarme el interior oscuro del piso.
    
      Mi mano buscó el interruptor a la derecha y se iluminó una réplica exacta del apartamento nuestro el día que entramos por primera vez. Aparentemente, el mismo constructor había levantado los dos edificios.
      A la derecha, la cocina inutilizada por falta de alimentos. Un paso más adelante el baño, inutilizado por falta de excrementos. Otro paso y las dos habitaciones, una a cada lado del pasillo. En lo que correspondía a mi cuarto habían dejado una caja sin cerrar y dos bolsas de basura. La caja guardaba papeles.
      Continué por el pasillo y tres pasos más allá encontré el estar y el comedor, vacíos; y dos pasos después la habitación principal, con las paredes y sus clavos.
      En conclusión, nada interesante.
    
      Pensé salir y sentarme en las escaleras, o esperar abajo, pero al pasar junto a las cajas sentí que me sonreían y, por no irme sin registrar nada, me senté en el suelo a mirar los papeles: algunas hojas bancarias; varias facturas de compras de libros (¿cómo podía un desahuciado comprar libros?); alguna publicidad, y un texto…  por el formato, era de un ordenador personal. El texto (ya explicaré por qué lo tengo en las manos) decía:
      
       Esta tarde salgo a matar un perro. Agarro mi cuchillo, que es negro y bonito y uno de los lados es un serrucho, y salgo a matar un perro. Prendo el Celeb***** y arranco, para llegar a un sitio donde nadie se fastidie porque vengo a matar un perro. Llego a **ñongo, donde hay algo así como un pueblo y muchos perros callejeros, y manejo lento, buscando, porque estoy aquí para matar un perro. En una esquina, siento que el Celebr*** se ha quedado sin frenos. Lo estaciono frente a una casa pequeña, le pongo el candado, camino, buscando un perro, porque vine a matar un perro. Consigo un lugar abierto, que tiene un teléfono monedero, roto, porque la zona donde estoy no es buena. A los lados, en la acera y en la calle, la gente pasa corriendo. Va como asustada. No sé si saben que he venido a matar un perro. Encuentro a un viejo que, aunque no corre, trata de caminar rápido. Pero es un viejo y lo alcanzo. Le pregunto por qué la gente está corriendo. Me dice que tienen miedo, que la zona no es buena, y quieren llegar rápido adonde van. «¿Y a dónde van?». No me responde, o comienza a hablar en alemán, no estoy seguro. Le pregunto dónde puedo conseguir un teléfono monedero y alargando el brazo me señala uno, al lado mío. Es azul y está pegado a la pared, medio roto. «Muchas gracias» le digo al viejo, pero no lo veo, porque ya no está: no sé cómo corrió tan rápido. Levanto el teléfono y escucho mi voz, igual que con el viejo, diciendo «Muchas gracias». Pero siento que la voz no está en el teléfono. Espero un rato, y otra vez «Muchas gracias». Otro rato, «Muchas gracias». Termino cansándome y cuelgo, pero el «Muchas gracias» sigue en mi cabeza. La gente corriendo a mi lado. A veces escucho «Muchas gracias» con la voz mía. A alguno le pregunto cómo salgo de aquí. Me responde que a esta hora ya es peligroso, está oscureciendo. Y de verdad, está oscureciendo. «Muchas gracias». Le pregunto a otro dónde hay un hotel cerca. Levantando el brazo me lo señala. «Muchas gracias». Es un edificio viejo. Entrando, muchos pasillos largos. El hotel debe de tener más de cincuenta años, y no debe de haber sido reparado desde hace más de veinte. En una silla un tipo con cara de atracador sostiene en las piernas a sendas negritas. Tienen caras de puticas. Les pido permiso, me dejan pasar, «Muchas gracias». En una habitación con la puerta abierta veo a una mujer limpiando. Le pregunto dónde está la recepción. Me dice que no hay recepción, que debo ir al cafetín, al otro lado de la calle, donde está el teléfono monedero. «Muchas gracias». En la calle, encuentro que ahora la gente lleva linternas. Entro al cafetín, sin linterna, y una mujer me ofrece la suya. La veo y me recuerda a alguien. No sé a quién, creo que a una amiga de la época del bachillerato. Me parece que alguna vez salí con ella y nos besamos; era hija de holandeses, vivía cerca de mi casa; era muy flaca, y muy chiquita, pero tenía buenas tetas; fue la primera vez que le toqué el pezón a una amiga de la época del bachillerato. Le respondo, hablando de la linterna, «No la necesito. Muchas gracias». Se acerca un mesonero y me dice que las linternas se usan porque hay muchos malandros. «¿Y cómo hago yo para salir de aquí?». Te puedes ir corriendo, pero casi siempre ellos corren más rápido, o si no, te esperan en el camino, o te tiran los perros. «¿Y qué me pueden hacer?». Te quitan todo; o te matan, y te quitan todo igual. Recuerdo que llevo en el bolsillo mi reloj Tis*ot de plata, el de la leontina. «¿Y entonces qué hago, me quedo aquí?». No, aquí ya van a cerrar, aquí no se puede quedar. «Joder, ¿y el hotel?». El hotel es caro. «¿Cuánto?». Oye no sé, creo que seis mil. Este tipo está loco, pienso, eso no es caro. Me reviso y no llego, en la billetera tengo tres mil y dos billetes de veinte, y en la cartera no tengo nada. Coño, qué raro, porque yo siempre llevo en la cartera un billete de cinco mil, de reserva. «¿Y no aceptan tarjetas de crédito o cheques?». No. «¿Pero y entonces qué hago?». A veces hay gente que sale en caravana, si quieres te vas con ellos. «¿Y de dónde salen las caravanas?». De allá afuera, donde está el teléfono monedero. «Muchas gracias». Al salir, encuentro que un grupo de personas está reunido como esperando algo. Cuando me ven, me preguntan si voy con ellos. «Sí». Oigo «Muchas gracias». Todos tienen linternas pero nadie me da una. Comenzamos a caminar y al poco tiempo estoy adelante. Alguien me ofrece un palo para defenderme. «Muchas gracias». Mientras camino me ocupo de no caerme con las piedras, pero cada vez me llega menos luz. Volteándome, encuentro que el grupo que me acompaña está hecho de señoras gordas con bolsas de mercado. Noto que se esfuerzan en dejarme adelante. Siento que están tratando de abandonarme, para que me atraquen, y seguir ellas tranquilas. El coño de sus madres. Me paro a esperarlas. Ahora están caminando más lento, casi detenidas. Tardan unos cinco minutos en avanzar diez metros. La farsa se hace demasiado evidente y decido seguir solo. «Yo voy a seguir solo, hasta luego, muchas gracias». Nadie dice nada. La poca luz de las casas me deja ver algo de suelo. Piedras que se quedan y lagartijas que se van al monte. Estoy saliendo de S*n Est*ban, hacia el puente de los españoles, adonde iba con mi papá cuando era adolescente. Pero pienso que no puede ser, porque eso está lejos de aquí, y regreso. Paso las últimas casas y se acaban los faros. Después de un monte veo la autopista, con los carros huyendo del ruido y las gandolas. En la autopista hay luz; está como a quinientos metros. Comienzo a caminar rápido porque me entra algo de pánico. El pánico se hace más fuerte y troto. Corro. Pero antes de llegar, cerca de la autopista, está un grupo de tipos parados. Dejo de correr y camino, en diagonal, evitando a los tipos. Siento ruidos atrás y me volteo. Los tipos se han convertido en perros. Perros callejeros. Mierdas de perros callejeros. Detrás de los perros viene un hombre con algo en la mano. Los perros me alcanzan y comienzan a olerme, nerviosos, con ganas de mordisco. Me detengo, respiro, trato de tranquilizarme. El hombre ya está por llegar. No lo detallo, porque no hay luz, pero está su silueta y trato de saber qué trae en la mano. Es un cuchillo, negro y bonito y uno de los lados es un serrucho. Pienso que recogió el mío, que se me cayó, pero recuerdo que mi cuchillo se quedó en la casa.
      
       «Amigo, ¿qué hora tiene?…
        Es tarde, muy tarde».
      
       Se pregunta
       y se responde
       él mismo,
       con mi voz,
       y con mi boca.
    
      Lo que estaba allí escrito era una pesadilla que me atacó varias veces algunos años atrás. El temblor en las manos mientras doblaba los papeles y los dejaba caer dentro de mi camisa. ¿Cómo podía estar mi sueño allí escrito? ¿Quién carajo podía haberlo recogido? ¿O nunca soñé esa historia?
    
      El ruido de la puerta que se abría me sacudió la cabeza, salté noté que una figura entraba pasé a su lado busqué la puerta las escaleras y las encontré ocupadas por una silueta pequeña que dejé pisada bajé saltando mientras arriba gritos y antes de acabar la escalera una mujer (la casera) y un hombre (su esposo) me cortaron el paso.
    
      Resignado, escuché sin oír sus insultos y amenazas. La figura pequeña y pisada de las escaleras era una niña; no tenía daños visibles, aunque no por eso dejaba de llorar.
      Un tipo, que decía ser abogado, insistía en interrogarme:
      —Je ne parle pas l'español, monsieur —le respondí, para que dejara de molestarme.
      —¿Qué dice? —la casera.
      —Que es francés —el abogado.
      —Estos gabachos de mierda —el esposo de la casera.
      —¿Entonces llamo a la policía? —la casera.
      —¿Y de qué lo acusamos?…  ¿violación de la propiedad privada?
      —Ya esa propiedad estaba violada —se me salió.
      —Ah…  ¿habla español? —el abogado, sardónico..
      —A veces.
      —¿Por qué no nos cuenta qué hacía en la casa de esa familia?
      —Nada.
      —¿Nada?
      —Nada, no había nada que hacer, estaba vacía.
      —¿Y se puede saber para qué entró?
      —Porque estaba la puerta abierta.
      —¿Y usted va entrando a todas las puertas abiertas que se le aparecen?
      —Claro.
      —Y la puerta del edificio ¿también estaba abierta?
      —Sí.
      Etc.
    
      No sé cuánto tiempo pasé respondiendo estupideces. La casera insistía en llamar a la policía pero el abogado buscaba una solución «amistosa». «Amistosa» significaba, en este caso, monetaria.
      Entendí que la situación no iba a variar y que el tipo podía tenerme allí hasta el fin de los tiempos, junto a las caras de odio de los vecinos que llegaban preguntando y multiplicándose.
      —Bueno, ¿cuánto dinero cree que tengo que dar para que la familia se sienta compensada?
      —¡Dinero! ¡Yo llamo a la policía! —la casera, que no entendía la extorsión del abogado.
      —Yo pienso que unas veinte mil pesetas serán suficientes —el abogado.
      —Vale.
      Preparé un cheque y se lo entregué. El abogado me preguntó cómo podía saber que la firma del cheque era válida, para que aceptara mi dinero tuve que mostrarle mi carné de estudiante y explicarle, además, el asunto del doctorado, dando detalles, incluso, de las características físicas del tutor del curso, gordito y de mirada puyuda. Le dejé, también, una dirección y un teléfono falsos.
      Me fui sin pedir disculpas.
    
      Estuve poniendo calles entre ellos y yo hasta llegar al Paseo de Gracia. Cuando por fin quise saber que nadie me seguía paré un taxi y le pedí que me dejara en la puerta de Castillejos 252. (1)
    
      Arriba, Antonia me preguntó cómo me había ido, qué habían hecho los desahuciados. Le respondí:
      —Nada, cuando me vine todavía no habían llegado.
    
    

    
    
    
    
      LA BÚSQUEDA DEL SR. SÍ
      (LA RAMBLA. LA PEDRERA. EL AUDITORI DE BARCELONA)
    
    
    
    
    
      Aquí comienza la última versión de la novela.
      El capítulo anterior, el primero, lo escribí hace varios años. Era un e-mail para los amigos de Sudacalandia, convertido en cuento para concursos, acabado en inicio de novela.
      Explicar cómo la novela llegó hasta este punto no viene a cuento ahora, lo dejo para el final.
      En teoría, ésta es una novela de suspense. Como el misterio era un poco mierda me lo cargué. Y es que en vez de centrarme en el argumento, como se supone que se debe hacer, me dedicaba a desvariar sobre la experiencia de migrar, porque era el tema que, en esa época, me interesaba.
      Sin ton ni son me veía hablando del aburrimiento de los primeros días, cuando llegamos, con el piso vacío, sin conocer a nadie, y sin dinero para salir. De haberlo sabido, hubiera pagado un container para traer embutidos a familiares, amigos, objetos personales, malandros, autobuses, carajitos de los que tiran piedras en la autopista, mosquitos, calor, lluvias tropicales, aguardiente El Recreo, perros callejeros, etc., y me habría fastidiado como allá, ni más ni menos, exactamente igual.
      Normalmente, en Sudacalandia pasaba el día cascándomela y leyendo. Por eso tenía una biblioteca bien surtida. Pero no pude traérmela y se la vendí a un amigo por mil dólares, con los mil (a dólar la unidad, precio de mercado) clásicos invalorables de la literatura universal (comprados de segunda mano, amarillos, olvidados, y sucios, envejecidos en el negocio de un tipo que padecía analfabetismo precoz), y mi colección completa de ediciones especiales de Playboy, publicadas entre octubre de 1987 y noviembre de 1998.
      Sin libros ni revistas me quedé ocioso y tuve que cambiar de hábitos: compré un ordenador barato y me dediqué a escribir y a coleccionar imágenes de actrices y modelos desnudas sacadas de internet.
    
      Del tiempo que pasaba escribiendo apareció esta novela. Ésta no, la anterior, la novela de suspense, la que habría hecho decir a Antonia:
      —¿Qué! ¡¿Cuánto?! ¿Tuviste que darles dinero? ¡Pero coño, si tú sabes que no tenemos plata, estás loco!
      —Es que si no les daba la plata iban a llevarme preso…
      —¡Y qué! ¿Cuánto tiempo te iban a encerrar?
      —No sé.
      —¿Una semana?¿Tienes algo que hacer esta semana que te de más de veinte mil pesetas?
      —No.
      —¿Y entonces por qué les diste las veinte mil pesetas?
      —Porque no me querían dejar ir, y además la conserje quería llamar a la policía.
      —¡Coño, veinte mil pesetas! ¡Yo no pienso pedirle nada a mi papá! ¡Si nos quedamos sin real te jodes y ve a ver qué haces!
    
      Como Antonia no escribía novelas pseudoautobiográficas, ni se la cascaba con actrices y modelos desnudas de internet, no entendía por qué me pasaba día y noche frente al ordenador con cara satisfecha, y entonces le entraba la piquiña.
      —¿Y si en vez de perder el tiempo escribiendo pendejadas te pones a fregar los platos?
      Había que buscar la manera de distraerla.
    
      Como no teníamos dinero para malgastar en ocio, y mucho menos en cultura, busqué la oferta gratuita de la ciudad.
      En Sudacalandia existe la fantasía de que toda España, excepto Barcelona, es una tierra de ignorantes y de bárbaros; pero cuando uno vive en Barcelona se da cuenta de que hay mucha más actividad cultural en las capitales sudacas que en Barcelona, sobre todo, si consideramos los atracos, asesinatos, accidentes de tránsito, palizas y peleas callejeras, hurtos y arrebatones como manifestaciones naturales del teatro de calle local.
    
      Para pasar el rato sin gastar dinero lo típico en Barcelona, como todo el mundo sabe, es caminar por La Rambla, por «el arenal», como le decían los moros, «ramla».
    
      Teatro
      Así que me llevé a Antonia a pasear las Ramblas y en una aglomeración que anunciaba una estatua viva, un hombre antorcha, un malabarista, unos bailarines de tango, o algo peor, encontramos el primer espectáculo de teatro callejero que vimos en la ciudad.
      —¡Coño Antonia mira aquel tipo!
      —¡¿Cuál? ¿Dónde? ¿Quién?!
      —Aquél, el morito, mira cómo le pasa [el dorso de] la mano por los bolsillos a los turistas.
      —¡Oye sí! ¡Y nadie se da cuenta!
      Sí, otro morito que, con un golpecito en el hombro, le señaló al morito de la mano en dirección nuestra. El de la mano nos miró y pasó frente a nosotros soltando:
      —Hay que bagar bar ber —y desapareció.
      Luego pasó el otro, sonriendo como el anterior, soltando:
      —Brofesional…  es un arte…  un arte.
    
      Un poco más allá, mientras esperaba que Antonia meara apurada en un agujero de comida rápida, vi que a dos pasos un morito metía la mano dentro del maletín de un comensal. Me acerqué al comensal para avisarle que lo estaban robando. El morito de la mano en el maletín desapareció y apareció otro morito, el comensal, el dueño del maletín, que era colega del doctorado.
      Mi colega creía que lo estaba saludando. Y sí, ahora lo estaba saludando, aún más sorprendido que él por la coincidencia; pero también estaba tratando de explicarle que lo había estado robando un tipo que se había metido entre la gente del local, que lo buscara, porque todavía estaba adentro.
      —No basa nada, en ese maletín sólo hay libros.
      —¿Libros?
      —Sí, sólo libros.
      —¿Nada de dinero?
      —No, no dinero. No dengo dinero.
      —¿Nada de valor?
      —No, nada…  abenas dengo bara bagar comida…  dengo beca en doctorado, y beca da boco…  dreinda mil besedas.
      —¡Coño! ¿Treinta mil apenas?
      —(… )
      —¿Y entonces cómo vives?
      —Rebardo coreo en la mañana…  coreo comercial.
      —Ah…  ¿y pagan bien?
      —No…  bagas mucho y bagan poco.
      —¿Sí?
      —Es lo gue hay.
      —¿Y tu familia?
      —Familia muy bobre, en Fez no hay drabajo…  a beces enbío boco de dinero…  si buedo ahorrar un boco.
      —¿Y puedes?
      —A duras benas.
      —Joder, de verdad que es admirable.
      —Así es la bida…  es duro, bero hay que luchar.
      —¿Y no has intentado encontrar otro trabajo mejor pagado?
      —No buedo, tengo bisa esdudiande…  si drabajo sin babeles bueden quitar bisa esdudiande y beca y desbués debordar.
      —O sea que por un lado te dan una beca de mierda y por el otro una visa que no te deja trabajar.
      —Algo así.
      —Coño…  y entonces ¿cómo vas a hacer?
      —Seguir luchando mientras bueda… es brobable, muy brobable, que el compañero ladrón sea begario…  aquí ladrones, casi siembre, begarios dogdorado.
      —¡¿Sí?!
      —Sí, es así, amigos barios.
      —Claro…  profesional, un arte.

      Artes plásticas
      No recuerdo cómo, pero descubrí que hay una caja de ahorros lavando dinero en La Pedrera de Gaudí. Usa la fachada de una sala de exposiciones gratuitas.
      Habían colgado los Grabados y dibujos del Apocalipsis de Durero.
      Estaba por comenzar el año 1999 y la exposición venía a cuento. Además, los signos del Apocalipsis, según los entendidos, ya andaban por la ciudad (como lo explico en una carta que envié a la Generalitat, puesta más adelante) e incluso venían de fuera. Por ejemplo, Israel me escribió pidiéndome que le explicara por qué el año 2000 comienza el siglo XXI, en vez de terminar el siglo XX. Pues fácil, porque no hay un siglo 0 que acabe con el comienzo del siglo I, sino un siglo I que terminó cuando empezó el II. Es decir, que al no haber un año cero que dura hasta el 31 de diciembre de ese año (que no existe), entonces lo que hay es un año uno que dura hasta el 31 de diciembre de ese año uno, y a las doce de la noche comienza el año dos. ¿No? Que el primer minuto corre desde el supuesto momento exacto del nacimiento de Cristo hasta que pasan cincuenta y nueve segundos y comienza el minuto dos, es como si el tiempo se contara de espaldas. Como si estuvieras en una carrera donde caminas hacia atrás y sabes que llegas a la meta sólo cuando aparece debajo de tus pies. Sí, claro que eso pasa en todas las carreras. Joder, entonces mejor lo dejamos así. O búscate a otro que pueda explicarlo mejor. Yo creo que lo entiendo, pero quizá no. No sé, creo que nunca se entiende realmente nada, porque si te preguntan mucho sobre eso, te das cuenta que no lo entiendes como crees. Jode un poco todo esto, ¿no?, lo de la incertidumbre, pero es que, si no fuera así, sería todo tan, no sé, tan…
      P.S. Leí que oficialmente el año 2000 es el último del siglo XX. Mi explicación ha sido un fraude…  pero también la fiesta de los parisinos será un fraude; y la de Nueva York, otro fraude; la tierra, con esto del fin de milenio pospuesto, es un fraude global…  nos han jodido a todos el espectáculo, otra vez…  pero ya el dinero está invertido, los hoteles copados, las tiendas decoradas, los vuelos aéreos completos…  ya todo está preparado… ¡El show debe continuar!…
    
      Música
      Aunque no lo parezca, la única sala de conciertos de Barcelona es el Auditori, que está hundido en un edificio con fachada de Ministerio de Fomento, venido a menos, arquitectónicamente, desde su inauguración.
      Como todavía no habíamos conocido a Clara no teníamos forma de conseguir entradas gratis para el Auditori, y como Antonia no quería pagar para entrar a ningún sitio, tuvimos que conformarnos con ir al Conservatorio del Bruc, donde había conciertos cada jueves, entrada libre.
      Presentaban un arreglo del Cuarteto para el fin de los tiempos, de Messiaen.
      El público era todo de gent gran, vejetes.
      Primero pensé de puta madre, así me ahorro oír a los bebés berreando, al gracioso que grita «¡Métele la teta!», a los carajitos jugando en el pasillo, y todos los demás azotes de las salas de concierto sudacas.
      Pero me equivoqué.
      El pianista no había terminado de empezar cuando la mitad del auditorio estaba hablando y la otra mitad mandando a callar a la mitad primera. A nadie le interesaba el cuarteto ni el fin de los tiempos ni nada, sólo hablar y, mucho más, mandar a callar. Revisé el programa, buscando cambios del tipo Concierto para piano preparado y dientes postizos o alguna otra gilipollez experimental así. Pero el programa decía Cuarteto para el fin de los tiempos, nada más, y yo sabía de qué iba, era uno de los ochocientos CDs que me traje de Sudacalandia, y no tenía nada que ver con vejetes hablando, estoy seguro, era menos trágico.
      Habíamos caminado más de diez calles desde Castillejos 252 hasta el conservatorio del Bruc para oír al piano, no a los vejetes. Me giré y le puse mi cara de «te voy a dar un vergajazo» al vejete que le hablaba a la espalda de mi silla. No le importó mi cara, siguió hablando.
      Me incliné para adelante pero seguía escuchando la voz que explicaba dónde le dolían las hemorroides y el método digital usado por su mujer para poner el tema en su sitio.
      Para distraerme, me puse leer el programa del concierto, pero estaba tan cargado de despropósitos que me veo obligado a transcribir una muestra:
    


EL AUTOR.- Cualquier idea debes tener de lo que vas a encontrar aquí, aunque muy probablemente no sea eso lo que encuentres. Puedes buscar y encontrar algo, pero nunca lo que has buscado. Eso que buscas debe salir de tu mano, no de la mía, y mejor, que no salga de ninguna mano. Puede salir de tu pie, si caminas bastante. Puedes salir tú, si quieres, pero no de tu mano. Salir de tu mano y acabar manco son el mismo acto. Porque aunque se persevere, nunca se encuentra. Por ejemplo: felicidad alcanza el bondadoso, alegría el feliz; y ninguno sabe lo que ha buscado. Sabiduría el sabio, sólo cuando cree serlo. Bondad, el malo, cuando actúa en contra de su corazón. Diversión, los vecinos del payaso, porque el payaso nunca se divierte consigo mismo. Y tontería cualquiera, que no hay que buscar las cosas que llegan solas. Como se ve, todos encuentran lo que buscan, porque no lo han buscado. Grandilocuencia encontramos quienes nos creemos artistas. Sobre todo, cuando nos creemos artistas. Y pérdida de tiempo cualquiera que está buscando algo en una obra de arte, porque, como dije, nunca se encuentra lo buscado, y menos, en las obras de arte. De cualquier forma, el tiempo se pierde de cualquier forma, unas más felices que otras, pero se pierde igual…  al final, sólo importa el tiempo que se pierde, y no cómo se ha perdido…
    
      Y el resto del programa, enviarlo a los anexos.
      Cansado de tanta pendejada, cerré el programa, lo tiré al suelo, lo pisé, primero con un pie y después con el otro, volví a girarme, a ponerle al vejete de atrás mi cara de «ahora sí te voy a dar tu vergajazo» y a ser ignorado.
      El ancianito estaba seguro de que no lo tocaría.
    
      Y es que el sistema, en el Viejo Continente, está diseñado para el beneplácito de los vejetes. Vivir en Europa es como estar dentro de un enorme museo geriátrico donde los jóvenes trabajan y producen y se joden y los viejos cobran la pensión y mandan y joden. Así, se cree que todo funciona correctamente, y la región se piensa convertida en un ejemplo para el mundo: altos niveles de esperanza de vida, estabilidad macroeconómica, aumento de la incidencia de cáncer en la próstata, popularización de los planes privados de retiro y vejez, porque el sistema público de pensiones cada día será más mierda y cuando yo esté viejo no habrá manera de cobrar un duro.
      Por eso la gente busca la forma de envejecer rápidamente, viviendo sin alteraciones, basándose en el trabajo rutinario de oficina o el desempleo, la prensa rosa y el fútbol, acumulando esa monotonía que convierte a los años en meses, a los meses en semanas y a las semanas en días, para sacar la impresión de que nunca pasa nada interesante y acabar diciendo «qué rápido pasa el tiempo» o alguna gilipollez así.
    
      Todo el tinglado favorece a los viejos. Por ejemplo, en el 3º 3ª de Castillejos 252 vive una parejita de abuelitos cuyo miembro masculino grita al televisor, cada día, entre las nueve de la mañana y las dos de la madrugada, «¡Calla, puta! ¡Calla, cabrón!». No hay manera de hacer que se calle porque los viejitos son inimputables, comunal, penal, o mentalmente. Debajo de ellos, en el 2º 3ª, cada mediodía, una ancianita coja, alcohólica y con las encías saltonas escoge entre insultar y amenazar con un cuchillo a su marido o cantar Lola Flores con su voz desvencijada. Ambas parejas pagan cinco mil pesetas mensuales de arrendamiento. Los nuevos inquilinos pagamos quince veces más. Subsidiamos el canon de los vejetes para poder vivir con ellos.
      Mientras tanto, alrededor de doscientas mil personas emplean un promedio de dos horas diarias para transportarse desde sus residencias de mierda, en la periferia de la ciudad, a sus trabajos de mierda, en la ciudad. Lo hacen porque no pueden pagar el precio de los alquileres en Barcelona. Lo lógico sería invertir la situación, poniendo a la gente que trabaja en la ciudad, en la ciudad, y a los vejetes, con sus televisores, sus botellas y sus cuchillos, en las afueras. Pero al que diga esto lo cuelgan por facha e hijo de puta, por atentar contra la tranquilidad y el bienestar de los pobres viejos, que ya se merecen ser dejados donde están, arraigados en su cutrería, su desesperanza y su alcoholismo. Parece que los millones de horas/hombre y las toneladas de combustible que se gasta la población activa dentro del tren, el autobús, o el coche, no afectan a nadie.
      Supongo que es un tema electoral, porque los jóvenes, que son minoría, o no votan, o lo hacen por partidos minoritarios, así que nadie va a romperse el culo por sus necesidades.
    
      Otro ejemplo: debido al problema del excesivo número de ancianos que circula por algunas zonas de Barcelona, la Generalitat se ha visto obligada a colocar en las esquinas unos depósitos verdes donde se deja a los abuelos que fallecen sobre las aceras.
      Los depósitos miden un vejete de largo, dos de ancho, y tres de alto; es decir, los depósitos están hechos para guardar a seis ancianos de tamaño medio.
      Una vez encontré un depósito con ocho cuerpos y tres cuartos de otro, pero seis cadáveres eran ancianitas que, en general, son más bien pequeñas.
      Cada año, el sistema de recogida de estos depósitos es más complicado. Hay poca gente que, así porque sí, quiera encargarse del trabajo. Para resolver el asunto la Generalitat importó, justo después de las Olimpiadas, algunos vecinos de las riveras del Ganges.
      Durante la primera mitad de los años noventa la idea pareció funcionar, pero cuando los del Ganges se enteraron de que, en estas tierras, el orden y la función de las castas depende sólo del dinero, dejaron el negocio de la recogida de cadáveres para montar cadenas de badulaques.
      Ahora el problema es doble. Por un lado, los depósitos se llenan y, en verano, los turistas regresan diciendo que la ciudad apesta. Y por el otro lado, los badulaques de los del Ganges están desplazando a las botigas de esquina tradicionales, no sólo porque venden los productos frescos, sino por su asombrosa flexibilidad horaria.
      Desde que se levanta, el del Ganges ya está en su puesto de trabajo. Como no sabe ni contesta en catalán (creo que desconoce la existencia de esta lengua), carece de vida social  y no entiende nada de lo que dice la televisión. Se aburre. Por eso, a las ocho de la madrugada abre la persiana metálica del badulaque y se sienta en la caja registradora a mirar el mundo usando los espejos convexos de los pasillos. Hacia la medianoche, cuando le entra el sueño, baja la persiana metálica, descorre la cortina, y se acuesta a dormir. De lunes a domingo, cada día del año.
    
      En este punto, no sé cómo, entraba otra vez a la novela de suspense.
      Se suponía que, después de acabar un concierto que no oí por andar distraído con mis propios pensamientos (los que están arriba), en la salida encontré al abogado del desahucio esperándome, creí yo. En la novela no explicaba cómo me encontró, pero el tipo estaba allí, como si nada.
      —¡Mierda!
      —¡¿Qué?! ¡¿Qué pasa?! —Antonia, asustada por mi susto.
      —(… )
      —¿Qué pasa?
      «Piensa algo cabrón ve a ver qué se te oc…
      —El monedero, no tengo el monedero en el bolsillo.
      —¡Pero Armando!
      —No sé, se me habrá caído en la silla…  o me chorearon los viejos.
      —¿Cuánto tenías? Vamos a buscarlo.
    
      «¿Cómo coño llegaron esos tipos aquí?».
      —No veo nada.
      —¿A ver?
      Y me agachaba yo también para dejar pasar el tiempo, esperando que el abogado del desahucio se vaya al no verme salir.
      —No hay nada, ¡cónchale, ya botaste el monedero! ¿Cuánto tenías?
      —Pero vamos a buscar bien, de repente algún viejito le dio un patadón.
      Y a cuatro patas nos pusimos manos a la obra.
       En ese momento se acercaron un par de becarios del conservatorio:
      —¿Habéis perdido algo?
      «La cabeza», quiso responder mi culo, pero no lo hizo, por falta de lengua.
      —Sí, pero no importa, ya vamos a terminar —respondió la lengua que había perdido el culo, desde el otro lado— ¿No has encontrado nada, Antonia?
      —No, ¿y tú?
      —¿Queréis ayuda? ¿Qué estáis buscando?
      —Un monedero.
      —¿Y cómo es?
      —Negro, pequeño, cuadrado, como éste… ¡Coño! ¡Si lo tengo aquí!
      —¡¿Qué?! ¡¿Qué cosa?! —Antonia, asustada.
      —¡El monedero! ¡Lo tenía en el bolsillo! ¡Qué bolas, ¿no?! Bueno, gracias…  gracias por la ayuda…  disculpen las molestias.
      —¡Qué vergüenza! ¿Por qué nunca te fijas bien en las cosas?
      —No sé…  por huevón, supongo, porque soy medio huevón.
    
      El abogado se fue, pero allí quedaron los primeros signos, según la novela, del despertar de la paranoia que cogí en Sudacalandia.
      Mi paranoia nació porque cada vez que salía a la calle me daba por identificar a los delincuentes que te miran de arriba a abajo, evaluando tu valor mueble; para después calcular el coste del traspaso de propiedad, vía carterismo, arrebatón o atraco, y decidir si seguirte o no, según tu rentabilidad.
      Leías la expresión del choro y le soltabas, con los ojos, «ya te vi, hijo de puta», y él te respondía, cortésmente, también con los ojos, «no importa mamahuevo, me busco a otro».
      Pero alguna vez, saliendo de la terminal de autobuses de C., le solté a un tipo que me venía siguiendo mi «ya te vi, coño de tu madre, anda a joder a otro» visual y él, para mi sorpresa, mi tamaño (1:80), y mi físico (más bien atlético y bien parecido), me respondió «no me importa pendejo, de todos modos te voy a atracar».
      «¿Y ahora qué coño hago?».
      Por suerte, ese día Dios no estaba tan enfermo y un poco más adelante apareció un policía. Y aunque en V. la única diferencia entre un malandro y un policía es que el primero trabaja como autónomo, mientras el segundo es parte de una organización pública dedicada a los negocios más lucrativos (narcotráfico, extorsión, robo de vehículos, secuestro, y atracos de bancos), se ve mal que alguien saque un arma frente a un policía, por aquello de la exclusividad en la posesión de los medios de producción y esas cosas.
    
      Se supone, según la novela de suspense, que después del concierto esta paranoia fue llenando el día a día del protagonista de la novela de suspense (mi ilustre persona), quien comenzó a encontrar sospechosos a diestra y siniestra; sobre todo, a siniestra.
      Por ejemplo, aquel viejo de la arruga larga, curva, multiplicada y torcida como un delta de río desembocando en lo que tendría que haber sido su boca (el morro y la nariz desaparecidos dentro del repliegue; un sombrerito y dos ojos colgando sobre la larga raya), que se paseaba por el andén de la estación del tren, calmado, las manos en la espalda, aterrorizando sórdida, sostenida y gloriosamente a propios y extraños. El verdadero enemigo público, pesadilla de niños y terror de ancianos: media vuelta y el viejo se convertía otra vez en un tipo normal, hecho de traje, sombrerito y manos cruzadas en las espalda. Y ésa era su maldad: el trasero no anunciaba lo que había adelante. Llegabas descuidado, dejándote llevar por la buena fe que te inspira la Humanidad…  y al encarar al viejo ¡la Arruga! ¡La enorme, absoluta e inolvidable Arruga!
    
      Aturdido por apariciones como ésta el protagonista de la novela de suspense (que soy yo) no tuvo más opción que preguntarle a un amigo psiquiatra qué carajo podía hacer para no ver sospechosos por todas partes. Pero el amigo psiquiatra (Slavko Zupcic, Sucio, en español) pensó que mi paranoia era chiste, ejercicio literario, o algo así. Y es que Slavko, además de psiquiatra, es escritor, y juntos formábamos, en V., la escuela literaria de V., que agrupaba a los narradores menores de treinta años más prestigiosos del país (nosotros dos, indiscutiblemente). La escuela de V. se caracterizaba, sobre todo, por la profunda y sincera búsqueda y reflexión escatológica, en el buen sentido de la palabra. Slavko llegó, por ejemplo, a publicar en el principal diario del país un cuento en el que narraba las reflexiones del muñón de la pata de un perro cojo obligado a sodomizar cada noche al amo del perro. Alta escatología.
      Slavko no sólo se negó a tratar mi paranoia (la del protagonista de la novela de suspense, que era yo), sino que además me hizo invitarlo a tomar cervezas, para pagarle el no sé qué.
      En una mesa de un bareto, en Gracia, estábamos comentando el concierto de Messiaen cuando, no sé cómo, saltó a la conversación el antiguo profesor de acordeón de Antonia:
      —Ese maestro Casas es un personaje interesante, es un viejito enano y flaco, de aquí de Cataluña, que tiene toda la vida allá —dije yo, mirando a Clara.
      —Se fue por lo de la guerra —Antonia.
      —Compone unas cosas stravinskeanas no tan malas…  creo que tiene mucho futuro, pero el problema es que ya se va a morir —yo.
      —¡Cónchale, no digas eso! —Antonia.
      —Joder, pero es que se está acabando, ya casi no camina y huele mal. ¿Qué edad tiene? —yo.
      —¿Tú sabes que ese carajo cuando llegó allá era albañil, y comenzó a dar clases de música por una apuesta que ganó en un bar? —Slavko.
      —¿Cómo es eso? —Antonia.
      —Apostó que podía tocar Para Elisa con las nalgas y ganó —Slavko.
      —¡Qué mentira! —Antonia.
      —Eso no se puede, mojonero —yo.
      —¡A pues, te lo juro poeta, el tipo tocó Para Elisa con las nalgas! —Slavko.
      —¿Y tú de dónde sacas eso, quién te lo dijo? —yo.
      —Mi tía, Petrica Saldivia —Slavko.
      —¡Ah, la que toca la Patética con las tetas? —yo.
      —Claro, esa misma, la que tocaba el principio de la Patética con una teta —Slavko.
    
      Al día siguiente, a las ocho de la madrugada, el viejo del 3º 3ª nos despertó gritando su ¡Calla puta! ¡Calla cabrón!
      Me levanté, me lavé la cara, me cepillé los dientes, me quité las lagañas, me vestí, bajé un piso de escaleras y toqué el timbre.
      —¿Dígame? —la vieja.
      —Buenos días. Quería pedirle si por favor podrían bajar el volumen de los gritos, o cambiar el televisor de sitio.
      —¿Qué, qué pasa? —el viejo, que llegó desde adentro.
      —Si por favor podrían cambiar el televisor de sitio, es que no se puede dormir.
      —Pero venga y pase pase —cogiéndome del brazo —oiga, oiga el televisor, no está fuerte, no está…
      —No no, no es el televisor, son los gritos suyos de «¡Calla puta! ¡Calla, cabrón!».
      La cagada. A la vieja se le giraron los ojos, poseída por las furias, y el viejo comenzó a gritarme «¡¿Qué? ¿Qué? Y cuando follas con la zorra de tu mujer ¿qué?!», la vieja apoyó al viejo, diciendo que la cama se oía «chiqui chiqui», les respondí que ésa era mi vida privada, que no tenían nada que hacer con ella, la vieja sostuvo que mientras follara (chiqui chiqui) ellos le gritarían a la televisión todo lo que les diera la gana, dije perfecto, hagan lo que quieran, yo voy a preparar una carta para recoger firmas de los vecinos y enviársela a los dueños del edificio, los viejos gritaron ya no me acuerdo qué, di la media vuelta, me largué de su piso dando un portazo, la vieja salió a la escalera desde donde siguió gritando, aún después de oírme abandonar Castillejos 252.
    
      Me dije que para algo tiene que servir la literatura y escribí una carta que dejé en todos los buzones del edificio y entre los anexos de este libro.
    
      La carta dio estos frutos:
      —Al día siguiente, la vieja del 3º 3ª cantó sus jotas aragonesas con más fervor que nunca por el hueco de las escaleras
      —El viejo amplió su horario de trabajo, comenzando a insultar al televisor una hora antes y acabando una hora después
      —La conserje subió a decir que antes de andar escribiendo y distribuyendo cartas primero hay que hablar con ella, para que ella le comunique el problema al dueño de la finca; que de todos modos sí, tenemos razón, esa señora es un problema, porque como era la antigua conserje y tiene treinta años viviendo aquí se cree la dueña del edificio
—Alguien devolvió la carta «Aplaudiendo generosamente el gesto contra la mala educación», no dijo si de los viejos o mía, la educación, ni el gesto.

      Entonces me decidí a escribirle esta carta a la Generalitat de Catalunya:
      
      
      
       Barcelona, 15 de abril de 1999
      
      
       Sres. Dirección de Celebraciones
       y Actos Públicos de la Generalitat de Cataluña
       Plaza Sant Jaume. 08003
       Barcelona, Cataluña.
      
      
       Estimados señores,
      
       Seguramente abordo un tópico para vosotros trillado, pero la falta de una postura oficial sobre el tema me inquieta. Todos sabemos que el Fin del Mundo (en adelante FDM, o FMI, o como gustéis) está próximo…  tan próximo que, estoy seguro, ya comenzó.
       Quizá prefiráis dejar las decisiones duras, pero necesarias, al próximo gobierno, pero esas personas, en este caso, por la misma naturaleza del FDM, no pintan nada; sin embargo, el tiempo se acaba y la falta de preparación para enfrentarnos al Juicio Final es evidente.
       Si esperáis una perorata sobre el calentamiento global, el agujero de la capa de ozono, la destrucción de los bosques, la proliferación de las armas nucleares en países subdesarrollados y/o integristas, la creciente desigualdad entre el Norte y el Sur, el terrorismo, las armas químicas y biológicas, etc., no os voy a cansar con esos temas. Creo que estos problemas, por su escala global, dan pie a cruzarnos de brazos y esperar que otra persona actúe, aunque esa persona argumente lo mismo para no actuar, y se cruce de brazos para dar pie al cruce de brazos de otro, etc.
       Yo pienso que las pruebas del FDM están en otro lado: en los grabados de Durero. El otro día, por ejemplo, estaba con unos amigos y me di cuenta de que reproducíamos, sin querer, el decimoquinto grabado del Apocalipsis de Durero, ése en el que un grupo de impresentables entona una canción hasta que una voz llega de los cielos.
       —¡Cabrones, ¿es que no sabéis leer?! ¡Son las cinco de la madrugada! —y leemos, alrededor, los anuncios colgados de las ventanas que miran a la Plaza Real:
      
       «¡Esta es una plaza histórica, no histérica!»
      
       «El de la flauteta que se vaya a la puñeta»
      
       «Esta es una plaza real, no orinal»
      
       Etc.—
      
       —¡Joder, ¿es que va a haber jaleo todas las noches hasta que se acabe el mundo?! ¿Es que nunca vamos a descansar en paz?
       Tras la rotunda afirmación del hombre decidí actuar: esta carta es el primer paso de una larga lista de acciones que he previsto cumplir antes del FDM.
      
      
       Para no caer en la fácil postura de quienes exigen cosas a los gobiernos sin ofrecer nada a cambio, quisiera apuntar un conjunto de recomendaciones que, seguramente, os será de gran utilidad:
      
       1ª. Preparar para el Juicio Final un espectáculo idéntico a las Olimpiadas de 1992, repitiendo todas y cada una de las payasadas representadas; pedir, por supuesto, el apoyo del Comité Olímpico Internacional y exhibir, como estrellas invitadas para la inauguración del FDM, en lugar de Freddie Mercury (R.I.P.) y Montserrat Caballet (R.I.P., también), a Jordi Savall y La Tongolele. Es importante huir del mal gusto y el kitsh del Mundial de Fútbol USA 94, porque todos queremos un final digno de nosotros y, por supuesto, un final digno de Catalunya.
       2ª. Comenzadas las celebraciones del FDM invitar a un número importante de celebridades internacionales (gente VIP, como se diría) con el objeto de dar renombre al evento. Paralelamente, contratar a un ejército de paparazis capaz de plasmar los siguientes hechos:
       —El coito entre Pamela Anderson, Muhamed Ali y Casius Clay (si la actriz se niega a acostarse con estos hombres será necesario utilizar la violencia).
       —El matrimonio y, sobre todo, la luna de miel, de la cantante flamenca Isabel Pantoja y el exquisito gentleman venezolano Boris Izaguirre, eventos a celebrar en los estudios de Crónicas Marcianas. Acabar mediante explosivo con el estudio y el personal del programa Crónicas Marcianas y con todo, y responsabilizar a la ETA del siniestro (de forma que el grupo terrorista recupere algo de la popularidad que injustamente ha ido perdiendo desde el para nada justo atentado al Excmo. Ministro Carrera Blanco).
       —Los encuentros secretos (quizá sexuales) del señor presidente (nacional, autonómico o local, no importa) y la top—model Judit Mascó o cualquier otra (resaltar, por medio de retoque informático de las fotografías, la eminente virilidad del político y las exuberantes curvas de la modelo).
       —Otros, por desarrollar.
       3ª. Decretar el 5 de junio día oficial del FDM. Contratar a Ricky Martin para que entone, con orgullo y ritmo latino, el siguiente Himno Mundial del Fin del Mundo:
       Como tus esperanzas: nada
       como tu cielo: nada
       como tus ídolos: nada
       como tus políticos: nada
       como tus héroes: nada
       como tus artistas: nada
       como tus religiones: nada
       Asesinar a todos aquellos que, creyéndose perspicaces, hagan notar que la palabra nada, invertida, significa Adán, inicio de todo.
       4ª. Promocionar la reutilización del Vibro—Slim, obligando a las instituciones crediticias a financiarlo mediante cien cuotas mensuales de un euro cada una. Enviar a los cuerpos de inseguridad ciudadana a visitar aquellas instituciones que no den suficiente publicidad al uso del Vibro—Slim. Decretar, al cabo de unos meses, la utilización obligatoria del Vibro—Slim alegando razones de salud y peligro de epidemia, imponiendo el empleo del aparato especialmente a los vejetes. Enviar a los cuerpos de seguridad a cada uno de los hogares catalanes para verificar el correcto uso del artefacto. Previamente a todo el proceso anterior, adquirir los derechos de la marca Vibro—Slim y construir una fábrica que trabaje día y noche gracias a la explotación inhumana de los actuales empleados del servicio de correos que, según conviene, habrán sido despedidos en masa tras el desmantelamiento total del andamiaje que sostiene esta manera de comunicación absurda, difícil, ridícula y anticuada.
       5ª. Previamente a todo lo anterior crear un cuerpo de inseguridad ciudadana para que se enfrente a los agentes del orden. Distribuir, entre unos y otros, garrotes de madera pintados de colorines característicos (rojo para los malos y azul para los buenos, o viceversa). Contratar personal auxiliar si es necesario, es decir, cuando un bando parezca vencer al otro. Emplear, para ello, el dinero ofrecido a los pilotos huelguistas de Iberia en el arbitraje del último verano, sea cual sea el verano.
       6ª. Revivir al ilustre Lenin aplicándole electrochoques a su momia, hacerse la vista gorda mientras organiza de nuevo la revolución proletaria; transcurridos un par de meses, cogerlo y fusilarlo en lugar público y transmitir el acto en cadena de Radio Nacional de España. Permitir a sus seguidores escoger entre trabajar como go—go dancers en las discotecas latinas del Maremagnum o ser electrochocados lentamente, llegando a equiparar los flujos internos de sus cerebros con los de una sardina frita. Hacer lo propio con Pau Casals y Walt Disney (revivirlos y fusilarlos, quiero decir).
       7ª. Decretar la amnistía internacional (contratando, para hacer público el evento, a un grupo de cantantes alguna vez famosos pero hoy en el más lamentable olvido) a favor de todos los comandos etarras que operen en Barcelona y metrópolis vecinas. Exigir, como única condición para ejercer esta amnistía, la obligación, por parte de los etarras, de encargarse de rediseñar la programación de la televisión oficial española de modo que alcance alguna audiencia, eliminando, eso sí, cualquier emisión educativa y/o de violencia.
       8ª. Iniciar un programa de construcción de refugios subterráneos y/o submarinos por medio de la ampliación de la red de Metro, de los estacionamientos públicos, y de los túneles secretos, las cañerías y cuanto artilugio pueda ser usado para huir de los desperfectos climáticos y geológicos que conlleva el FDM (especialmente el granizo, los mosquitos y la música de La Tongolele). Dejar las obras inacabadas (de hecho, no empezarlas nunca) y huir a Florida con el dinero recaudado.
       9ª. Imponer la economía del kula, es decir, cesar la importación de papel higiénico y decretar la negación absoluta del Banco Central de España a responder por el dinero circulante: permitiendo así el esperado caos financiero mundial y la vuelta al deseado sistema de trueque, que esta vez operará como el kula, según dije, de izquierda a derecha y de arriba a abajo en el mapa de la ciudad. Cualquier tráfico comercial que viole estas líneas generales será castigado con penas de hasta dos o tres días y multa de hasta mil millones.
       10ª. Arrestar a todos los músicos callejeros (perdonar a mi esposa, hasta nuevo aviso), allanar todos los restaurantes chinos (culpándolos del FDM), clausurar los cines en V.O. y cortar el sonido de las demás salas de proyección cinematográfica (para evitar rumores capaces de provocar el caos natural previsible en el FDM), pechar a las palomas con el pago de una tasa de 100 pesetas diarias por el uso de los parques públicos y emplear el dinero así recaudado en el financiamiento de las fiestas del FDM; decretar un aumento del mil por ciento en los sueldos de los pakistaníes vendedores de butano de tal manera que desaparezca y/o aumente el odio racial durante el FDM.
      
       Para aclarar cualquier tema o pedir información no dudéis en contactarme en la siguiente dirección de correo electrónico: armandoluigi@hotmail.com
       Queda de Uds.,
      
      
      

      Al ver que no obtenía respuesta decidí llamar.
    
      Insistí con las llamadas.
    
      Una tarde, encontré en la casilla de correo del 4º 3ª de Castillejos 252 una citación para que el Dr. No se apersonara el día viernes a las 15:51 de la tarde en la sede central de la Guardia Urbana.
    
      Como no soy doctor decidí no presentarme.
    
      Suspendí las llamadas telefónicas, hasta nuevo aviso.
    
      De todos modos, estoy seguro de que en la Generalitat no leyeron mi carta:
    
      NO IBA ESCRITA EN CATALÁN
    

    
    
    
    
      EL SR. SÍ SE DESAHOGA
      (AV. DIAGONAL. EL HOSPITAL SANT PAU)
    
    
    
    
    
      Dice la novela de suspense que por la citación de la policía del capítulo anterior y por una multa que me pegaron por viajar sin casco en la moto de un colega del doctorado, al protagonista (que soy yo) le dio por sentirse indefenso frente a las instituciones locales, y dejando de ver sospechosos por todas partes, se sintió sospechoso él mismo, cada día, como es normal que le pase a cualquier sudaquita de mierda que se mude al primer mundo.
      Fue por no saber qué argumentar con el policía, que no se tragó mi defensa de que la cocorota es mía, y si me la rompo pago yo con mi propia cabeza, nunca mejor dicho, pues no, porque quien paga los hospitales es el Estado, pero yo tengo un seguro privado que me cubre hasta el faristol, si me lo reviento, y además soy sudaca y no he cotizado en la seguridad social, ni pienso hacerlo, así que lo más probable es que si voy a un hospital me echen a la calle, en el acto, y tenga que volver a V. para arruinar a mi madre pagando una clínica privada, porque mi mujer no creo que quiera gastarse un duro en mi salud, con toda razón, además.
      Nada, siete mil quinientas pesetas de multa, en oferta, por pagar antes de los quince días siguientes a la llegada de la multa a Castillejos 252.
    
      El protagonista de la novela de suspense (que soy yo) creyó que para protegerse de las instituciones locales había, primero, que conocerlas. Comenzó su investigación, como es lógico, en la Universidad, donde además tenía una entrevista con el tutor del doctorado.
    
      Contra lo que pensaba, no era el único entrevistado. El despacho del tutor se escondía en un pasillo largo por una hilera de personajes que habían perdido la alegría de vivir gracias a la espera que nacía, casualmente, en el despacho del tutor.
      Me aburría. Cada entrevista duraba un cuarto de hora y yo tenía a siete personas por delante. Para distraerme quise contarme los dedos de los pies, pero llevaba botas, y no había ningún sitio donde sacármelas.
      Me dediqué a escuchar las reflexiones de dos colegas en la cola, un poco más atrás:

       —¡Que sí! ¡Que la felicidad en este mundo la da el dinero!
       —¡Que no, que lo importante es hacer lo que uno quiere!
       —¿Y cómo vas a hacer lo que quieres si no tienes dinero? Ni siquiera podrías tomarte una puta birra, nada, no podrías hacer nada.
       —¡Hombre, pero no seas extremo, yo lo que te digo es que no se necesita ser rico para ser feliz!
       —¡Pues claro que sí! En nuestra sociedad las cosas se consiguen con dinero…  y si no tienes pasta, no tienes nada.
       —Tienes libertad.
       —¿Libertad? ¿Tú crees que los ricos son menos libres que nosotros? No seas gilipollas…  Ser libre es hacer lo que te da la gana cuando te apetece. Y eso sólo te pasa si tienes dinero. ¡Los ricos son mucho más libres que nosotros!
       —Pero los ricos tienen que estar currando todo el día.
       —¡Es al revés, ingenuo! ¿Tú has visto alguna vez al jefe de un local trabajando como un perro? Los que curran de verdad son los empleados. Mientras más arriba estás, menos trabajas.
       —Vale, pero nosotros nacimos sin dinero, y tenemos que acostumbrarnos a eso.
       —¡No, tío, allí está el error! Uno tiene que estar dispuesto a hacer lo que sea para forrarse de dinero…
       —¿Cualquier cosa?
       —Lo que sea.
       —¿Y si alguien te quiere dar por el culo también lo dejarías?
       —Si me paga bien, claro que sí. ¿Tú no te dejarías follar por el culo si alguien te ofrece diez mil?
       —Yo no.
       —¿Y cien mil?
       —No.
       —¿Y un millón?
       —(…)
       —Dime sinceramente… Si alguien te ofreciera un millón, ¿no te dejarías follar por el culo?
       —Debe doler mucho.
       —Te vas al médico para que te acomode el ojete y el dolor se te quita en tres días…  en cambio, con ese dinero vas a vivir como un rey toda la vida.
       —Acordándote cada noche de lo que has tenido que hacer para ganarlo.
       —Los remordimientos te duran una semana, pimpollo. Hasta que te compras el coche último modelo y te follas a las tías guapas que siempre te habías querido follar y nunca te habían hecho caso por no tener pasta.
       —(…)
       —(…)
       —De todos modos, eso nunca va a pasar…  no hay nadie que te pague un millón para darte por detrás.
       —Desgraciadamente…  pero siempre hay que intentarlo, estar atento, siempre buscándolo.
    
      Éste diálogo me hizo entender muchas cosas.
    
      Por fin, entré al despacho del tutor del doctorado y encontré a un tipo más bien redondo de mirada puyuda que, supe luego, había sido cura.
      —A ver, joven…  ¿usted viene de…
      —Vengo de V., en V.
      —Ah sí…  aquí está.
      —(… )
      —(… )
      —¿Le puedo preguntar algo… ?
      —Sí dígame.
      —Yo quería saber…  ¿podría cambiar el anteproyecto que le envié para la inscripción?
      —Sí claro, eso sólo es una formalidad.
      —¿Y las materias que preinscribí?
      —También, otra formalidad.
      —¿Los horarios… ?
      —Son formalidades.
      —¿Y los profesores?
      —Formalidades, también.
      —¿Y estas esperas tan largas… ?
      —Formalidades.
      —¿Y usted, profesor?
      —Yo también soy sólo forma.
    
      Y en otro giro arbitrario de la novela de suspense, el protagonista (que soy yo), después de la entrevista, apareció, sin justificación, frente a la avenida Diagonal, víctima de un ataque de kafkeanismo que le vino con el tutor de las formas.
      En realidad, aparecer en la Diagonal después de la entrevista no era tan absurdo, porque la avenida está frente a la universidad, y al lado están los jardines de Pedralbes, donde pensé entrar un rato para ver si encontraba a alguien echando un polvete…  pero recordé que Cataluña tiene uno de los índices de natalidad más bajos del mundo y el consumo de anticonceptivos también es ridículo, lo que quiere decir que esta gente no folla, y menos en los parques. Además, ésta es la parte alta de la ciudad; los nativos de la zona tendrán vehículos, pisos propios, colchones de agua, jacuzis, canal Playboy, amantes, prostitutas de lujo, etc. Y así, ¿quién va a querer mojarse el culo en un parque por puro gusto?
      
      Decidí regresar caminando Diagonal abajo, hasta Castillejos 252, recogiendo observaciones para la investigación institucional del protagonista de la novela (que soy yo mismo).
      Descubrí que:
      —Un alto porcentaje de la población de la zona lleva la dentición completa, o así lo parece, y que mientras se desciende por la Diagonal el conjunto de la población va perdiendo piezas dentales, decoro, y dinero en los bolsillos.
      —Los indígenas de la tribu de Pedralbes habitan edificaciones individualizadas, con espacios vacíos entre ellas donde ubican señales de carácter simbólico, probablemente mágico/religioso, que rezan «No trepitjar la gespa», o dibujos simplificados asimilables a la tradición de arte parietal europeo, que representan, normalmente, a cánidos cagando. Las edificaciones de Pedralbes, aunque de varios pisos de altura, no muestran los desperfectos estructurales que se observan en otras zonas del asentamiento, donde muchas viviendas tienen ganas de venirse abajo. A falta de terreno cultivable los balcones de los apartamentos se utilizan para sembrar plantas, lo que probablemente constituye la única fuente de alimentación de sus moradores, depauperados en un hábitat evidentemente superpoblado.
      —Los indígenas de Pedralbes deambulan de dos maneras contrastantes, según la edad. Los más jóvenes adoptan cierta actitud inquieta, señal de los desequilibrios internos que, en la lengua local, se denominan «ir de culo». Los otros se pasean con gran parsimonia, como si se encontraran en los jardines de unos palacetes que no tienen. Independientemente del modo de deambular, todos lo hacen con una mano junto a una oreja y hablando solos con un acento difícil de entender, usen la lengua que usen.
      —Alrededor de un diez por ciento de la muestra habita viviendas ubicadas al mismo nivel que la calle. A estas viviendas se puede acceder libremente, ya que, al parecer, sus moradores están interesados en compartir su intimidad con los viandantes. Esta extraña actitud lleva a extremos tales como la utilización de vidrio translúcido en las paredes, o la colocación de carteles llamativos que invitan a pasar dentro. El método tradicional para atraer a los semejantes consiste en saturar el espacio con objetos inverosímiles de los que cuelgan etiquetas con un número cualquiera, generalmente demasiado alto. Es paradójico el hecho de que, precisamente, estas etiquetas espanten a los ciudadanos que, muy de vez en cuando, se introducen en estos curiosos habitáculos. En la mayor parte de los casos los moradores de estas viviendas desarrollan conductas monomaníacas, que se evidencian por la acumulación de un mismo tipo de objetos en toda la vivienda, por ejemplo, alfombras para baño, estatuillas chinas o películas para tontos del culo.
      —Otro rasgo destacado de la tribu de Pedralbes es su predisposición a repartir el pan solidaria y equitativamente. Cada mediodía estos nativos acuden a espacios colectivos donde, con alegría pero sin perder el decoro, el anfitrión redistribuye los alimentos que hace llegar de otras zonas más prósperas del mundo. Esta misma tendencia al igualitarismo y la generosidad se muestra cuando recompensan a las estatuas vivas que alegran la vida de la tribu, a pesar de la poca originalidad en las ideas desarrolladas por las estatuas, todas sometidas a un mismo patrón: arrodillarse detrás de un cartelito que dice «TENGO CINCO HIJOS. NO TENGO PA COME. NESESITO COMIDA. POR FAVOR ALLUDA. QUE DIOS SE LO PAGUE». En esta zona de Barcino las estatuas vivas se concentran en unos pocos metros cuadrados, específicamente frente a una enorme vivienda de varios pisos habitada por un no sé qué británico quien, además, tiene otra casa un poco más abajo.
      —La familia de este personaje inglés es sorprendentemente numerosa y, a pesar de la mala hostia que la caracteriza (Nota: posible tema de estudio, el factor genético en la mala leche de los habitantes del Corte Inglés), cada uno de ellos pasa el día y parte de la noche atendiendo a los viandantes que, en masa, acuden a visitarlos. Parece ser que la diversidad de los objetos acumulados y la predisposición de su propietario a donarlos recibiendo a cambio un regalo simbólico en forma de circulante, convierten a esta vivienda en el principal polo de atracción para los indígenas de la tribu de Pedralbes y aldeas aledañas.
    
      Al ver las dos torre negras, plásticas y ya un poco demodé de La Caixa que están cerca del Corte Inglés recordé que, hace diez años, cuando vine por primera vez a Barcelona y las torres aún no parecían tan pasadas de moda (acababan de inaugurarlas), estuve a punto de dormir en un youth hostal cercano que ahora no sé si existe, espero que no.
      Había dejado mis cosas en una habitación por la que pagué para olerle los pies a otros siete carajos. Como no me gustaba el olor a pie por el que había pagado salí a dar un paseo. Le pregunté al portero de una discoteca privada si podía pasar. Me dijo que no, que para eso la discoteca era privada, para que yo no pasara. Perfecto, muchas gracias. Entré a un centro comercial (¿La Illa?) y me senté en una terraza interior. Le pregunté a dos catalanas sentadas en una mesa cercana a dónde podía ir. Me dijeron que si quería fiesta tendría que haberme quedado en Madrid, porque en Barcelona la gente sólo piensa en el trabajo, ¿de verdad?, ¿es tan así?…  y como las dos estaban bastante buenas se me ocurrió seguir hablando con ellas.
      Miré el reloj. Tenía que regresar al albergue antes de la medianoche, cenicientamente, y eran las diez y media. Seguimos hablando. Al rato, volví a mirar el reloj. Otra vez las diez y media. La mierda, al reloj le había dado por joderse justo en ese momento. Regresé casi corriendo al albergue. Habían cerrado. Hundí desesperado el botón del timbre. Nada. Estaba en la calle. Todas mis cosas encerradas dentro del albergue. La cagada. Miré a ambos lados, no había patrullas ni luces ni sirenas ni mierdas y salté la pared. Adentro, me encontré con que la puerta del edificio de las habitaciones estaba cerrada.
      Hacía un frío de mierda y estaba lloviznando. Entré al baño que, por suerte, seguía abierto. Me acosté en el suelo. El piso estaba más frío que el aire. Cogí las cajitas plásticas de los rollos de fotografía que tenía en el bolsillo de la chaqueta y me preparé una cama aislante estilo fakir. Una cajita en cada muslo, dos en las nalgas, tres en la espalda y los hombros, y otra cajita en la cabeza.
      Nada, imposible. Demasiado dura la noche del fakir. Me levanté. Estuve escuchando una radio pequeña que había traído de V. Salté un rato para quitarme el frío, pero me caía de sueño porque había pasado todo el día viajando.
      Me senté en el lavabo rodinianamente, apoyando el mentón en una mano y dejando que, muchos pensamientos después, llegara la mañana.
      Todo se llenó de adolescentes franceses.
      Los que dirigían el hostal necesitaban las habitaciones para meter a los adolescentes franceses. Mandaron a la mierda a todos los usuarios. Yo, en cambio, me fui por mi propio pie.
    
      Al día siguiente, saliendo del Corte Inglés de Plaza Cataluña, donde había entrado para saber por qué carajo, cuando veníamos de viaje, a mi madre le gustaba tanto este antro de mierda, se me acercó un tipo de apariencia normal que me pregunto:
      —Eres turista, ¿no? Me di cuenta por el plano que llevas en el bolsillo de atrás del pantalón. ¿Quieres conocer un bar adonde se reunían Picasso, Miró y toda esa peña? El bar queda por aquí cerca. Oye, no te preocupes, me llamo Joan, aquí está mi credencial, soy funcionario de la Generalitat.
      El bar. Dos pisos y una pequeña biblioteca, decorado todo con muy buen gusto. He intentado, siete años después, localizar al bar, pero no he podido, si alguien sabe dónde está que me avise. No es Els Cuatre Gats, estoy seguro.
      En el bar, el tipo, Joan, primero me dijo que alquilaba una habitación y al rato soltó.
      —Te estarás preguntando por qué te invité a venir. Bueno, es que soy bisexual y te quería pedir una cosa. No es nada importante, sólo quería pedirte que me dejaras comerte la polla.
      ¡Jo-der!
      —La verdad es que nunca me ha llamado la atención la vaina homosexual. Nunca he tenido experiencias, ni sueños, ni especial curiosidad.
      —Vale…  espero que esto no cambie lo del alquiler del cuarto.
    
      Estuve un mes en la habitación alquilada y, el día en que salí a Ámsterdam, Joan se despidió:
      —Qué lástima que te vayas, todavía tenía esperanza de que folláramos alguna vez. Bueno, toma mi teléfono. Si te pasa algo me llamas, aunque lo más probable es que te mande a tomar por culo.
    
      He intentando, siete años después, localizar a Joan, pero no he podido, si alguien sabe dónde está que me avise, coño. Vivía en la calle Joaquim Costa, en el primer o segundo piso del número no recuerdo cuál, el cuarenta o cincuenta y algo, me parece. Trabajaba como asistente social de la Generalitat, ayudando en la regeneración de gente desmadrada por la mala vida. Quizá lo matara el SIDA, decía que nunca usaba condones, ni siquiera en las saunas ni en los cuartos oscuros de las discos del Gayxample. Si alguien sabe algo, mi correo electrónico está en algún sitio de este libro, creo.
    
      Volviendo al rollo de la novela de suspense, que había quedado con el protagonista (yo mismo) bajando por la Avenida Diagonal, recogiendo información sobre la fauna indígena, me veo perdido. ¿Dónde carajo está la Sagrada Familia? ¿Dónde qué? Carajo ¿Cómo? Dónde está la Iglesia de la Sagrada Familia, ¿lo sabe o no? Suba por aquí y ya la verá, efectivamente, iluminada y nocturna, apuntando a Castillejos 252.
      El protagonista de la novela de suspense (que soy yo) subió a un apartamento oscuro; pensó que Antonia se había acostado temprano, porque en la mañana se estaba sintiendo un poco enferma, y en vez de crear misterio (que para eso tendría que estar), se sentó en el ordenador a leer la Enciclopedia Británica… un par de minutos, porque después comenzó a cascársela mirando unas fotos de Judith Mascó mostrando las tetas transparentadas, hasta que sonó el teléfono, el único que había, el del cuarto, donde llegué tratando de disimular la erección.
      La luz del cuarto estaba apagada y el teléfono seguía sonando. Entré tratando de no hacer ruido hasta que le di una patada a la estufa.
      —¡Mierda!… perdón bonita voy a prender la luz.
      Prendí la luz y no estaba ni la bonita ni la llamada telefónica, porque repicó más de cinco veces y el contestador automático de la compañía telefónica recibió la llamada en mi lugar.
      —Estoy en la Cruz Roja en la calle Dos de mayo cruce con Industria porque me sentía mal si quieres vienes…  te quiero —me dijo el contestador.
      Lo miré por arriba, le di la vuelta para revisarlo y no encontré nada roto ni desatornillado. Tendría que ir hasta la Cruz Roja para saber qué le había pasado.
    
      Regresé al ordenador, volví a poner las fotos de Judith Mascó, acabé de cascármela, y por el plano de la ciudad supe que debía caminar tres calles arriba dos a la derecha y a una pareja de viandantes preguntarle:
      —Disculpen, ¿por dónde entro a la Cruz Roja?
      —Allí.
      —Ah claro, gracias.
    
      Allí:
      —Disculpe, mi mujer me llamó porque vino porque está enferma.
      —Siga la línea amarilla.
      Joder, el Mago de Oz.
      Al final de la línea amarilla:
      —Disculpe, mi mujer me llamó porque vino porque está enferma.
      —Espera un minuto ¿vale?
      Y espero diez.
      —Disculpe, mi mujer me llamó porque vino porque está enferma.
      —Estará en la sala de espera, allí detrás.
      A tres pasos.
—Haber hablado antes, capullito.

      Antonia estaba sentada, esperando su turno en una Cruz Roja «colapsada» por el enfermero que lo decía cada vez que levantaba el teléfono.
    
      —¿Cómo estás qué tienes cómo te sientes?
      —Bien…  bueno, mal, tengo fiebre.
      —A ver…  sí…  ¿y hace mucho rato que estás aquí?
      —Como dos horas.
      —¿Te has aburrido mucho? ¿No trajiste ningún libro?
      —No, pero no importa, ha habido un show.
      —¿Cómo es eso?
      —Nada, que el señor ese, el de allí, ha pasado el rato haciendo cosas…
      —¿Ese con cara de oler mal, el cirrótico?
      —Sí, el borrachito.
      —¿Y qué hizo?
      —Después te cuento, ahorita no tengo ganas de hablar, prefiero que me hagas mimos.
    
      Mimos, un rato, hasta que apareció una enfermera y dijo:
      —¿Antonia Parapar?
      —Sí, soy yo.
      —Venga conmigo.
    
     Antonia se fue con la enfermera y comencé a formar parte de los espectadores del show.
     —No veo yo, no veo ya.
     El Gran Cirrótico caminaba entre las sillas moviendo su bastoncito casi ciego. Había que encoger las piernas y aguantar la respiración cuando el Gran Cirrótico pasaba y después poner una sonrisita falsa, cortés.
     —Yo me siento a pedir en la catedral yo, allí…  me siento…  cerca de la catedral…
     Cruce de miraditas burlonas en el público.
     —La gente me pone…  a mí…  la gente…  de eso vivo…  porque me pone la gente…  allí, en la catedral…  yo.
     Más miraditas burlonas.
     —Una vez un chaval…  el chaval vino y me puso…  a mí…  quince mil pesetas él…  el chaval…  quince mil pesetas, en la catedral…
     Desde algún sitio se escucha una voz que grita:
     —¡Tenía la mona, tío! —risas enlatadas.
     El Gran Cirrótico se detuvo, se inclinó un poco, soltó un pedito.
     —Por eso me siento allí, yo, en la catedral…  y de eso vivo, yo…  de la gente, que me pone.
     —¿Quiere sentarse? —una mujer, viendo que el Gran Cirrótico estaba a punto de venirse abajo. El Gran Cirrótico se sentó.
     —¿Qué edad tengo, yo, qué edad tengo?
     —¿Cuándo nació?
     —¿Cómo?
     —Que cuándo nació.
     —¡Y a usted qué le importa! —risas enlatadas.
    
     El gran cirrótico volvió a levantarse.
     —Me lo hice, yo, el bastón…  no tenía para comprar uno, yo, el bastón, y me lo hice.
     El Gran Cirrótico apoyó el hombro del marco de la puerta del baño; comenzó a resbalar. Alguien saltó a buscar una enfermera.
     —Ya no veo, yo, no veo ya.
     Entró al baño. Se escuchó una puerta cerrándose y una hilera fuerte de pedos.
     Llegó la enfermera. Entró al baño.
     —¡Ábrame la puerta!
     —No hay papel ¡Quiero papel!
     —Ábrame la puerta y le doy papel.
     Flatulencias y contenido. La enfermera cerró la puerta de entrada al baño. Pasó un rato.
     El Gran Cirrótico salió al escenario del brazo de la enfermera.
     En el pasillo, una médico dijo:
     —Es la segunda vez que se escapa esta semana…  llévalo a la ambulancia para que lo devuelvan…  decomísale el bastón.
     Fin de la comedia.
    
     Para pasar el rato me puse a leer el historial clínico de Antonia:
      
       El domingo a mediodía nos vamos de paseo y llegamos, sobre la moto, hasta el Lago de V.; nos sentamos a jugar backgamón dentro de una construcción pequeña de cemento hecha para comer parrilla. Estoy perdiendo el juego y me distraigo mirando el paisaje. Un grupo de carajitos se baña y grita «¡A la tetona, aquí está la tetona que me quiero cogé, Yoiston, pásame a la tetona que se le ve el pelero!»; y yo pienso «Cuánta elegancia» e intento saber de quién hablan, sin poder ver a ninguna tetona, ni a ningún pelero, ni a nada parecido.
       Un carajito saca un palo del piso barroso del lago y se dedica a darle palazos al agua como lo haría un mono, por los movimientos, y los gritos, y todo, un mono que grita «¡Yo quiero a la tetona!» con la voz nasal y el paleolítico encima. Otro carajito encuentra otro palo y se pone a golpear también, y yo miro el juego donde pierdo hasta que le digo a Antonia que se fije en la escena, y ella la mira, y quita la atención del juego, y empiezo a ganar. También ella se sorprende por lo monos que son, aunque yo sé que todos somos monos como ellos, adiestrados, pero monos igual.
       Seguimos jugando, y al rato, Antonia me dice «¡Mira, le están pegando a uno!» y me volteo y los veo, y sí, parece que estuvieran pegándole a alguien, pero no estoy seguro, porque ellos están lejos, y porque, además, nadie grita, y yo creo que si a alguien le estuvieran pegando con dos palos debería gritar aunque sea un poquito, «No vale, no creo que le estén pegando, debe ser que desde aquí se ve como si le estuvieran pegando, pero no creo», «¡Pero vamos a ver, ¿y si le están pegando?!», «No le están pegando, además, me da flojera pararme y menos si te estoy ganando el partido», «Pero ¡Cómo puedes ser así?» «¡No le están pegando, joder!».
       Y seguimos jugando y escuchando a los carajitos cada vez más excitados, gritando fuerte «¡Dale, dale, sácale el pelero!».
       Y seguimos jugando, hasta que el calor y los estómagos nos obligan a evacuar la construcción pequeña de cemento. Recogemos las fichas, doblamos el tablerito, le pasamos el cierre, nos ponemos los zapatos, y comenzamos a subir hacia el carro de Antonia. Ya los carajitos se han ido.
       No muy lejos, está una familia con cara de folclore, escuchando merenguito, comiendo, ensuciando, bañándose en franela la señora, que es gorda y parece una venus (prehistórica) y se le ven las tetas dentro de los sostenes porque la camiseta es amarilla y, siguiendo el estilo de sus prendas, la señora grita, «¡Nervys, carajo ven acá, ya te dije que no te fueras pallá!».
       Busco a Nervys con los ojos y encuentro que junto a ella está flotando algo. Le digo a Antonia «Ya vengo». Camino hacia la orilla, para ver qué es lo que flota y, mientras más cerca estoy, más se parece a lo que creo que es. Entonces, me quedo inmóvil cerca de la orilla…  la familia está detrás de mí, me mira, esperando mi reacción.
       Volteo, no sé con qué cara, pero el señor, el jefe de la familia, me dice:
       — Desde la mañanita temprano ya estaba allí.
      
      
     Dejé la historia clínica en la papelera y comencé a pensar cómo carajo meterle algo de misterio a la novela… se me ocurrió hacer pasar por la sala, sobre una camilla, al viejo sin quijada, al sospechoso del capítulo anterior, para mi sorpresa, para no querer creer lo que había visto, para levantarme y seguir a la camilla, y llegar a un pasillo frío, ingrávido, tétricamente hospitalario, hecho de puertas duplicadas, como en espejo, y sentir que es mejor no seguir, pero no poder parar.
     Me acerqué a una puerta y se activó una voz megafónica:
    
      El sueño más antiguo de la Humanidad: abre las puertas de la inmortalidad, Póliza Diamante, garantía de vida eterna. Un seguro de vida para la muerte, con él podrás pagar los costes de tu tratamiento criogénico cuando lo necesites… ¡Y en unas décadas renacerás en un cuerpo nuevo! Una pequeña cuota mensual y ganarás la vida eterna. ¡Es ahora o nunca! No pierdas más tiempo, cada día puede ser el último, es una decisión de vida o muerte. ¡Compra ya tu Póliza Diamante!, abre las puertas de la inmortalidad, el más antiguo sueño de la Humanidad.
      Y con nuestra nueva promoción puedes incluir en tu póliza a tu familia. ¡Tendrás una vida eternamente compartida! En tus manos está darle a los tuyos el único regalo que te agradecerán eternamente.
      
      Me alejé de la puerta. A mi espalda se activó otra megafonía:
    
      Faraón del Siglo XXI. Como en el Egipto antiguo, con tecnología del siglo XXI… hibernación mecanizada… cambiamos las entrañas del beneficiario por unos artilugios que simulan las funciones del habla, el equilibrio y la locomoción con pasitos cortos. El beneficiario podrá, en todo momento, emitir discursos en cualquier lengua y durante horas; también podrá ser usado como hilo musical en fiestas y reuniones. Entre nuestros clientes se encuentran la Ciudad del Vaticano, el gobierno de Cuba, la Generalitat de Cataluña y el zoológico de Barcelona…
    
      Corrí para salir del pasillo.
      Llegué a un patio que usaban como trastero. Una caseta con una luz encendida. De adentro, salían voces reales, no megafonía.
      Dice la novela de suspense que me acerqué hasta la caseta y, moviendo unas celosías, pude ver a cuatro personajes sentados sobre el suelo, con la cabeza inclinada por el techo bajo. El primer personaje era el tutor del doctorado. El segundo, el abogado del desahucio. El tercero era el viejo sin quijada. Y el cuarto, no sé, estaba de espaldas. Los cuatro jugaban con cartas del tarot y usaban, como fichas, fotos mías.
      Éste era el juego:

       Nunca te dejes montar la pata en la escuela. Escupe, araña, grita y traga tierra. Encuentra un protector. Haz lo que te diga. No te le despegues. Jode siempre a los pequeños. Rómpeles la boca. Entra a una pandilla. Maltrata, sé agresivo, no tengas miedo. Ráspate las rodillas con la bicicleta. Mata iguanas. Pégale candela al monte. Orínale la cama al vigilante de la construcción. Quiébrale los vidrios al vecino. Dale con el palo al perro callejero. Espíchale los cauchos a los carros de los estacionamientos. Sácale dinero a tu madre. Si no te da, quítale de la cartera. Dile a tus amigos lo que has hecho. Repite conmigo «todos los pobres son mierda, todos los negros son mierda». Cállate si tienes familiares pobres o negros. Ignóralos, desprécialos. Aprende a decir mentiras. Haz creer a tus padres que te maltrata la maestra. Culpa a tu madre, frente a la maestra, de tu pobre desempeño. Envidia, pon tus mierdas sobre los otros. Nunca mires para adentro. Maltrata a los pendejos. Haz que la gente se pelee. Sé violento. Practica kárate. Mantente a la moda. Cuida tu corte de pelo. Emborráchate. Aprende a bailar. Rómpele la cara al bonito de la fiesta.
       Cógete a la mujer de servicio. Dile a tus amigos lo que has hecho. Llévate escondido en la noche el carro de tu madre. Quítale plata y vete de putas. Compra drogas. Compártelas. Roba reproductores de carro y véndelos. Acostúmbrate a tener dinero. Cógete a las changas mostrándoles el dinero. Rómpele la cara al bonito de la fiesta. Empátate con alguien de tu clase social, aunque sea fea. Métele mano. Cógetela si puedes. Dile a tus amigos lo que has hecho, aunque no lo hayas hecho. Haz que tus padres te compren un carro nuevo. Deja a la tipa fea. Vete a la capital a estudiar la carrera que tu padre elija. Sácale todo el dinero que puedas. Estudia poco. Emborráchate. Fuma y esnifa toda la mierda que encuentres. Cógete a quien se resbale. Haz saber que tienes dinero. Rómpele la cara al bonito de la fiesta. Utiliza a la gente. Desprecia a los pendejos. Aprende de tu padre. Fíjate mejor en tu tío, el que trabaja con el gobierno. Búscate una novia rica. Escucha a tu madre, ella sabe quién te conviene. Acaba la carrera.
       Olvídate de las palizas. No destruyas más carros. No te metas tanta droga. Acomódate el pelo. Usa corbata. Trabaja donde te ponga tu tío. Encuentra a un protector. Haz lo que te diga. No te le despegues. Jode siempre a los pequeños. Rómpeles la boca. Entra a una pandilla. Maltrata, sé agresivo, no tengas miedo. Compra un carro grande. Busca la ganancia rápida. Relaciónate con gente del gobierno. Persigue algún contrato público. Mójale la mano a quien convenga. Mueve tus contactos, no pierdas el tiempo. Cásate. Sácale a tus suegros un tremendo piso. Abre una empresa. Pide préstamos bancarios. Mójale la mano a quien convenga. Quiebra la empresa. Cómprate una casa grande. Reprodúcete. Monta una venta de motos. Lava narcodólares. Compra un carro importado. Abre cuentas en el extranjero. Busca una amante. Construye un centro comercial. Lava narcodólares. Entra en el negocio de la multipropiedad. Lava narcodólares. Deja a medias los proyectos. Quiebra la empresa.
       Regresa a la coca. Deja a tu mujer y lárgate con la modelo. Alquila un apartamento de lujo. Emborráchate. Vete cada noche de fiesta. Pelea con tus hijos. Recórtales el dinero. Monta un restaurante. Desatiéndelo. Quiebra. Busca otros negocios. Mira cómo los amigos te cierran las puertas. Amenázalos, insúltalos, maldícelos. Vende tu carro importado. Esnifa toda la coca que puedas. Deja de pasarle dinero a tus hijos. Gástate lo que te queda. Sobregira las tarjetas de crédito. Pide dinero prestado. Vende tu reloj de oro. Usa películas porno ahora que no puedes pagar mujeres. Empléate. Trabaja mal. Acepta las condiciones del despido. Arruínate. Enférmate. Olvida a tu familia, que no te quiere. Muere solo, pero muere ya, porque se te ha acabado el tiempo.
    
      Fin de juego. Y a ver cómo relacionar la extorsión en el edificio del desahucio con el encuentro a la salida del concierto con lo que está aquí.
      Sólo se me ocurre seguir con la paranoia del protagonista de la novela de suspense que creyó encontrar a los cuatro personajes jugándose su futuro; los cuatro puntos cardinales son cuatro vías, el que gane me lleva con él: como abogado, como académico, como tipo sin cara y como no se ve, sentado de espaldas, con aire familiar, pero sin identificación, por aquello del misterio.
    
      —Familiares de Antonia Parapar por favor presentarse en recepción.
    
      Dejé a los mamones jugando con las cartas de La Luna, el dos de espadas, y La Torre de Dios y llegué a la recepción donde estaba Antonia esperándome para contarme que la fiebre era por la pleuronefertitis, la infección en las vías urinarias, que le mandaron un medicamento en un papelito que ponía Ci-pro-flo-la-pri-lo, o algo así.
    
      Antonia ya había tenido pleuronefertitis en V., varias veces, e incluso, en una de esas, acabó en la clínica, obligándome a irme de C., donde yo estaba pasando el fin de semana follando con una periodista que he dejado entre los anexos de esta guía.
    
      Como en V. la enfermedad de Antonia sirvió para clausurar mi escapada pensé que en Barcelona me anunciaba un futuro de trabajo rutinario, con hijos, hipoteca, y todas estas vainas que se usan para anular la vida de la gente.
      Supuse, para la novela de suspense, que los personajes y Antonia se conocían, y estaban montando un complot para acabar con mis esperanzas de vivir a mi aire, como vivía en V.
      El típico conflicto entre civilización y barbarie de la literatura de Sudacalandia. Nada nuevo. Sólo lo que nos pasa a todos los sudaquitas que salimos de allá y comenzamos a pensar que Sudacalandia está hecha de barbaridades. Pendejaditas así, conclusiones inútiles, nada más.
    

    
    
    

      EL DR. NO ESTABA MUY A GUSTO
      (EL METRO DE BARCELONA. ZONA GÓTICA)
    
    
    
    
    
      Aprovechando el complot de Antonia para convertirme en un hombre de bien voy a utilizar estos dos capítulos de la guía para hablar del tema laboral en Barcelona.
    
      Un día Antonia llegó a Castillejos 252 diciéndome que en la oficina donde le daban su pensión de emigrante retornado descubrió que la Generalitat financiaba cursos de reciclaje para trabajadores en el paro, madres solteras, inmigrantes con papeles, en resumen, gentuza de ésta, y que me traía la información de un curso de no sé qué editorial.
    
      Corrección editorial. Llamé y me inscribí, fui a clases, y el curso se adaptó al programa repartido el primer día hasta que le dejé un capítulo de este engendro a la jefe del garito. Porque «escribes con mucha gracia» me pidió preparar «una novela sobre internet que se pueda leer en el metro». Consciente de la calidad del encargo y del nivel de la editorial escribí en tres meses una novelita light creyendo que saldría publicado «a mediados de mayo».
      La editora leyó el trabajo. «Pasé el fin de semana enganchada, me gustó mucho». Le cedí todos los derechos y, a cambio, recibí suficiente dinero para sobrevivir diecisiete días y nueve horas (500 dólares). Tres meses de trabajo a cambio de diecisiete días y nueve horas de vida, buen negocio.
      El libro nunca salió. Parece que es un truco habitual de algunos editores: te compran barato y esperan que OTRO editor, más ingenuo, publicite y apueste por tu primer libro, que será OTRO. Si hay éxito, imprimen el texto secuestrado.
    
      Al acabar el curso y la novelita light la editora me contrató en negro como «traductor».
      En realidad, lo que necesitaba era un traditore, porque había montado unos cursos fantasmas para timar a la Generalitat de Cataluña y a la Unión Europea, y necesitaba gente capaz de hacerse pasar por cuatro personas diferentes, según la hora. Paga uno y lleva cuatro, como dicen. Y para rentabilizarnos un poquito más, esperando el momento del plagio, nos hacía traducir o corregir textos encargados a la editorial.
      El primer día de «trabajo» me pidieron, como a todos los demás, memorizar los seudónimos que debía soltarle al supervisor correspondiente en caso de que visitara el garito.
      La supervisora correspondiente apareció el último día del curso y me preguntó mi nombre. Lo había olvidado. Tuve que quitarle de las manos la lista de asistentes y señalarle lo que me sonaba parecido a mi apodo poniendo cara de gilipollas, acentuando la que ya tengo de natural.
      Oficialmente la supervisora correspondiente no notó nada distinto que mi incipiente esquizofrenia. De todos modos los otros traductores fantasmas respondieron medianamente bien y la estafa tuvo un final feliz, para la editora, que lo celebró repartiendo entre todos los cómplices una botella de cava barata.
      Desde este día no he sabido nada de la editora ni de su editorial ni de sus cursos fantasmas ni, mucho menos, de mi libro.
    
      Con el affaire de la editorial aprendí a desconfiar de los indígenas locales, sobre todo en el Metro, cuando me movía de Castillejos 252 al escenario del crimen, la editorial.
    
      El lunes me veía sometido a chantaje:
      —Señoras y señores disculpe las molestias…  yo sé que es muy vergonzoso pedir dinero pero más vergonzoso es no tener pa comé…  por eso pido que me de aunque sea una moneda…  yo pido porque no quiero salí a la calle a robá…  no me arrodillo porque…  bueno, porque no sé…  por el amor de Dios, deme aunque sea una moneda… . muchas gracias y que Dios se lo pague.
      Y así soltaba la monedita creyendo que con eso me libraría de ser atracado por el mendigo en la esquina.
    
      El martes era víctima de una extorsión:
      —Aquí venimos damas y caballeros desde el sur de las américas con esta música linda para alegrar, para amenizar, para hacerles sonreír este día aquí a toda esta gente linda que nos va a escuchar y para la que vamos a tocar nuestra música la música de nuestra tierra linda con todo el amor del mundo y de nuestros corazones.
      Y así soltaba la monedita creyendo que, con sus charangas y sus panderetas y sus acordeones y sus mierdas, en la próxima parada se irían a joder a los del vagón de al lado.
    
      El miércoles sufría un ataque terrorista:
      Hora punta, el vagón lleno, veo subir a un ejecutivo con un maletín Samsonite. Viste del Corte Inglés. De pronto, el aire se vuelve fétido. Intento huir y acabo junto a los sobacos del hijoputa, el delincuente anónimo, el enemigo público, la fuente del mal, el tipo vestido del Corte Inglés. El degenerado te hace creer que paga hipoteca, coche, colegio privado para sus hijos, restaurante los domingos, menú ejecutivo los días de semana, tres semanas de vacaciones al año en la Costa Brava y, supones, jabón y desodorante. Falso. Con el desmadre del Imperio Romano los europeos se hicieron enemigos del aseo personal, y desde que llegó Atila han huido de las ventajas de los baños públicos donde además de cagar puedes lavarte el culo… una suerte para los nativos de Sudacalandia que, alertados por la peste a cebolla rancia, salían espantados de sus aldeas cuando estaban a punto de entrar los conquistadores. Si no fuera por la peste no habría quedado nadie en América.
    
      El jueves, sufría los gritos del viejo de abajo:
      «¡Calla puta! ¡Calla, cabrón!». A joder con la carta que le dejé a los vecinos. Además, la conserje le dijo a Antonia que la vieja conspiraba contra nosotros con la panadera de la esquina (ya notaba yo que el pan local era una mierda, con la cáscara rompiéndote las encías y, para colmo, carísimo).
      Como la Generalitat no quiso saber nada de la carta que puse entre los anexos de esta guía llamé a Primera Ma, un periódico de anuncios clasificados gratuitos, e hice publicar:
    
Pareja joven y liberal desea conocer gente abierta de ambos sexos con fantasías y espíritu de aventura. Llama cuando quieras a partir de la media noche al [teléfono de los viejos de abajo, según las páginas amarillas y su buzón de correo]
    
      Y el viernes, para cerrar la semana laboral, encontré que mi proyecto de futuro estaba a punto de irse al carajo:
      El gobierno montonero de V. nos acusó a los beneficiarios del crédito de estudios de ser «hijitos de papá que se van a estudiar al extranjero a costillas del pueblo» (el pueblo es el Banco Mundial, que pone los fondos para los créditos).
      Antonia entró en crisis, «¡¿Y ahora qué vamos a hacer?! Yo no pienso pedirle prestado a mi papá etcétera. Hay que buscar trabajo YA».
      Nos acercamos a un organismo de la Generalitat que amenazaba con encontrar empleo.
      —Que voleu?
      Abrí la carpeta y entregué nuestros CV.
      El funcionario cogió los CV. Los miró. Los giró. Los devolvió. Se inclinó. Levantó unas carpetas. Las abrió. Nos entregó sendos cuestionarios de cartulina amarilla y letrinas catalanas.
      El formulario me pidió el nombre, la dirección, el título de la licenciatura, si la tengo, otros estudios, el dominio del catalán, y los últimos cuatro cargos que he ocupado; además, quería saber la disponibilidad de horario, si tengo vehículo propio, si estoy dispuesto a viajar, si puedo y deseo hacer trabajos físicos y, por último, el tipo de empleo al que aspiro: NINGUNO.
      —Per qué escrius “CAP”?
      —Es que dejando estos datos no se me ocurre ningún trabajo…  yo estudié leyes, pero no me gradué aquí, y pensaba ofrecerme como traductor, o redactor o…
      —Escriu “TOTS.”
      —¿Todos qué?
      —Tots els treballs, vostè està disposat a fer cualsevol cosa, no?
      —No.
      —Escriu TOTS.
      —Bueno, pongo TOTS, pero…  ¿cómo puedo borrar CAP?
      El funcionario cogió la cartulina, tachó donde decía NINGUNO y escribió TOTS.
    
      Afuera, Antonia me acusó de haber estado haciendo el payaso para no trabajar, pero yo no estaba haciendo el payaso, sólo que estos carajos no nos quieren ayudar, no quieren ayudar a nadie, están allí aburriéndose para cobrar su sueldo y les importa una mierda lo que hacen, les da igual que venga un tipo reventándose de ganas de que lo exploten o que se acerque un okupa tirapiedra antisistema, les da lo mismo, no importa lo que uno les diga, de todos modos no van a hacer nada ¿Y tú cómo sabes? Porque así funcionan las vainas, aquí a nadie le interesa un carajo lo que le pasa a los demás, la solidaridad es una pendejada tercermundista, en estos países nadie mueve el culo por nadie, la gente te ayuda si te quiere follar o cree que puede sacarte pasta, y como todavía no conocemos a nadie es imposible que quieran follarnos o sacarnos nada ¿Y entonces por qué tanto empeño en venirte a Europa? Porque ya estaba cansado de la sudaquería, de los mosquitos y el calor, de la violencia, de la corrupción, de los funcionarios extorsionándote en todas partes, de la viveza criolla, del quítate tú pa poneme yo…  y porque me sentía en el culo del mundo, porque ganando quinientos dólares al mes sólo se puede viajar a Tucupita, con suerte. Entonces no te quejes. No me estoy quejando, lo que pasa es que no creo que en esta oficina del coño nos vayan a arreglar la vida. Bueno entonces propón algo. Seguir mandando los CV directamente a las empresas, a ver qué pasa. Y si te ofrecen un empleo de estos, de limpia baños, como tú dices, ¿no lo vas a agarrar? Para qué, todavía tenemos dinero; además, nadie ha dicho que el crédito de estudios no vaya a llegar. ¿Y si no llega? Ya veremos. Cuando nos quedemos sin plata va a ser mucho peor, ahí sí que vamos a tener que trabajar de limpia baños. Pero eso es lo que tú estás diciendo que hagamos AHORITA.
    
      Pues nada, Antonia se fue cabreada a Castillejos 252 y yo me quedé paseando por el centro, mirando en la Vía Laietana a dos adolescentes que se preparaban a besos para el sexo duro y desenfrenado. Las lenguas saliendo y entrando, las monturas de pasta arrugándose, el acné enalteciéndose…  la gente los rodeaba, mirando al semáforo peatonal al otro lado de la avenida, rojo, verde, autómata. Y los adolescentes con sus besos,  junto a la muralla romana, provocatio ad populum…
      Me acordé de una vez que seguía el ejemplo adolescente y, de golpe, vi a un policía con una pistola calibre 38 en la mano, a un palmo de nosotros.
      —¡Mierda, los policías!
      —¡¿Qué?!
      —¡Suidadanos, bájense del carro!
      —Qué ladilla…
      —¡¿Y usted por qué tiene esa pistola en la mano? ¿Nos va a disparar?!
      —Tranquila no le des cuerda.
      —¡Bájense del carro e identifínquense!
      —Aquí está mi cédula. No te bajes, dame tu cédula.
      —¿Se puede sabé qué hacían aquí, suidadanos?
      —Hablando.
      —¿A esta horas?
      —Sí.
      —Nos van a tené que acompañá a la comandancia.
      —¿Y eso por qué?
      —Pa que declaren.
      —¿Para que declaremos qué? No quiero ser pedante, pero hay un problema, y es que soy abogado, y si no me dices cuál es el delito no te podemos acompañar a declarar nada, por eso de la extralimitación de funciones y el abuso de autoridad. Digo, que puede ser que te metas en problemas con tu jefe, creo yo.
      —(… )
      —(… )
      —Súbase la camisa.
      —(… )
      —Vio, tiene er botón der pantalón abielto.
      —Tenía gases y la ropa me queda pequeña porque he engordado. ¿Cuál es el delito? ¿Los gases o el sobrepeso?
      —Escándalo en público.
      —¡¿Escándalo público?! ¡¿Pero este hombre puede ver adentro del carro con los vidrios ahumados?! ¡Si desde afuera no se ve nada! ¡Y además a esta hora no hay nadie en la calle! ¡¿Cómo puede ser un escándalo público si no hay público?!
      —Tranquila no te molestes, que el agente nos va a dejar ir porque ya sabemos que no podemos estar aquí en la calle. Pásame el celular, de todos modos, ¿cuál es su nombre, oficial?
      —¡Pero ni que fuéramos delincuentes! ¿Por qué no se ponen a buscar a los malandros de verdad?
      —Pásame el celular…  gracias…  ¿me dice su nombre, oficial?
      —(… )
      —Bueno agente, nosotros nos vamos…  ya sabemos que no podemos estar aquí porque es peligroso.
      —No los queremo volvé a encontrá así parados.
      —Claro…  no me volverá a encontrar parado.
      —Y la prósima ve póngale un caltelito al carro que diga «abogao».
      —Okay, pero el carro no es mío…  bueno hasta luego.
      —(… )
      —(… )
      —(… )
      —¡Qué rabia con esos tipos, la tratan a una como si fuera una puta por estar besándose en su carro!
      —Son unos cabrones. Están tratando de encontrar a alguien que se asuste para matracarlo.
      —Qué plaga.
      —Creo que es la primera vez en mi vida que me alegro de ser abogado.
    
      Y es que en V. la policía sí que hacía bien su trabajo, estimulando la actividad económica en los sectores de la hostelería, el cine y la extorsión. Aquí, en cambio, nadie hacía nada con estos adolescentes desmadrados…  o sí, un desahuciado que llegó con su perro, sus porros, su armónica y su guitarra y se paró junto a ellos a cantar I just call to say I love you. ¡Espectáculo!
      Las gafas recuperaron las lenguas y levantaron las cabezas para ver cómo el enemigo público de la guitarra levantaba las cejas y les guiñaba un ojo. Los gafas y las lenguas volvieron a hundirse pero el enemigo público se acercó tanto con su I just call to say I love you que un brazo salió de la pareja para darle una moneda, lo que impulsó al enemigo público que lo agradeció cantando más alto.
      —¡Anda lárgate ya! —el miembro masculino de la pareja.
      El enemigo público le pidió otra moneda. El miembro masculino se la dio. El enemigo público cantó aún más fuerte. La pareja se separó, el enemigo público guiñó ambos ojos y levantó las cejas varias veces.
      —Hijo de puta —el miembro masculino.
      El pez grande se come al pequeño.
    
      Me fui detrás de la pareja y entré a las callejuelas medievales del Barrio Gótico por entre las tiendas de estética miamera que venden ropa china a precios europeos; leí los carteles orinados que anuncian «Sentimiento Muerto en el Palau Sant Jordi»; aprecié las manchas imborrables del vómito turista; desoí los anuncios de «Se solicita camarero/a», sueldo sudaca en un restaurante con dos estrellas Michelín; sonreí con los negocios de tatuajes y piercings antiglobalizadores, made in U.S.A.; recibí las gotitas de agua sucia que caían desde los balcones ruinosos de los edificios dieciochescos; me cuestioné los teléfonos públicos con llamadas internacionales pero los auriculares rotos; sentí hartazgo de los forn de pa con productos típicamente catalanes a precios típicamente suecos; me adelanté a las patrullas de la Guardia Urbana que te pisan el culo para que no esté a disposición de los inmigrantes ilegales, uno de ellos vestido mimo naranja, parodiando graciosamente la forma de caminar de los viandantes en la Plaza del Pi, hasta que se detuvo una patrulla y el mimo naranja se escurrió entre la turba con su falta de papeles, dejando muerto al lugar donde, en el 91, me bebía cada día media botella de vino sentado tranquilamente en una mesa, leyendo, mirando a la gente, escribiendo mierditas como ésta:
      
       Tanto se rasca la cabra, que se daña.
       Tanto da leche, que no da jugo.
       Tanto se cuida, que se pierde.
       Tanto canta, que termina muda.
      
       Tanto se calienta el hierro, que se pone al rojo.
       Tanto se  bebe, que al día siguiente se muere de sed.
       Tanto se come, que se acaba cagando.
       Tanto se limpia uno el culo, que siempre está sucio.
       Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
      
       Tanto se golpea, que se parte.
       Tanto se parte, que hay que compartir.
       Tanto se guarda, que se daña.
       Tanto ríe, que acaba llorando.
       Tan bien está, que incomoda.
       Tan mal, que se queda.
       Tan acostumbrado, que no aguanta.
       Tan novedoso, que ya no gusta.
      
       Tanto vale el hombre, cuanto se le precia.
       Tanto se le precia, que se acaba despreciándolo.
       Tanto se vive en sociedad, que mejor se anda solo.
       Tanto se ama, cuanto se pide ser amado.
       Tanto se quiere hablar, cuanto no se tiene quien escuche.
       Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
      
       Tan malo es, que se le desprecia.
       Tan bueno, que le piden prestado.
       Tanto da, que le quitan.
       Tanto le quitan, que se hace malo.
       Tanto crece, que no hay quien le siga.
       Tan grande es, que lo pisan.
       Tan rápido va, que lo alcanzan.
       Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
      
       Tanto habla uno, que se contradice.
       Tanto piensa, que es mejor callar.
       Tanto se quiere vivir, que se termina muerto.
       Tan larga es la vida, que nunca alcanza.
       Tan corta, que aburre.
       Tanto se duerme, que se sueña.
       Tantas veces se despierta, cuantas veces se ha dormido.
       Tanto se descansa, que el cansancio es cada vez mayor.
       Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
      
       Tanto es más querida, cuanto es más buscada.
       Tanto es buscada, que acaba perdida.
       Tanto chilla, que te nombra.
       Tanto te nombra, que sientes ser cualquiera.
       Tanto te coge, que te suelta.
      
       Tanto se busca, que se encuentra.
       Tanto pierde, que siempre gana.
       Tanto gana, que apuesta al vecino.
       Tan bien se juega, cuanto no se juega nada.
       Tan fácil es la apuesta, que se da por perdida.
       Tan nueva es la cosa, que dentro de poco ya está vencida.
       Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
      
       Tanto corre la canción, que la aprenden.
       Tanto la cantan, que cuando suena ya no es parecida.
       Tan mudo parece, que lo miran.
       Tan poco habla, que lo escuchan.
       Tanto mira, que no ve nada.
       Tanto viene, que nunca está.
      
       Tanto se guarda la fruta, que se pudre.
       Tanto se pudre, que germina.
       Tantas ramas tiene el árbol, que cae por falta de raíces.
       Tantos hijos vienen, que se van.
       Tanto se quiere engendrar, cuanto menos ocuparse de lo nacido.
       Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
      
       Tan claro está, que lo tapan.
       Tan seguro, que lo dudan.
       Tan cierto, que lo tuercen.
       Tan recto, que lo ablandan.
      
       Tanto se tarda, que fracasa la empresa.
       Tan agudo es, cuanto puya.
       Tan diestro, como es siniestro.
       Tan querido, cuanto es temido.
       Tan admirado, cuanto es poco conocido.
       Tanto destaca, cuanto a lo vulgar es parecido.
       Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
      
       Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
       Tanto llega, que siempre se va.
       Tanto se tiene, que se quisiera no tener nada.
       Tanto sabe, que lo ignoran.
       Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega
      
       Príncipe, tanto vive loco, que sana,
       tanto va, que al fin vuelve,
       tanto se golpea, que muda de parecer,
       tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
      
    
      la Plaza del Pi, convertida en caricatura de un Montmatre ya caricatura de por sí.
    
      Cerca de la Plaza del Pi me encontré con el Ateneo Barcelonés, institución fundamental de la cultura oficial indígena.
      En realidad, el edificio no es un ateneo, sino un anexo del geriátrico. Sirve para que los ancianitos se crean importantes. Y para olvidar que ninguno de ellos aparece en la Enciclopedia Británica periódicamente se reparten entre sí placas y condecoraciones que distraen y complacen a un sector cada vez más reducido del gran Casal d’avis, la ciudad.
    
      Al llegar al Portal de l’Angel creí que el mundo se había llenado de Shostakovich o Lutoslawski o algo así. Era la primera vez que encontraba a Shostakovich o Lutoslawski o algo así en la calle. La gente no le soltaba nada, ni a Shostakovich ni a Lutoslawski ni a los músicos. Solidario con la gente, tampoco solté nada, y me quedé parado tan feliz escuchando la música. Me dio gusto contribuir con el aspecto guarro de los músicos callejeros, dando vida a la idea de que «el hábito no hace al monje», y que «aunque la mona se vista de seda, mona se queda».
    
      Un poco más adelante, frente a la catedral, un grupo de sudaquitas evangélicos estaba dando el espectáculo:
      —Cuandotesientas soolo, triste oabatiído / Ve donde Jesú…  yháblate con él
      —¡Arrepiéntete hermano arrepiéntete!
      —¡Alabado sea el señor! ¡Alabado sea!
      —¡Arrepiéntete hermano!
      —(… ) ve donde Jesú…  yháblate con él (BIS)
      —¡Gloria a Dios alabado sea!
      Si estuvieran en Sudacalandia la gente pasaría riéndose de reojo pobrecitos mi amor dígame eso, parase aquí en plena plaza Bolívar a cantá esas pendejadas…  ¡Dios mío qué locos! ¿Será que estas gentes no tienen vergüenzas? ¿De qué vivirán?…  porque yo tengo que dejá que el viejo verde del jefe me manosee pa podé seguí trabajando y estos carajos aquí cantando mariqueras…  me voy a hacé evangélica, nojoda.
    
      En una callejuela junto a la catedral una estatua viva salía de una caja con el pelo sucio amarillo seco largo y la cara pintada de pasta blanca, como un juguete de película de terror disfrazado de espantapájaros. Le dejé un par de monedas pero no se movió. Nada, ni siquiera los párpados. Creo que lo habían embalsamado para los turistas.
      —¿Es de verdad? — me preguntó una viejita a punto de ser enana.
      —Sí.
      —¡Ah claro! Y se pinta para que no la conozcan.
      ¿Cómo que para que no la conozcan? ¿No ves, viejita del carajo, que es un tipo? No veía, o sí, a medias, la viejita estaba franca, franquistamente, tuerta. Metí la mano en el bolsillo y le di un par de monedas a este símbolo vivo de la muy dura y duradera posguerra española. No se movió. Nada, ni siquiera el párpado. Creo que la habían embalsamado para los turistas.
    
      En una de las callejuelas que bajan hacia el mar se exhibía un hombre de hojalata descorazonado por la indiferencia de los turistas. Un grupo de niños autistas y oligofrénicos llenó la callejuela. Iban distraídos con la riqueza de sus mundos interiores; excepto uno, más perspicaz, que al ver al hombre de hojalata se lanzó de espaldas al suelo y gimió  y chilló y se retorció y aprovechó para meterle mano a las trabajadoras sociales que intentaban levantarlo mientras los demás autistas y oligofrénicos se lanzaban de espaldas al suelo y gemían y chillaban y se retorcían y aprovechaban para meterle mano a las trabajadoras sociales que intentaban levantarlos viendo que el hombre de hojalata se quedaba inmóvil, sin saber qué hacer, frío mudo pálido liso brillante oxidado…
    
      Pasa que en la zona gótica de Barcelona todo el año es carnaval, menos en carnaval, cuando se llenan las plazas de viejitos bailando sardanas y las callejuelas sucias de niños sosos soplando silbatos y lanzando papelitos de colores y mucha gente haciendo pendejaditas así.
      Decidí escapar del carnaval escondiéndome en el FNAC de Plaza Cataluña, entre las cámaras digitales y los cómics eróticos, voyeur plano.
    
      En el camino me crucé con una niña acompañada por un hombre vestido de león; le estaban preguntando a un tipo encerrado en una pequeña jaula cuál es el camino a BadajOz. El tipo quiso venderles unas fichas plásticas que activaban la ecuación de coste/beneficio más pedorra que he conocido, la de las tragaperras de juegos electrónicos, BadajOz, para el tipo de la jaula, pura mierda.
    
      Estaba allí asomado cuando la novela de suspense (ésa en la que yo mismo soy el protagonista) me cogió desprevenido por un brazo y me preguntó:
      —Oye disculpa, tienes un duro que me regales para comer que tengo hambre y aquí abajo hay un sitio donde sirven un plato por cuatrocientas pelas?
      La novela de suspense venía encarnada en un tipo con infinitos piercing y ningún CV. en la mano.
      Mientras hablaba le miraba las mierditas que le colgaban por todas partes. Mientras le miraba las mierditas que le colgaban por todas partes olvidé poner atención en las mierditas que le colgaban de la lengua.
      —Ne comprend pas.
      —¿Cómo? — los piercing de la lengua, otra vez.
      —Ne parle pas .
      —Une petit monei pur manyer…
      —Non —y crucé la calle para darle paso al cuarto hecho extraordinario de la novela de suspense.
    
      Se supone que el tipo me cogió del brazo para preguntarme si yo era de allá. No sé por qué parida se me ocurrió que el drogata podía servirme para abrir un camino nuevo en la novela de suspense (ésa en la que el protagonista soy yo mismo, ya lo dije). Resulta que como estuve por Barcelona en el 91, justo antes de las Olimpiadas, el hombre piercing me servía como ejemplo de lo que hubiera sido mi vida de haberme quedado en la Barcelona postolímpica, de no haber vuelto a Sudacalandia para acabar la carrera de derecho, para hacer el pimpollo. El hombre piercing era un quinto destino, añadido a los cuatro propuestos por los jugadores del cobertizo de la Cruz Roja.
      Demasiado complicada esta vaina. Si pudiera me cargaría al hombre piercing ahora mismo, dándole al botón delete del teclado, pero encuentro el problema de que, en los próximos capítulos de la novela de suspense (ésa en que la que yo mismo soy), el capullo gana protagonismo.
      Por ahora, el tipo sólo me coge del brazo, me dice que tiene que contarme algo; le digo que no tengo tiempo; insiste; le ofrezco una moneda; casi me da a cambio una hostia; y le digo está bien está bien, cuéntame lo que quieras. Se tranquiliza y comienza su historia sin soltarme el brazo. Me dice que él era un tío legal, como yo, pero que después de que le pasó «eso» se le giró todo, no sé cómo te lo puedo explicar. El «eso» era su historia:
    
      La enciendo, salgo del garaje, cierro la reja, me voy calle abajo, salgo de la urbanización, sigo sobre la avenida Navas Espínola, cruzo la Cedeño, entro al estacionamiento, la apago. «¿Señor, le pulo la moto?». «No gracias». El carajito y su pregunta y mi respuesta, cada vez que me estaciono aquí.
      Caminando, adelante, en la misma acera, viene una pareja de gorditos. Ella se balancea y camina. Él sólo camina. Antes de cruzarnos, encuentro que ella lleva las manos y los pies torcidos hacia adentro, tiene las articulaciones dañadas. Pobre gordita, debe ser la mierda tener una enfermedad así, tan autopromocionada.
      Adelante, en la misma acera, un limpiabotas está caminando igual. Al cruzarnos, encuentro las mismas articulaciones y deformidades. Está chueco también. ¿Cómo se puede limpiar botas con esas manos? Y si el trabajo queda mal, ¿la gente no dice nada?, ¿o él puede hacer que los zapatos brillen de verdad, aunque tenga las manos jodidas?
      En la plaza, Bolívar señala la miseria que dejó al frente. Hay viejitos que se sientan inmóviles exprimiendo el poco tiempo que les queda de vida. Hay estudiantes de bachillerato que intentan todas las frases gastadas para llevar a sus noviecitas del liceo al hotel. Hay evangélicos que gritan «¡Arrepiéntete que Dios está por venir! ¡Gloria a Dios alabado sea!». Hay tipos que se paran a probar, entre todas las caras del ocio imbécil, la que mejor les queda. Hay carteristas, arrebatones, atracadores; choritos varios y vendedores de droga que mejoran el paisaje; y completan el cuadro las maestras que luchan contra los niños de sus escuelas sacados a conocer mundo; pero las maestras son pocas y los niños, en cambio, son cada vez más…
      Paso al lado de Bolívar y le sonrío por la patria alcanzada; encuentro, también, que dos carajitos chuecos caminan a mi lado.
      ¿Por qué el centro está siempre lleno de gente jodida, de locos y de ese tipo con elefantiasis que se sienta en la acera levantándose el pantalón para mostrar la pierna hinchada como una columna llena de cáscaras; y al lado de su pierna el cartelito diciendo lo evidente: que está jodido y no puede trabajar y necesito dinero para comprar medicinas y para comer y que Dios se lo pague? También piden los mochos y los que tienen las manos chiquitas por la poliomelitis, piden los que enseñan las ronchas y las indias con sus hijos colgantes, piden los mendigos alcoholizados y los estudiantes de bachillerato que quieren pagar el autobús para volver a sus casas de lata y cartón, piden los de la cajita plástica que dice «Lucha contra el cáncer» o los de la Cruz Roja, piden todos y piden otros más. En el centro piden todos y cada uno y, sin embargo, nadie da ni consigue nada, lo que no impide que sigan aquí, todos pidiendo, todos tratando de encontrar no sé qué alegoría.
    
      Es raro, pero los chuecos de hoy tienen todos del mismo mal: las articulaciones torcidas. Están parados o caminan balanceándose.
      Entro a la calle que lleva a la Facultad de Derecho. Paso entre un grupo que ocupa la acera, un grupo de chuecos, también.
      ¿Se ha soltado una epidemia de meningitis? ¿Han organizado un paseo desde el hospital? ¿Por qué hay tantos hoy con las articulaciones dañadas? Otros días he visto ciegos ofreciendo rifas, drogadictos vendiendo bolsas de basura y oligofrénicos tratando de argumentar en favor de sus bolsillos, pero nunca había visto juntos a tantos chuecos como hoy. Joder, no sé, no tengo respuesta.
    
      Un par de calles antes de la Universidad casi toda la gente que encuentro tiene las articulaciones torcidas. Comienzo a dudar de mi normalidad y me detengo, muevo atrás y adelante los pies y las manos, estiro los dedos y, por el golpe, me doy cuenta de que he tropezado con una vieja, chueca también. «¡Perdone señora, perdón!». La anciana no dice nada y comienzo a caminar. Pero siento que ella me está siguiendo…  
      Frente a la puerta de la Universidad me acerco a un grupo de mujeres. «Disculpen ¿dónde hay un teléfono monedero?», les pregunto. Me miran como si no entendieran «¿Dónde hay un teléfono monedero?», vuelvo a preguntar.
      Alguna que está a mi lado se mueve hacia atrás y luego ¡coño me escupe, la hija de puta me escupe! Salto pero siento la saliva en la mano derecha y me limpio automático con la pierna del pantalón y digo «Hija de puta» y me queda la sorpresa. Al frente, la viejita se acerca apurada, según sus posibilidades, y viene acompañada por dos policías.
      Me he apartado del grupo de mujeres y ahora siento que los agentes quieren agarrarme…  ¿por atropellar a la vieja?, ¿no oyó mis disculpas?
      Me repugnan los funcionarios públicos así que corro por el bulevar que separa a la Universidad del Teatro Municipal y, al final, me volteo…  veo a los policías tratando de alcanzarme, pero son chuecos, como todos los demás. Me divierto mirándolos y con un hombro me apoyo de la pared; enciendo un cigarrillo y grito:
      —¡Apúrense hijos de puta que todavía les falta! —riéndome.
      Los policías tratan de correr pero las articulaciones no los dejan, se mueven en una mezcla de arrastrarse y salto.
      —¡Muévanse cabezas de mierda, policías del coño, niches del carajo! —sigo gritándoles y riéndome, pero ellos ahora no se mueven.
      Sigo con mis carcajadas hasta que, no puedo explicarlo, encuentro que quienes me han estado siguiendo no son sino un par de perros callejeros, un par de cabrones perros callejeros cojos, enanos, negros y sarnosos…  ahora están parados uno a cada lado de mi cuerpo…  olfateando mis piernas, mis manos…  mis articulaciones…  nerviosos, con ganas de mordisco.
      Uno ha apresado mi dedo con sus dientes, no me quiere soltar. El otro, apoya sus dos patas delanteras en mi pecho, y con un ruido que parece más un gemido, me dice:
      —Muchas gracias.
    
    
      Cuando, por fin, el hombre piercing acabó su historia, me soltó el brazo y la sangre volvió a mi mano, la que uso para escribir, y escribí: Suerte, chamito, nos vemos, y se largó, desapareció entre la gente de la Rambla.
    
      Cuando llegué a Castillejos 252 Antonia me preguntó qué había estado haciendo, esperando que le dijera que me había metido en algún sitio a malgastar un dinero que, pasara lo que pasara, siempre estaba a punto de acabarse, razón de más para armar la bronca; le dije nada, dando vueltas, pero conocí a un tipo de V., no sólo de V. ciudad, sino de V. país, que además vivía en Lomas del Este, igual que yo.
      —Mentira, no te creo.
    
      Ya… ¿Y entonces cómo coño quieres que escriba una novela, si no te cree ni tu propia mujer? ¿Cómo van a tragarse el argumento los lectores, que ni siquiera me conocen ? ¿Qué debo hacer para que esta vaina sea creíble, un diario de viaje ? ¿Y a quién carajo la va a interesar el diario de viaje de un sudaquita de mierda?
      Éstas son las cosas que echan a perder la literatura.
    
    
    
    
    
    
    
    
    
    

    
    
    
    
      EL CASO DE VANILLA COMPANY
      (CORTS. PUERTO OLÍMPICO. PLAYA NUDISTA DE LA MARBELLA. PARQUE DE LA CIUTADELLA)
    
    
  
  
  
    Y aquí estoy, a mitad de la revisión del mundo laboral aborigen con una novela inverosímil.
  
    Viendo que la oficina de colocación de la Generalitat no funcionaba, Antonia comenzó a comprar, cada domingo, religiosamente, un diario pequeñoburgués y conservador llamado, curiosamente, La Vanguardia. Además de su bien-pensantismo pendejo, La Vanguardia traía los domingos una revista de moda y actualidad, un CD interactivo (La Aventura de la Ciencia), y un cuerpo de anuncios clasificados.
    En el cuerpo de clasificados se escondían las ofertas de trabajo, entre las motos de segunda mano y las masajistas de primera.
  
    Metódicamente, Antonia subrayaba las ofertas que creía interesantes. Las suyas quedaban enmarcadas por un círculo y las mías por un rectangulito. Cuando el cuerpo de clasificados se llenaba de círculos y rectangulitos mi deber era anotar los números telefónicos de los rectangulitos y malgastar lunes y teléfono fijando citas.
  
     Se solicita persona entre 20
     y 40  años para  jornada  de
     medio turno o turno completo.
     400.000 pesetas mensuales.
  
     Normalmente, estas ofertas sirven para enganchar a jóvenes tan ambiciosos como cretinos con ganas de salir a la calle a vender cualquier vaina. Algunos jóvenes (esos cuyo cretinismo no supera su ambición) pueden sacar algo de pasta vendiendo algunas vainas. Con la pasta recaudada los jóvenes pueden untarse la cabeza con Gel Fijador E fijación extrafuerte; comprar un coche diseñado para expirar antes que los plazos; ahorcarse con corbatas de seda plástica cultivada en las grandes superficies; inscribirse en un gimnasio donde ejercitan las frases «Yo soy el que está en la calle» y «Yo le vendería una nevera a un esquimal»; empolvarse el interior de la nariz en la disco los viernes y sábados, y en el baño de los baretos de esquina el resto de la semana; sostener una agenda apretada (en semicuero) los días de cada día; pasar horas alisándose las orejas con un teléfono móvil que necesitan cambiar cada diez semanas para alisarse las orejas mejor; esperar angustiado a los clientes hundiendo los ojos en una esfera de reloj dorada, chea y picúa, pero de marca; comprar una televisión de marca para aburrirse gigante y plano el domingo por la tarde; intercambiar fluidos con alguna azafata del Recinto Ferial de Plaza España que sueña con cazar a un millonario cincuentón, y poca cosa más.
    
     Pero mi caso es jodido, porque en algún momento de la vida perdí la capacidad de vender cualquier vaina (creo que con los años mi cretinismo ha ido superando a mi ambición). Y aunque lo demostré paseando tres días con un maletín que llevaba quince kilos de libros jurídicos en venta, Antonia siguió rectangulando números de teléfono en La Vanguardia.
    
     A veces, para tranquilizar a Antonia y para engordar un poco esta novela, me presentaba en alguna entrevista de trabajo.
    
     La profesora de Acuerdos Comerciales Internacionales cerró la boca; salté y recogí mi abrigo; corrí a la calle; atravesé, subterráneo, media ciudad; miré el plano de la zona colgado junto a las máquinas vendedoras de billetes del metro; subí al mundo real; caminé con paso seguro; me perdí; regresé a la estación Les Corts;  volví a mirar el plano; caminé con paso incierto un par de manzanas y apareció la calle que buscaba, sosteniendo un edificio al que entré saltando, porque habían pasado las 19:00 h y las entrevistas eran hasta las.
    
      —¿Aquí es donde ofrecen empleo como vendedor de inmuebles?
      —¿Perdón?
      —La oferta para vendedor, de La Vanguardia, ¿no es aquí?
      —¡Ah sí!, tienes que llenar esto.
      Un papelito y me señalaron un sofá donde me senté a escribir mi nombre, dirección, teléfono, nivel de estudios, experiencia laboral, disponibilidad horaria y vehículo propio, ya no tengo. Acabé y miré alrededor. Había agua corriendo detrás de un cristal, sobre unas plantas.
      Cogí una hoja informativa de una ONG abandonada en el piso, y la leí. Por su escaso interés, y porque no tiene nada que ver con este texto, la lancé a los anexos. Dejo una muestra, las primeras líneas, para demostrar lo que he dicho.
    
    
I. EL ÁRBOL DE PROBLEMAS

Ocurre que lo que parece ser no es y lo que es desaparece. Ocurre que al llegar sintió La Revelación y entendió que todo estaba trastocado, hasta lo cierto, pues lo aparente sólo era una manera de esconder lo verdadero.
Ocurre, en realidad, que llegó entendido, iluminado, certero. Aunque era su primera visita al trópico supo que esta tierra había estado siempre dentro de él.
La Revelación, cosa sabida, es el único camino válido para llegar al conocimiento verdadero. Lo que entendió, eso que no se ve, es lo siguiente: el Hombre de Davos se había instalado ya, desde hacía tiempo. El hombre de Davos, en realidad, vino hace siglos, quizá milenios. El Hombre de Davos llegó cuando esta tierra estaba poblada por gente que comía fruta, bebía el agua limpia del río, gente de buen vivir, sin lujos ni ostentación. El Hombre de Davos fue fenicio, portugués, francés, inglés…  el Hombre de Davos había sido muchos hombres aunque siempre había sido el mismo: el hombre blanco.
       Lo que descubrió, la Revelación, fue lo siguiente: de todos los hombres de Davos posibles se había instalado el más perverso, y sutil por silencioso, el Hombre de Davos norteamericano.


      El señor E. (54 años) se acercó y me pidió que lo acompañara. Caminé detrás del señor E. por un pasillo largo y lleno de oficinas sin nombre. Entré al despacho (alquilado por horas) del señor E. Dejé el abrigo en una silla (alquilada por horas) del señor E. Nos sentamos, y el señor E. (alquilado por horas). simuló leer la hojita que yo había llenado.
      —Bueno…  ¿tienes experiencia en ventas?
      —En seguros, y en el ramo de inmuebles estuve trabajando más de tres años como intermediario, captando y buscando compradores.
      —Ya…  vale. ¿Y cómo estás con los idiomas?
      —Tengo algunos cursos, los leo sin problemas, el francés lo hablo bien, el inglés lo entiendo y lo hablo aunque hay algunos acentos que me cuestan…  el italiano bien y el portugués…
      —No no no, esos no sirven para nada.
      —Ah, claro…  ¿El catalán?
      —No, el español, el castellano.
      —¿Cómo?
      —El castellano.
      —¿¿El castellano?! Ésa es mi lengua materna, creo…
      —Es que como vienes de Sudamérica, pensé que podíais estar…  cerrados, digo, ¿no?
      —¿¿Cerrados??
      —Si…  las palabras, no son iguales ¿o sí?
      —Bueno, en vez de decir coche decimos carro, y cuando algo está a tres manzanas de distancia decimos que está a tres cuadras, como si en vez de gusanos fueran mulas quienes llenan las ciudades…  pero fuera de eso, no se me ocurre más nada.
      —Vale. Bueno, el trabajo es para vender extintores. Esos que están allí.
      —¡¿No es para vender inmuebles?!
      —No, son extintores.
      —¡¿Extinguidores?
      —Sí, extintores.
      —¿Y se venden?
      —¿Cómo?
      —¿Se venden? Yo nunca he conocido a nadie que haya comprado un extinguidor.
      —Extintor…  claro que se venden…  y muy bien…  yo vivo de eso, y te puedo decir que me va muy bien.
      —Ah…
      —Voy a describirte el trabajo:
      es en la calle donde se prueba la habilidad del vendedor
      una persona puede tener muy buena apariencia pero no vender nada
      y al contrario, han llegado algunos con cara de poca cosa y después resulta que venden cantidad
      por eso yo no desecho a nadie
      porque es en la calle donde se prueba la habilidad del vendedor
      no importa la cara del que vende
      porque uno siempre se puede llevar sorpresas «con eso»
      y una cara bonita no garantiza nada
      mientras que el más feo quizá es el que mejor vende
      y por eso vale más no desechar a nadie.
      de manera que hay que salir a la calle para demostrar cuánto vale uno como vendedor
      algo que no se puede saber simplemente mirándole la cara a la gente
      porque tener buena presencia no garantiza…
      —Ya entiendo ya. Ya entendí la idea. Ya.
    
      —(… )
      —(… )
      —(… )
      —Lo de la cara es verdad…
      —¿Qué?
      —Lo de la cara…  usted, por ejemplo, tiene cara de taxista, más que de vendedor de extinguidores, aunque como nunca he visto a un vendedor de extinguidores no puedo decir qué cara tienen…  de taxistas, supongo, viéndolo a usted.
      —¡!
      —Usted me recuerda a un tipo que conocí en V. Era supervisor de seguros. Nos estaba dando un curso a los que íbamos a trabajar como corredores (en castellano, vendedores) de seguros. Yo me inscribí porque necesitaba plata (dinero) para comprarme un carro (coche), quería un Jeep descapotado (un rústico sin techo). El carro (coche) que mi papá me dio un mes antes, cuando cumplí dieciocho años, acabó en una chivera (desguace) porque me clavé (choqué) contra la isla (separación) de una autopista (autovía).
      —¿?
      —Éste que le digo se llamaba E., me parece, como usted, y también era un poco corto de luces…
      —¡?!
      —Lo gracioso es que el tipo creía que los tontos eran los demás…  supongo que a usted le pasa lo mismo…  por ejemplo, una vez el capullo estaba explicando la póliza de incendios y cuando entró al tema de los incendios provocados le pregunté si la póliza cubría los daños causados por el fuego iniciado por el asegurado intencionalmente en un edificio vecino, que se propagó hasta su propia vivienda a pesar de que el tipo trató de detener el fuego pero no pudo…  después de mi pregunta E. puso cara de «¿Y a ti qué coño te pasa, no ves que me estás haciendo perder el tiempo?»…  exactamente la misma cara que tiene usted ahorita…  pero a mí no me importaba, porque son ustedes los que le hacen perder el tiempo a la gente…  para eso son vendedores, ¿no?
      —Disculpa, pero no te entiendo.
      —Claro, es que el español no se me da bien, en realidad prefiero hablar en maquiritare, que es la lengua madre de los que vivimos en el Amazonas…  Estuve tres meses vendiendo seguros…  cuando reuní el dinero para comprar un Jeep hecho mierda, del año 74, mandé a E. y a sus seguros al carajo…
      —Discúlpame, pero tengo que salir a hacer unas visitas.
      —E. decía que había dos situaciones en las que sudaba mucho…  dando clases y tirando (follando)…  no tiene idea de lo repugnante que era imaginar a E. follando. Sería como verlo a usted en pelotas…
      —Tengo que salir de la oficina.
      —¿Se te acabaron las dos horas que pagaste de alquiler?
      —(… )
      —También había otro personaje, allí en la compañía de seguros, un tipo enano que había sido jockey…
      
      Otro recuadro:
    
     Trabaja desde casa vía Internet.
     Diseña tu propio horario. Telf…
      
      Hotel Astoria.
      —Buenos días…  ¿El señor E., por favor?
      —No ha llegado, esa señora también lo espera —me señaló una silla con una mujer arriba. Caminé.
      —Buenas tardes.
      —Hola.
    
      El señor E. estaba atrasado. Saqué mi libro y leí un ensayo de Montaigne, comentado por algún payaso, un ensayo que también he tirado entre los anexos.
    
      No sé cómo comencé a hablar con la señora que esperaba junto a mí al señor E. Era diseñadora, pintora, y comentábamos una exposición de Magritte cuando apareció el señor E. (27 años).
    
      Pasamos a otro ambiente del hotel modernista art decó.
      Nos sentamos. E. sacó un ordenador portátil, lo dejó sobre la mesa y lo abrió para no hacer nada; supongo que quería impresionarnos.
      —Y vosotros, ¿qué sois?
      —Diseñadora, trabajo en casa, y estoy entrando en esto de las páginas web.
      —Abogado, estoy haciendo un postgrado de
      —Vale…  ¿a vosotros os gustaría ganar mucho dinero sin trabajar?
      Nos miramos las caras.
      —Respondedme, ¿no os gustaría ganar mucho dinero sin trabajar?
      —Pues claro —la diseñadora, riéndose.
      Yo me hice el mudo.
      —¿Por qué se ríe?, ¿no cree que se puede ganar mucho dinero sin trabajar?…  ¿y comprar cosas sin pagarlas?
      —Pues no, por supuesto.
      —Ah…  entonces adiós —E. cerró el ordenador y comenzó a guardar sus cosas.
      Volvimos a mirarnos las caras.
      —Con esa actitud yo no puedo hacer nada —E.
      Las caras.
      —Hombre, pero es que si usted lo pinta así, pues por supuesto que no me lo creo.
      —No no, es que si usted tiene esa actitud yo no puedo hacer nada.
      —Bueno a ver, pero es que usted no se ha explicado.
      La situación tensa incómoda.
      E. aceptó hablar siempre que cambiáramos nuestra actitud. E. comenzó destacando el éxito del buscador Yahoo, inventado por un par de chavales menores de 30 años y que ahora son multimillonarios; resaltó también el triunfo de la librería Amazon, cuyos dueños ahora son multimillonarios; después citó el programa para chatear ICQ, también multimillonario…
      … la diseñadora arrugaba las cejas…
      el éxito de bla bla bla paja loca que ahora es multimillonario…
      …  la diseñadora dijo que creía que esto no le interesa…
      —Está bien, váyase, pero le aconsejo que cambie su actitud en las entrevistas de trabajo, porque no va a conseguir nunca nada, va a fracasar siempre…  ¿me entiende? Va a FRACASAR SIEMPRE.
      La diseñadora lo miró y arrugó con los labios la respuesta. El móvil de E. sonó y se levantó a hablar en otro lado. La diseñadora me pidió que le escribiera mi número de teléfono para ver juntos alguna exposición.
      —Claro, es mucho mejor que escuchar estas pendejadas.
      —Yo la verdad es que no me lo creo, ¿tú qué piensas?
      —Supongo que es un negocio estilo Miami. Yo me quedo porque creo que de aquí puedo sacar un cuento.
      —Bueno, nos vemos. Adiós.
      —Ciao.
      E. volvió. E. se sentó, E. se decidió a explicarme el funcionamiento de Vanilla Company:
      Vanilla Company ha desarrollado un excelente sistema de ventas piramidales. Con él, tú le compras a E. y ganas el derecho de venderle a A y B; cuando A y B le vendan a C, D, F, G, H, I, J y K, tú y E. ganan una comisión, y así hasta la cuarta generación, imagínate, saca cuentas
      hasta el año pasado, con este sistema, Vanilla Company se dedicaba al negocio de las moneditas de oro
      vendía moneditas de oro que nunca te enviaba porque, para tu seguridad, te hacía llegar un papel que indicaba el número de moneditas que tenías
      porque no se puede confiar en nadie en este mundo, ni siquiera en el correo
      pero a pesar de su impresionante éxito y de que ahora todos son multimillonarios, Vanilla Company ha decidido diversificarse y aprovechar su excelente sistema de ventas piramidales para aplicarlo a los más diversos sectores
      específicamente, cinco ramos: alimentación, salud, vestido, sonido, y no me acuerdo
    
      Un tipo, algunos metros más allá, llegó adonde estaban sentados otros como él, maldijo en italiano y estrelló su móvil contra el suelo. Luego volvió a maldecir y, elegantemente, tomó asiento.
      —Esos tienen aquí como tres días, y… ¡tienen una cara de mafiosillos! —susurró E., de reojo.
      Y de verdad, tenían cara de. Dos europeos y un árabe todos Giorgio Armani, acompañados por sendos tipos feos grandes matones a cada lado.
      —¿Y cuáles son concretamente los productos que Vanilla Company tiene?
      —Aquí están en este catálogo.
    
      1. alarmas para bicicletas (ramo: seguridad)
      2. espaguetis como los que venden en los supermercados pero en envases de vidrio (ramo: degustación)
      3. Los mafiosillos subieron la voz; gritaron, más bien
      4. trineos plásticos de nieve (ramo: deporte), como los de las tiendas de Todo a Cien
      5. comencé a esperar la salida de una nueve milímetros
      6. micrófonos para saber cuándo el bebé está llorando en la habitación de al lado (ramo: hogar)
      7. y en el suelo la sangre, negra
      8. un aparatito que conecta internet en la televisión (ramo: nuevas tecnologías)
      —Sin necesidad de ordenador, ¿no te parece bueno, éste?
      9. los empleados del hotel llevándose al cadáver en silencio, acostumbrados a los mafiosillos y a Vanilla Company
       y nada más
    
      —El lunes viene a Barcelona el creador de la organización…  se llama E., como yo…  mira esta revista…  aquí está E. sentado…
      —¿Es el que tiene el codo en la rodilla?
      —Sí, ése es E., Presidente de Vanilla Company.
      —¡Coño, pero… ¿no es el tipo que llegó reventando el móvil contra el suelo?!
      —¿Sí? ¡A ver! ¡Joder, es él, es verdad! ¡Es E.! ¡Él! ¡Ya llegó! ¡Espera un momento! ¿Vale? ¡Por fin, ha llegado E.!
      E. se fue corriendo emocionado adonde estaba el otro E. con los demás mafiosillos. Me levanté de la mesa y me largué del Hotel Astoria. Llevaba el ordenador de E. colgando de la mano.
    
      Como no tenía nada mejor que hacer, y no quería ir a Castillejos 252 porque Antonia me había dicho que un señor me había estado llamando (quizá el abogado del desahucio, tratando de cobrar su cheque con la firma falsa), y estaba cabreada conmigo porque no quería decirle quién podía ser, me fui a la playa.
      En el Puerto Olímpico, cerca del casino, encontré a un tipo haciendo miriñaquis. Sobre una mesa, que era más bien una caja sobre otra caja, escondía una bolita roja moviendo tres tapitas amarillas. Como un turista medio (mongólico) acababa de ganar, supuse que el juego era fácil. Me acerqué al timador. Le pregunté si podía apostar el ordenador portátil de E. Me dijo que sí. Le pregunté cuánto me daba si ganaba. El doble. ¿El doble de qué? Del ordenador portátil. ¿Dos ordenadores portátiles de E.? Sí. Vale. Escondió la bolita roja en una de las tapitas. Las movió. Levantó una tapita para enseñarme la bolita. Volvió a mover las tapitas. Se apartó. Le señalé la tapita donde estaba la bolita. La destapó. No había nada. Levantó otra tapita y allí estaba la bolita roja. Le entregué el ordenador portátil de E. y me largué saludando a unos comensales de una terraza vecina que habían dejado de masticar mirando el juego, no sé por qué, y se habían quedado con la boca abierta, mostrando la comida medio masticada.
    
      Llegué a la playa. Tetas. Desdoblé el material de apoyo que había recogido frente a una agencia de viajes. Tetas. Caminé por la arena. El estado de la mar está señalizado con bandera verde. Se recomienda tener cuidado con vuestras pertenencias. Tetas. Cuando encontraba un par de tetas avispadas les mostraba el material de apoyo, consistente en un folleto impreso que ofrecía un viaje para dos personas a un hermoso pueblo (no especificado) de los Pirineos. Salida a las nueve de la mañana. A las diez, parada en nuestras instalaciones, donde se ofrecerá, totalmente gratis, una interesante demostración de nuestros productos. A las once, pequeño refrigerio en el autobús, que consistirá en sánduche y zumo de naranja. A la una, parada en la fábrica de embutidos Las Lolas, donde disfrutaremos de una exquisita degustación de sus butifarras negras y blancas. A las dos, parada en el restaurante Las Lolitas, donde degustaremos el menú especial consistente en un plato de sopa o ensalada, costillas de cerdo o merluza a la plancha, café o postre. A las tres, llegada al pueblo. Dos horas libres para recorrer el hermoso pueblo (no especificado) de los Pirineos y sus preciosas callejuelas. A las seis visitaremos la tienda de artesanías Las Lolotas, donde se hará entrega de los regalos, consistentes en una caja de doce huevos, un kilo de azúcar y una sartén de acero inoxidable para las damas, o una caja de doce huevos, un kilo de azúcar y una paletilla para los caballeros. Regreso. A las ocho, nueva parada en nuestras instalaciones, donde les detallaremos nuestras increíbles ofertas. Precio del paseo: sólo tres mil pesetas por persona. Do you want to travel with me, Tetas? Sorry, but I don’t understand you. Don’t worry, I don’t understand me, thank you. Así una y otra vez, hasta que por fin, Oh yes! It seems good. Okay, tomorrow in this place, at half past eight, I see you later. Le dejé el papel y seguí buscando trabajo.
    
      Enfilé hacia la playa nudista de La Marbella. Harto de ver tetas, ahora quería mirar agujeritos. En el camino, junto a un puesto de la Cruz Roja, tomaba el sol un grupo de minusválidos. Como habían sido abandonados a la buena de Dios (sus guardianes estaban ligando) le pregunté a un ciego si quería dar un paseo por la orilla del mar. ¿Y tú quién eres? Trabajo para la Cruz Roja. Vale.
    
      En el camino, le describí unos cocoteros que no existían; unos veleros que no estaban; un mar de aguas cristalinas que, en realidad, es de aguas negras (he llegado a ver dos ratas flotando a veinte metros de distancia); unas aves fosforescentes que nunca han volado por estos cielos; unas mujeres que…  el ciego comenzó a llorar.
    
      Llegamos a la playa nudista cuando el ciego volvía a plantearse poner fin a sus días, como tantas veces, pero no veía el modo, pues para eso era ciego.
      —Siéntate un momento aquí, ya vengo —lo dejé fisgoneando sin ver dentro de sus anteojos oscuros.
    
      Caminé más adelante buscando un sitio poblado de mujeres, no de maricas. Casi imposible. Por fin me detuve junto a un par de nalgas de un bípedo implume de apariencia saludable y sexo femenino. Me senté cerca para mirar un rato al mar (abierto) y otro rato a sus agujeritos (cerrados).
      Me dio por pensar en la novela (protagonizada por mí) para llenar el espacio entre una vista y otra.
    
      Supuse al hombre piercing (el que aparece cerrando el capítulo anterior) pidiéndole un cigarrillo a la nudista, recibiéndolo, cruzando miradas, dejando su toalla cerca de ella, acostándose a tomar el sol haciéndose el desinteresado, preguntándole si el agua está muy fría; no sé, no me he bañado; voy a ver, ya vengo, coño sí que está fría; risas de la nudista, yo nunca me baño hasta finales de junio; a mí me cuesta acostumbrarme porque en donde yo vivía el agua siempre está caliente; ¿y de dónde eres?; de V.; ¿sí?, el año pasado me fui de viaje a la selva amazónica, etc.
      Al rato, la nudista fumadora se untó la barriga y las tetas con un patuque blanco semen; el hombre piercing le preguntó si quería que la ayudara con la espalda; vale; masajes; qué bien, me estaba quedando dormida, ¿dónde aprendiste?; nada, soy amateur, ¿te pongo en las piernas?; vale; chorretes en las piernas, los agujeritos a un palmo de la boca del hombre piercing y su gusano creciendo y poniéndose baboso a dos palmos de la cara de la nudista fumadora, tienes el culito muy blanco, te voy a poner protector.
      El semen embotellado sobre las nalgas, ya estás lista; muchas gracias.
    
      Luego hice llegar a unos amigos de la nudista fumadora: una italiana que vivió su edad de oro cuando estrenaban La Dolce Vita, otra italiana, normalilla, y un local. La italiana de la edad de oro contó la historia del miembro masculino de la comuna hippie que cogió una insolación en su miembro masculino y regresó, su miembro masculino, vendado de la consulta médica, condenado a ser el voyeur forzoso de las orgías y zingaderas de la peña circundante. Pobre tipo.
    
      —¡Hombre, y tú qué haces aquí! —el hombre piercing sorprendido al verme.
      —Nada, que hoy tuve una entrevista de trabajo y vine a desintoxicarme.
      —¿Una entrevista de trabajo?
      —Sí, una mierda de ventas piramidales.
      —Joder…
      —(… )
      —¡Coño, por cierto, antes de que se me olvide! Tienes que ir al Parque de la Ciutadella…  te dejé un regalo cerca de la fuente. Anda ya, antes de que se lo lleven.
      —Okay.
      —(… )
      —(… )
      —¡Coño, no es que te quedes mirándome como un pendejo! ¡Es que te vayas ahorita! ¡Ya!
    
       Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en pasado o en presente, usando el subjuntivo o inventando a cada oración un tiempo verbal. Él yo nosotros llegaron podríamos haber llegado quizá llegamos al parque, el parque, él sí en singular, sí en presente, siendo debería de haber sido un día claro sin nubes tan claro tan sin nubes como son todos los días en Barcelona donde el sol está siempre como si nunca hubiera sido o podido ser de otra manera, como si todo siempre ha sido así el museo de Zoología y no los cuarteles militares el àrea de gossos y no el paredón de fusilamiento y nunca la ciudad ocupada y tampoco la prohibición de construir extramuros y jamás los cañones de Montjuic apuntando a la catedral aunque la Guerra Civil aunque todavía hoy sigan allí apuntando sobre las murallas romanas aunque Franco.
       Fue pudo haber sido o no el Parlamento de Cataluña junto hermanado alegóricamente acompañado por el Zoológico de Barcelona el hombre es lobo entre los hombres Copito de Nieve y Jordi Pujol compartiendo jaula el edificio vetusto modernista pasado de moda aunque de moda intenta estar el catalanismo el por qué tenemos que dar más de lo que recibimos por qué no ser como Bélgica un país pequeño pero.
       Quizá caminé junto al árabe de la barriga desparramada por el césped que hablaba con su amigo la barriga como cosa aparte y quizá el hombre trotando las parejas besándose la mujer indigente el padre enseñando a patear el balón a sus tres hijas hablando lejos hablando ruso ucraniano lituano hablando cortina de hierro. Cortina de hierro ¿alguien la vio?
       Y después la pareja sobre el banco frente a la fuente él subsahariano con una banana entre los dedos ella indígena con trenzas y sandalias africanas manifestaciones antisistema muerte al capital plantas de cannabis en el balcón litrona de cerveza y yambé los domingos y los días de semana canguro o mesera o dependienta en una tienda o colaboradora en una ONG, eso, colaboradora en una ONG los días de semana, aleccionando aconsejando al subsahariano –
       que en el país de los blancos hay televisión, anteojos de sol, y ojalá algún día un coche; que en patera el viaje dura un par de días hasta Canarias; que un amigo lo hizo y ahora vive en el país de los blancos y ya tiene televisión y anteojos de sol y ojalá algún día un coche y le manda dinero a su familia y quiere llevarse a su hermana junto a él con su televisor sus anteojos de sol y ojalá algún día un coche; que aquí sólo la radio y el maíz y siempre la misma ropa sin televisión ni anteojos de sol y nunca podrá ser un coche; que un amigo militar puede encontrar sitio en un barco si le pagan algo no no sé un barco que va a España ¿España? sale la semana que viene; doce jornadas en la bodega y el maíz y el agua acabándose y el calor el ruido las ratas y ¿es de noche o de día? una tumba doce días de tumba hasta que afuera ¡el país de los blancos y los televisores y los anteojos de sol y ojalá algún día un coche!; que de los cinco escapamos dos un amigo y yo a los otros tres los cogió la policía porque el de la grúa avisó nos vio y avisó a la policía nosotros saltamos por otro lado por eso no nos cogió la policía dimos una vuelta saltamos y se quedaron buscándonos dentro del barco; Barcelona ¿Barcelona? ¿qué es Barcelona?, callejuelas estrechas húmedas y oscuras y revisar la basura y ser como perros revisando la basura; después los días de hambre y nadie ayuda en el país de los blancos nadie ayuda se apartan y hay blancos pidiéndole a blancos y hay gente basura perros blancos entre los televisores y los anteojos de sol y da igual que haya o no haya coches ¿Esto es el país de los blancos? Un nigeriano nos encontró y nos llevó donde un tipo que nos pagó por limpiar un depósito y nos dio techo y comida y el nigeriano nos explicaba y nos traducía y nos dio, me dio, me dejó probar la droga; mi amigo se fue mi amigo decía que ese hombre era malo yo me quedé limpiando el depósito llevando encargos acompañando al otro africano que trapicheaba y me dejaba droga ojalá otra vez fuera el sodabí las tardes el árbol de la plaza mis hermanas. Con la droga me volví perro. Después vino el trapicheo las peleas las palizas cuidar la zona el trapicheo y la droga; eres perro y ya no hay televisores ni anteojos de sol y qué mierda importan los coches, la droga, palizas robos peleas trapicheo…  el televisor los anteojos de sol y el coche. Droga, sólo droga. Nada más: droga.
       La ONG me puso cara de ¿Y tú qué coño estás mirando?, y el subsahariano se sintió ridículo o me creyó policía, porque vio a la mujer, me vio a mí, se levantó y se largó caminando tan campante.
       La ONG miró al negro, me miró a mí, volvió a mirar al negro y se levantó después de soltarme un «cabrón». «¡Oye ven acá!», y el tipo respondió nada y siguió caminando, «¡Ven acá te estoy hablando!», más caminar, «¡Entonces vete a la mierda!». Y efectivamente, el subsahariano se fue a la mierda.
       Los liberé.
       A él del jodido tratamiento de rehabilitación en la ONG de la compañera, de los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado, de ocho a veintiuna, cargando bloques, de los gritos y las neurastenias de la mujer, de la eterna falta de lana, de los sábados en la noche cargados de porros, cerveza de litro, la Montse se fue a vivir con sus padres, ya se veía que no aguantaría mucho tiempo con los okupas, ¿y qué pasó con el Joan?, ¡que está trabajando en El Corte Inglés?!, hijo de puta, silencio, la próxima mani tenemos que organizar una… , el mundo es una mierda, me dijeron que el Héctor se está pinchando, mira las botas que me compré, ¿no están chulas?
       A ella la libré de la angustias por las recaídas del subsahariano, de los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes o sábado durmiendo sola, sin saber dónde está, y salir a buscarlo al día siguiente, entre el desarraigo, la autodestrucción, y la falta de referencias y de futuro, de tener que ir soltándole pasta, de sólo los sábados en la noche para el sexo y sí, la tiene larga, pero va a lo suyo, no se preocupa por mí, me siento como un agujero, como si le diera igual conmigo que con cualquier otra, y tampoco le gusta el sexo oral, dice que cómo va a lamerme allí, si huele mal y está sucio, no sé amiga, no sé qué voy a hacer, no sé, yo creo que me he equivocado.
    
      Y después de este panfletillo la novela de suspense (ésa en la que el protagonista soy yo, junto al hombre piercing) presenta, por fin, un misterio, escondido detrás de la fuente de la Ciutadella entre las hierbas, el olor a mierda, los trozos de papel de váter blanco, las hojitas secas, las moscas zumbando, el ruido de los coches en la avenida, el cadáver del abogado… mi náusea y mi vómito.
      ¿El cadáver del abogado? ¿El abogado del desahucio? ¿Por qué él? ¿No era mejor cargarse a los viejitos de abajo, los hijoputas de los gritos? Sí, supongo, pero, ¿cómo iba a relacionar el asesinato de los viejitos con el desahucio, la aparición de los personajes a la salida del concierto, el juego de la caseta, las llamadas telefónicas, el argumento de la novela?
      Tendría que convertir al hombre piercing en asesino en serie; abandonar la idea de una novela de suspense (que, de todos modos, no funciona, porque hasta ahora esta novela no ha tenido nada de misterio, y veo difícil que pueda hacer algo de provecho a partir de aquí) e irme por la línea del psicópata asesino múltiple, con algo de acción. Y cagarla, tanto, que pueda ser llevada al cine. Al cine no, a la televisión. Eso, a un canal local de televisión.
    

    
    
    
    
      EL INCIDENTE DE LA CARTA
      (SARRIA. EL RABAL. AV. ARAGÓN)
    
    
    
    
    
      Dice la novela de suspense (ésa que ahora es un thriller, con el hombre piercing como protagonista) que después de ver el cadáver del abogado me fui vomitado, aunque limpio, a Castillejos 252, donde Antonia me estaba esperando cabreadísima por las llamadas que hizo el abogado del desahucio antes de ser cadáver, según este libro, y, ¿por qué cambiaste la computadora? ¡¿Qué?! La computadora, ¿por qué la cambiaste?
      Claro, es eso, en realidad.
    
      En la mañana, antes de salir, sospechando por el hostigamiento de los últimos días que Antonia estaba a punto de sufrir otro de sus episodios cíclicos de furia, separé en el ordenador mi área de trabajo para que no encontrara la excusa de su crisis en los navegadores de internet o en esta novela. La última vez dijo que iba a romper esta mierda (la computadora), y lo ejemplificó dándole una patada.
      Yo me asusté, no tanto por el ordenador, sino por las fotos que había bajado de internet y, también, por esta novela, que es una mierda como el ordenador, pero que he estado evacuando durante unas cuantas horas. Todavía no tenía la grabadora de CDs y no había hecho respaldos de nada. Me pasaba el día bajando fotos y escribiendo, y desmadrar la computadora hubiera sido como quitarme varios meses de vida, a patadas.
    
      Para separar mi área en el ordenador creé un nuevo usuario y escribí la contraseña cacadepajarito. Pensaba que Antonia no podría descubrirla, aunque en V. consiguió adivinar la entrada al área secreta de mi agenda electrónica, la clave numérica de mis maletines, la llave del armario donde guardaba mi colección de revistas Playboy, y el sitio donde escondía las fotos de mis antiguas novias desnudas…  de todos modos, estoy casi seguro de que a Antonia no se le ocurrirá pensar que la contraseña en el ordenador es cacadepajarito, que la primera letra es «c» de caca y la última «o» de pajarito.
    
      La idea de separar mi área en el ordenador funcionó: Antonia siguió estallando cíclicamente, pero tuvo que usar excusas tan sorprendentes que me dejó convencerla para ir a un psiquiatra y estrenar el seguro privado que contraté obligado por los trámites de mi nacionalización.
      La psiquiatra, que tenía su consultorio en Sarriá, un barrio de la zona alta de la ciudad, me preguntó cómo me sentía. Bien. Si extrañaba a mi familia. No, desde los diecisiete años ya tenía ganas de venirme a vivir a Europa. Y entonces, ¿tú qué haces aquí? Es que hemos tenido problemas, y pensamos que era mejor hablar con un psiquiatra antes de que fuera peor. Y, ¿por qué son los problemas? Pregúntale a ella.
      Le preguntó.
      Salieron las páginas de internet, las infidelidades de cuando éramos novios, etc…  La psiquiatra le recetó a Antonia unas pastillitas y le dijo que tuviera paciencia, que la experiencia de migrar siempre es difícil…  «¡Pero si las crisis ya le daban en V., coño!», estuve a punto de gritar, pero preferí no abrir la boca.
      A mí la psiquiatra no me recetó nada; supongo que mi cabeza es la puta hostia.
    
      Aunque las crisis no acabaron, sí se deslucieron, opacadas por las intervenciones del hombre piercing.
      El tipo, por iniciativa propia, estaba desarrollando una campaña para putear a los viejos de abajo.
      Comenzó ensuciando el culo de las pantaletas de la vieja colgadas en la terraza del edificio. La vieja, inmediatamente, bajó gritando hasta nuestro piso, como si los responsables fuéramos nosotros. Yo no estaba, pero Antonia me contó que para no reírse delante de la vieja, viendo las pantaletas manchadas con la caca que su propio perro dejaba en la terraza, tuvo que tirarle la puerta en las narices. Eso no hizo callar a la vieja, por supuesto, y desde ese día no nos atrevemos a colgar nuestra ropa arriba.
      La mañana siguiente, justo después de mi salida a la editorial, la vieja subió acusándonos de dañar [con pega loca] la cerradura de su puerta. Lástima que el viejo estaba adentro y, auque le costó oír el timbre, porque estaba gritándole al televisor Calla Puta Calla Cabrón, le abrió a la vieja. Antonia no entendía por qué gritaba la vieja, y volvió a cerrarle la puerta en las narices. Al rato la conserje subió para preguntar qué estaba pasando, Antonia le dijo que no sabía nada, y era verdad.
      Otro día el perro de los viejos pilló una diarrea incontenible. El hombre piercing le había soltado en el balcón que está debajo de nosotros un trozo de carne con laxantes machacados, y el perro no dejó alfombra sana en el  piso cutremente alfombrado de los viejos.
      Y así, mucho más: fotos de la vieja meando tomadas desde la terraza; una invitación al funeral (falso) del viejo en un periódico gratuito del barrio; un aviso de desahucio dictado por un tribunal inexistente… hasta que, el día de Navidad, el 25 de diciembre, apareció una ambulancia en la puerta de Castillejos 252 cuando salíamos a un almuerzo al que nos había invitado una mujer que, según Antonia, quería intercambiar fluidos conmigo.
    
      La mujer se llamaba H. Yo la había conocido un par de jueves atrás frente a la dirección de un proyecto cultural anunciado en los clasificados de La Vanguardia, el periódico pequeñoburgués y conservador que Antonia compraba los domingos para subrayar las ofertas de empleo.
    
Se solicitan escritores, filólogos, historiadores, antropólogos, artistas y personas afines para trabajar en un interesante proyecto cultural. Tlf. 933451065. Carrer del Carme 89. Bajos. No. 6. Razón: Sr. Canals.
    
      Ese jueves el «interesante proyecto cultural» no abrió, pero H. y yo estuvimos dos horas hablando: H. trabajaba como funcionaria de la Generalitat; había vivido tres relaciones largas, acabadas siempre en adulterio; había tenido una hija (del primer cornudo, con el que se casó por la iglesia), y bueno, ya tenemos dos horas aquí, y esta gente no abre, ¿nos volvemos a ver la semana que viene?
    
      La semana que viene: ¿por qué no venís a casa el veinticinco, y hacemos juntos el almuerzo de Navidad?, yo he pasado alguna Navidad lejos de casa y sé lo que se siente.
    
      El Proyecto Cultural era, en realidad, el embrión de un partido político que debía fundarse detrás de su director, un tipo de mi edad, pero manco de la mirada puyuda y la actitud hijodeputesca típica de los que dominan el noble arte de la política.
    
      De todos modos, el Proyecto Cultural tenía sus momentos estelares; por ejemplo:
      —Por ahora, el Proyecto no tiene fondos suficientes para pagar vuestras colaboraciones, pero en un futuro…
      Uno de los padres fundadores del Proyecto interrumpió al que hablaba (otro padre fundador) para pedirme que me acercara a ver unas fotos enmarcadas en las paredes. En las fotos aparecía Francés Canals (el director) junto a los padres fundadores y algunos personajes importantes de la política local.
      Yo, evidentemente, sólo podía responder:
      —No…  no, de verdad que no lo conozco.
      Cada vez que el padre fundador me preguntaba:
      —Éste es el subsecretario del departamento de promoción interinstitucional de la Generalitat de Cataluña, ¿lo conoces?
      Y después de mi respuesta, la de antes, él seguía:
      —Pues es un tío muy importante, él es una de las piezas claves del Proyecto, él nos ayudará a conseguir el subsidio que estamos esperando…  el otro día Francés lo encontró en un acto oficial y esta persona reconoció a Francés cuando Francés lo saludó, ¿qué te parece?
      —Buenísimo, claro.
    
      Cuando Antonia y yo pasamos junto a la ambulancia que había llegado a Castillejos 252 íbamos con un rosal, un traje, una combinación elegante para damas, un poco de sueño, otro de perfume, una dirección anotada en un papelito rayado, y la seguridad, por mi parte, de que nos esperaba un almuerzo agradable.
    
      Siete manzanas más allá llegamos al edificio de H., diez lustros más joven que el nuestro, el edificio. Hundí el intercomunicador tantas veces que comenzó a fallar, primero, la fe en mi memoria (soy incrédulo con ella, de todos modos), y después, la evidencia del papelito rayado con la dirección de H. escrita de su puño y letra.
      Cuando Antonia comenzaba a dudar de la invitación y yo ponía cara de qué coño vamos a hacer, porque no me traje el número de teléfono de H., se escuchó su voz somnolienta y metalizada.
      —Ah hola, disculpad, me he quedado dormida…  ya bajo.
      Sonó el chirrido de la puerta eléctrica.
    
      H. salió del ascensor dentro de su bata de baño y su cara de trasnocho.
      Pasó que:
      —[… ] podéis venir como a las dozimedia.
      —Okay, nos vemos a esa hora.
      Y era la una y yo pensaba que llegábamos tarde.
      Pero en español local las «dozimedia» no son las «doce y media» como en todas partes, sino que son las «dos y media». Llegamos adelantados. Además, sólo en España se come a la hora de la siesta, y se hace la siesta a la hora del trabajo, para trabajar a la hora de la comida.
      —No importa, de todos modos tenía que levantarme…  pasad…  ¿qué queréis?, ¿una cervecita?…  y tú, ¿qué quieres, linda?…  Sentaos y moveos como en vuestra casa…  esperadme cinco minutos mientras me ducho.
    
      H. desapareció, suponemos que en la ducha, y sentados, no como en nuestra casa porque no lo era, comenzamos:
      —Mira qué bonito el gato.
      —Parece siamés, ¿no?
      —Sí, pero creo que no es siamés.
      —¿Y eso qué será?
      —¿Qué cosa?
      —Aquello, allá, esa cosa de metal.
      —Ni idea.
      —Parece algo de un barco.
      —¿Viste qué bonito ese cuadro?
      —Me gusta la decoración del apartamento…  así como de los setenta.
      —¿Y qué es aquello?
      —¿Dónde?
      —Allí arriba.
      —¿No es un… ?
      —¿Será?
      —Parece.
      —Pero…  y cómo lo va a tener aquí, delante de todo el mundo.
      —No sé.
      —Será de juguete.
      —¡Cómo va a ser de juguete!…  ¿tú alguna vez has visto uno de juguete?
      —No.
      —Seguro se le olvidó guardarlo.
      —Yo creo que no, lo va a dejar allí.
      —No creo.
      —¿Y si fue a propósito?
      —¡Cómo va a ser a propósito!
      —No sé…  una insinuación.
      —¡Una insinuación de qué?
      —Ya cállate que como que ahí viene.
      —(… )
      —(… )
      —¿Quieres otra cerveza, guapo?
      —Bueno.
    
      Y así se dio inicio a la Asamblea de Navidad con el primer punto del orden del día: el trabajo de H.
      Se resolvió que la grafología es un oficio interesante porque permite descubrir rasgos escondidos de la personalidad en un acto íntimo y solitario (la escritura manual), facilitando el diagnóstico de patologías varias, por ejemplo, el amor, incluso entre oligofrénicos. Se apuntó, además, que los estudios grafológicos académicos en España comenzaron hace pocos años, y por eso H. aprendió el oficio como mejor pudo, recibiendo clases de una persona enchufada con la Generalitat, a quien había que pagarle el curso para optar, con posibilidades, a los exámenes de oposición; porque sin el enchufe te jodes aunque vengas de Harvard.
    
      Se dio paso al segundo punto del orden del día: lugares de interés turístico en Cataluña.
      Se resolvió que en Cataluña hay gran variedad de sitios atractivos para el turista, levantados sobre restos arqueológicos de diversa antigüedad. Ruinas prehistóricas (las minas de Gavá, por ejemplo); griegas (el asentamiento comercial de Ampuria Brava); romanas (la ciudad de Tárraco, bajo Tarragona); románicas (las iglesias de los Pirineos); góticas (el casco histórico de Girona), y Port Aventura, que este año ha abierto Aquapark, con más de cien toboganes de agua.
    
      Cuando íbamos a considerar el tercer punto del orden del día llegó B., dentro de un pijama y una cara aún más trasnochada que la de H., su madre, que me había advertido «Cuando la conozcas no vayas a ponerte como un chico que fue a casa con su novia y quedó tan enganchado de Berta que la pobre novia del chico acabó la reunión llorando en el baño…  Berta es muy guapa». Y era verdad, B. estaba muy bien, pero Antonia también, así que pude mantenerme cuerdo y portarme correctamente, como si estuviera en una fiesta del Club Hípico de V., entre hijitas de papá plásticamente perfectas y perfectamente plásticas, algunas de ellas futuras mises V. (porque en V. el culto a los concursos de belleza es tan grande que incluso las hijitas de papá participan en este tipo de espectáculos cutres y guachafos, siempre que les garanticen un título, por supuesto) donde bailé, entre otras, con una futura primera finalista de un Miss Universo, que después hizo fama por casarse con el hijo de un industrial al que secuestraron durante varios meses, en un caso que acabó con la madre del secuestrado acusando al gobierno por haber sido intermediario, más bien cómplice, de los secuestradores.
    
      H. mandó el orden del día al carajo cuando le preguntó a B. qué tal te fue anoche, bien, sobre todo en la discoteca, después de que se fue (no recuerdo el nombre del novio) y llegó (no recuerdo el nombre de éste, tampoco)…  me estuvo hablando tan cerca, madre, que no sé cómo me contuve.
      —Pero eso no está bien, y, ¿cómo queda el pobre (no recuerdo, el novio)?
      —Madre, pero, ¿y qué quieres que haga?, si (no recuerdo No 1, el que no es el novio) se me ponía tan cerca…  ¿qué hace una?
      —Que deberías aclarar tu situación con (no recuerdo No 2, el novio).
      —¿Pero y qué voy a hacer?, yo a No 2 lo quiero, pero ya no estoy enamorada…
      —Es que el pobre No 2 es tan…  tan formal, que da sueño, el pobre —H., aclarándonos.
      —Ah.
      —Además, el pobre es tan atento…
      —Es un agobio…  No 2 es un verdadero agobio.
      —No hables así de él.
      —Pero es que es un agobio, madre, tú misma lo has dicho.
      —Bueno ya, ven para que conozcas al chico del que te hablé y…
      —Antonia.
      —Hola ¿cómo estáis?…  madre, ¿y la abuelita no iba a venir?
      —Es verdad, ya tendría que haber llegado.
    
      Se modificó el tercer punto del orden del día para que B. pudiera intervenir: la equitación.
      Se resolvió que el ecuestre es un deporte caro, cosa que a H. la deja indiferente, porque todo lo paga el padre de B. Se destacó la enorme variedad de equinos, y se habló de algunas especies curiosas. B. tiene dos caballos, uno viejo y otro joven; y aunque las virtudes del segundo como caballo de salto son mayores que las del primero, B. prefiere a éste porque, con el tiempo, ha desarrollado una compenetración que no siente con el otro animal. B., inteligentemente, presta a las bestias una fidelidad que no merecen los hombres.
    
      Mirad la hora que es y mi madre no llega, debéis de estar muertos de hambre, Berta, ¿por qué no vas a buscarla?
      B. fue a su cuarto, se puso un sweater sobre el pijama, cogió las llaves del coche, desapareció por la puerta, pasó un minuto, se abrió la puerta, y B. reapareció.
    
      —Mirad qué casualidad, la Yaya estaba entrando al edificio cuando yo iba saliendo a buscarla.
      —¡Es increíble, una hora parada esperando un taxi!
      —¿Y por qué no has llamado a la línea?
      —Pues porque no tenía el número.
      —¿Y yo no te lo he dado?
      —Bueno, es igual, he venido, ¿no?
      —Vale, entonces vamos a comer, que estos chicos estarán muriéndose de hambre.
    
      La comida de Navidad: canelones, sopa, verduras, y no recuerdo qué más. Un almuerzo corriente. Nada de pavo relleno, hallacas, pernil…  Pensé que H. nos estaba timando, pero no, el almuerzo de Navidad barcelonés es así, casolano; y es que la comida tradicional catalana es tan pagesa que
      —¿Os gusta?
      —Sí claro, está muy bueno todo.
      —(… )
      —(… )
      —(… )
      —Esta madrugada, cuando llegué de la cena en casa de mi madre, estuve preparando los platos…
      —(… )
      —De verdad, ¿os gusta?
      —Está muy bueno todo, sí, de verdad.
      —Ay hija, ¡he tenido unos dolores en las caderas!
      —Es que estás trajinando todo el día.
      —¿Por qué no te fumas unos porros, Yaya? Verás que se te quita todo.
      —Hasta el hambre —dije yo.
      —¿Ah sí? ¿Y cómo es eso?
      —Pues nada abuela, que yo te compro un par de papeletas y te las fumas y ya vas a ver que las caderas no te duelen más.
      —¿Y así y nada más?
      —A mí la marihuana no me sentó bien las dos veces que la probé, allá donde el urólogo aquél amigo de tu padre.
      —Ya verás abuela, te la fumas y ya.
      —Bueno, ¿y por qué no me das?
      Antonia puso cara de «coger el monte» si venía el monte. Antonia, en esa época, no había visto un canuto ni siquiera en televisión, quizá pensara que era droga dura.
      —¡Hombre!, porque yo no tengo porros aquí…  eso no lo venden en el colmado…  tengo que llamar a un par de amigos para que consigan y no te compren cualquier guarrada…
      —Por el dinero no te preocupes que yo te lo pago.
      —Vale yo sé, pero lo que te digo es que eso no se encuentra así tan fácil.
      —Tú consíguelo que yo te lo pago.
      —¡Quién se iba a imaginar a la Yaya fumando porros!
      —¡Pues y por qué no!, dicen que no es malo, ¿o sí?
      —No Yaya, ¡pero me gustaría verte!
      —Cuida lo que vayas a darle a tu abuela.
      —Yo sé madre, yo lo pruebo antes.
    
      Nunca supe cómo acabó la historia. No sé si a la Yaya le gustaron los porros, si continúa fumando, si lo hace habitualmente, si B. aún le sirve de camello, si ha saltado a drogas más fuertes, si pasa las noches caminando la Rambla de arriba abajo, buscando quien le pase algo, si está enganchada a la heroína, si se ha dedicado a la prostitución, si hay alguien dispuesto a usarla como puta, a pesar de los años, o sólo consigue de vez en cuando una mamada, por pura lástima.
    
      —Es muy buena la compañía pero ya no puedo con el sueño.
      —¡No se te olvide Berta!
      —Vale Yaya, no te preocupes.
    
      Con el cuarto y último punto del orden del día no se resolvió nada, ni se llegó a ningún acuerdo, sino justo lo contrario, se armó el pedo atávico de España aunque era Navidad y Paz y Felicidad para todos los hombres de buena voluntad y esas pendejadas:
      — Franco se cargó a más de un millón de personas, madre, es un genocida.
      —¿Y los anarquistas? ¿Cuántos curas mataron los anarquistas?
      —Pues porque los curas eran unos degenerados.
      —Y la gente que mató Franco era un puñado de terroristas.
      —Eso no es verdad y tú lo sabes, había mucha gente valiosa.
      —Pero todos rojos.
      —¿Y los otros, los de la falange? Ésos eran unos nazis.
      —No sé si eran nazis, pero este país era un caos, y si no fuera por Franco…
      —¡Cómo vas a decir eso madre! Ese hombre era un asesino, un psicópata, ha sido la vergüenza de España…
      —¿Y entonces qué? ¿Estaríamos mejor con los comunistas?
      —Quién sabe.
      —Pues seguro que no…  me gustaría verte viviendo con los comunistas…  a ti, sobre todo.
      —Pues lo que sea, ese hombre era un genocida, y tendría que haber muerto en la cárcel, y no en una cama, como murió.
      Etc.
    
      Aunque H. había dicho:
      —Lo mejor del cava es que no se sube a la cabeza.
      A las seis de la tarde le dio por demostrar lo contrario. Para acompañarnos a la salida tuvo que cogerse de una mesa porque se caía (ella, no el mueble), y fue sosteniendo paredes, ascensor, otra vez paredes, y la puerta del edificio, donde entre abrazos y besos quedamos en vernos pronto, en el Proyecto Cultural.
    
      Y dos jueves después, en el Proyecto Cultural, al acabar las típicas gilipolleces al estilo de, ¿por qué no hacemos una exposición dedicada a los asesinos múltiples de Cataluña?, nos íbamos a La Mueblería, un bar vecino que había sido una.
      En La Mueblería yo esperaba que se ubicaran los Padres Fundadores y entonces me iba al otro extremo de la mesa.
      A mi derecha se sentaba H. y a mi izquierda una colega de mi edad bien construida, llamada, digamos, G.
      Después de la cuarta cerveza me levanté a mear mientras G. le comentaba a H. que se había peleado con su novio porque la encontró en un bar besándose con un tipo X.
    
      Cuando regresé del baño me di cuenta de que estaba a punto de meterme en problemas con Antonia, interesada en mi producción literaria sólo porque le sirve para encontrar excusas para sus crisis de furia. Y aunque yo le diga que no, que esto sólo es una novela; ella me responde mentira, tú lo que escribes siempre es verdad; ¿cómo va a ser verdad?, ¿no ves todas las barbaridades que pongo?, ¿ah?, ¿cómo va a ser verdad?; pero las cosas que tienen que ver contigo siempre son verdad; ¡pero si toda la novela tiene que ver conmigo!; tú sabes de lo que te estoy hablando, de las cosas que tienen que ver contigo de verdad…  y no hay manera de hacerle entender que una novela es una obra de ficción, donde las cosas que pasan intentan parecer reales, porque ese es el chiste, porque una novela que parece una novela es una mierda, por eso de la verdad de las mentiras y la verosimilitud, etc. Nada, bronca mayor: tú no me quieres eres un egoísta prefieres a las putas esas que a mí etc. En V., justo antes de casarnos, casi me mandó a la mierda después de leerse una novela donde publicaba mi vida íntima, la del personaje de la novela, llamado como yo, porque tenía que tener un nombre, y le puse el mío.
      Pues eso, me di cuenta de que estaba a punto de meterme en problemas y entonces se me ocurrió poner al hombre piercing en mi sitio, hablando con G., para cuando Antonia lea esta vaina:
      —Te voy a contar algo…  ¿puedo confiar en ti?
      —Claro.
      —No le cuentes nada a H.
      —Okay.
      —Una vez follé con cinco tíos juntos.
      —¡¿Juntos?!
      —Sí, todos al mismo tiempo, en plan peli porno, yo estaba desnuda, con un casco de motocicleta y un cinturón que usaba como si fuera un látigo, y cuando le abrí la puerta a un amigo que se había ido a buscar pizzas el tío se quedó flipando, no entendió nada.
      —¿Y qué tal?
      —Bien, muy bien, yo me la pasé muy bien, era una fantasía que tenía, por las pelis porno, ¿sabes?, hicimos de todo.
      —¿Y no lo has vuelto a hacer?
      —No, pero me gustaría…  hay que estar [gesto].
      —¿Fumados?
      —De porros, coca, alcohol, de todo…  yo me la pasé muy bien, de verdad.
      El hombre piercing le dio un traguito a mi cerveza, la quinta.
      —¿Sabes qué? —ella.
      —¿?
      —Quisiera ser tu amante.
      —¿?
      — Encontrarnos, hacer el amor, y ya.
      —Bueno, ¿cuándo empezamos?
      —No sé, dime tú, ¿cuándo te va bien?
      —¿Qué tal el martes por la mañana? ¿Tienes algo que hacer?
      —Yo no, a mí me va bien.
      —¿Y a dónde vamos?
      —Hay un sitio muy chulo, con espejos y esas cosas, en Sarriá, frente a un edificio de consultorios médicos…
    
      Y para que Antonia sea feliz, debo decir que el hombre piercing se montó una zingadera loca con G. Pero no sólo con G., sino también con B., la hija de H., que era amiga de G. También estaba Judith Mascó, que llegó disfrazada de la Tongolele.
      Yo, por desgracia, no pude ir a la zingadera. H. me llamó el lunes temprano, cuando todavía estábamos durmiendo, para decirme que G. había cancelado su cita conmigo (con el hombre piercing, digo). Y como Antonia estaba a mi lado le dije a H. okay, y colgué. Cuando Antonia me preguntó ¿Quién es?; H.; ¿Y qué quería?; nada, avisarme que el jueves no habrá reunión del Proyecto Cultural.
      Y no hubo, porque nunca más fui, para evitar a G. y los problemas que podía traerme con Antonia, independientemente del hombre piercing.
      Entonces nunca más volví a ver a G. Lástima que también perdiera el contacto con H.
    

    
    
    
    
      EL DESTACABLE INCIDENTE DEL HOMBRE PIÑA
      (MONTJUIC. TRENES DE CERCANÍAS. SANT CUGAT)
    
    
    
    
    
      Apenas entramos a Castillejos 252 la conserje salió del agujero donde vivía, debajo de las escaleras, a preguntarnos si ya estábamos contentos; ¿por qué?, ¿porque se acaba la Navidad?; no, no te hagas el inocente… ya habéis conseguido lo que queríais con los señores del tercero; ¿qué cosa, qué pasó? (Antonia); habéis conseguido que al marido de la señora Luisa le de un infarto, pero no se ha muerto, gracias a Dios… lo han puesto en una lista de espera de la Seguridad Social para hacerle una operación a corazón abierto.
      Esperemos que todo salga bien, y que el viejo Calla puta Calla cabrón (no sé como se llama) la palme en el quirófano.
    
      El sábado, cansado de tanto piercing y tanta novela y tanta pendejada le dije a Antonia que fuéramos a revisar la cuenta bancaria, porque tenía el presentimiento de que habían comenzado a depositar el crédito de estudios, y ya me estaba cansando de tener vida de pobre, sin poder ir a ningún sitio decente, por la falta de pasta. Sólo la computadora y salir a caminar, vaya mierda.
    
      —Voleu perfum?
      —¿Perdón?
      —Voleu perfum?
      — ¿?
      —¿Queréis perfume? El Señor ha dicho «Lávate la cara con perfume cuando hagas penitencias».
      —No, muchas gracias, ahorita no estamos haciendo penitencias.
      Nos alejamos apurados de la chica Chanel.
      —¡Coño no íbamos al cajero automático?
      —Sí.
      —Entonces tenemos que devolvernos.
      —¿Y la vieja loca?
      Estaba distraída, mercadeando la fragancia entre un grupo de adolescentes parados en la puerta de un edificio.
      Al pasar escuchamos:
      —¿Y de qué marca es?
      —¿El Señor?
      —No, el perfume.
      Y nos llegó el tufo de otra venta engañosa.
    
      En el cajero nada, no había dinero para nosotros, seguíamos siendo pobres. Pues nada, mañana no nos queda más que ir a los museos de Montjuic, gratuitos el primer domingo de cada mes.
    
      —Aquesta és una…
      —¡¿?!
      —Dic, que aquesta és una…
      —(¿Y a éste qué le pasa?)
      —Ah, perdón…  es que a mí me cuesta hablar español, se me hace complicado.
      —¿?
      —Os decía que éste es un entierro humano, muy antiguo.
      —Ya…  claro.
      —Sí.
    
      Pasamos al escaparate siguiente, tratando de escapar del vigilante.
      En el escaparate estaban los huesos de un tipo en una olla de cerámica.
      —Y a éstos los enterraban en estos trastos de barro —el vigilante, desde atrás, persiguiéndonos.
      —No se me hubiera ocurrido.
      —Le abren ese hueco para que se pueda ver.
      —¿Sí?
      —¡Pues claro!
      —Sí, porque, si no, no se vería nada, ¿verdad?
      —Sí sí, por eso le abren el hueco…  originalmente no era así.
      —Qué bien.
      —Así podéis ver que adentro hay un esqueleto.
      —Ya…  también podrían haber puesto un cartelito diciendo que adentró está el esqueleto de un tipo, ¿no?
      —¿Cómo?
      —Que podrían poner un cartelito que diga «Aquí adentro hay un muerto».
      —Pues no, porque lo interesante es que los visitantes puedan mirarlo, así es como gusta.
      —Es verdad, pero…  ¿y no deberían enterrar a este tipo en un cementerio, como a todo el mundo?
      —¡Hombre no! Esta gente no era cristiana.
      —¿No?
      —Todo esto fue mucho antes de Cristo.
      —Uhm…  y ahora, a los que no son cristianos, ¿dónde los entierran?
      —Pues no sé, los queman.
      —Claro, o los meten en estas ollas de barro.
      —Eso.
      —Para que en el futuro los pongan en los museos.
      —¿?…  puede ser.
      —Porque si no…  ¿qué carajo van a enseñar los museos del año 3000? ¿Anuncios publicitarios?
    
      Hartos del vigilante nos largamos del Museo de Arqueología. Supongo que, como nadie visitaba el sitio, el tipo se aburría y la pagaba fastidiando con sus visitas guiadas a los pobres ingenuos que aparecían por allí, un par de veces al año. De todos modos, el caso era bastante exótico, porque en Barcelona nadie habla con nadie, así porque sí, sin excusa. El vigilante era un residuo franquista, supongo, de cuando los agentes de seguridad eran personal ordinario del museo y no mercenarios contratados a través de empresas externas; arqueología pura.
    
      Para ver un museo serio, moderno, con vigilantes malpagados por una empresa de seguridad contratada con chanchullos por la dirección, nos enfilamos a la Fundación Miró.
      Cuando llegamos, la entrada estaba atragantada de franceses. Mejor esperar hasta la hora del almuerzo, cuando el edificio estuviera digiriendo a los gabachos.
    
      Subir, subir, seguir subiendo entre jardines bien cuidados, escaleras, un caracol en las escaleras, escaleras de caracol, subir, subir, llegar al Vivero Municipal de Barcelona, donde tuve la idea de sugerirle a Antonia que comenzara una colección de piñas de pino. Antonia recogió tantas piñas de pino como bolsillos había…  en mi ropa, porque en la suya no entraban.
      Me convertí, así, en el hombre piña, que era una especie de gilipollas con protuberancias en todo el cuerpo, incapaz de calentarse las manos, porque donde metía los dedos una piña lo mordía. El hombre piña tampoco se podía sentar, porque tenía piñas hasta en el culo, literalmente.
      El hombre piña le preguntó a Antonia si quería llegar hasta el castillo de Montjuic, a ver qué carajo hay adentro. El hombre piña, Antonia y su caracol (recogido en las escaleras de), subieron, subieron, carretera, subieron, siguieron subiendo, hasta llegar al castillo de Montjuic, que escondía un museo militar.
    
      Desde el castillo, una de las mejores vistas de Barcelona, para la dictadura, que dejó un cañón señalando a la catedral y otro a la Sagrada Familia.
    
      En ese momento el caracol decidió salir de su concha y Antonia dejó de llevar un trocito de naturaleza viva entre los dedos para sostener, en cambio, a un bicho asqueroso…  corrió con el hombre piña alrededor del castillo buscando un sitio donde poner esto qué asco.
    
      En la entrada del Museo Militar un cartel con las firmas de los reyes de España calzando los escudos de los condes de Barcelona y, bajando las escaleras, la estatua ecuestre del menos ecuestre de los reyes de España, el Generalísimo F. F., promotor insigne de la hermandad opusa y la cofradía etarra.
      Cientos de soldaditos de plomo desfilaban en varias salas las etapas de la decadencia militar española. En una foto aparecía Alfonso XIII preparando la última parte de la colección, con los caballitos, los cañoncitos, las bombitas, los atentaditos, los muertitos, etc.
      De allí pasaron a la exposición de armas blancas más grande de la historia del hombre piña: sables, espadas, espadines, floretes, hachas, chuzos, puñales, navajas, machetes, dagas, cuchillos, culos de botella. El hombre piña, amante de estas vainas, y de lo que implicaban, prefirió salir del museo para volver otro día, sin Antonia, que ya estaba preguntando a qué hora vamos a la Fundación Miró.
    
      Salieron, bajaron, bajaron, escaleras, asfalto, bajaron, subieron un poco, y encontraron a la Fundación Miró en plena digestión.
      Aquí no valía el domingo gratuito, pero Antonia y el hombre piña pagaron la entrada (contra la voluntad de la primera y por la insistencia del segundo) y entraron a ver las espaldas de los visitantes expuestas sobre una colección que, en vez de mostrar que Dios no es un santo, La juventud ilustrada, Esto no es una pipa y El imperio de la luz, exhibía:
    
      Desnudo subiendo las escaleras. Un tipo casi gigante acompañado por un gay locuaz empeñado en demostrar que en la Fundación Miró se puede estar como en la playa nudista de La Marbella. La pareja no había ido a ver la exposición, sino a exponerse ella misma a las miradas curiosas de la gente que se divierte con las locas, siempre que no sean de la familia.
  
      Yo lo vi. Una organizadora de meriendas tupperware se acercaba al título, simulaba leer, se alejaba tres pasos, ponía mueca de entendida en arte versión suya, encuadraba la cámara barata, y disparaba con flash. Todo el gesto en menos de tres segundos.
    
      Mujeres detenidas frente a una pared de excrementos. Un par de señoritas con cara de caminar habitualmente la Rambla, no de paseo:
      —Oye mira qué curioso éste.
      —Y sí niña se parece al aparato de Yony…
      —¡Ay mira que tú si eres! ¿Lo tiene así?
      —Tú los sabes mejor que yo mi amor.
      —Quejéso, qué dice tú.
      —¡Ah pues mijita! ¿Te va a ser la que no se lo viste aquer día que lo dejé solo a lo dos en la playa?
      —Mi amor, que yo no tuve nada con Yony ese día, yo no tengo eso gustos.
      —Sí mijita me vas a cortar con ese cuchillito e cartón, ¿ah?
      —Pero mi amor si yo a lo hombres ajenos lo respetos.
      —No seas zorra mijita que el Yony me lo contó todo.
      —Mentira.
      —Sí mijita.
      —El perro ese…
      —Paquetú veas, así es…
    
      Al salir, el hombre piña dijo que en el 91, cuando estuvo en la Fundación por primera vez, había tantas mierdas de Miró que, si no te interesaba de verdad el tipo, acababas aturdido, cansado y bostezando…  ahora es otra cosa: de Miró no queda casi nada y, en cambio, las salas están llenas de pintores pendejos e instalaciones absurdas. La Fundación Miró cambia por ti.
    
      Cuando salimos ya era de noche, por el invierno. Bajamos por la carretera para no atravesar los jardines oscuros (paranoia sudaca), y darme tiempo a pensar en la forma de seguir esta novela, porque ahora, con los viejos de abajo jodiendo en un hospital de la seguridad social, y no en Castillejos 252, el hombre piercing se ha quedado sin oficio.
      Para seguir con el thriller debo encontrarle nuevas víctimas al hombre piercing. ¿Contra quién la puede emprender?, ¿contra Antonia?, ¿contra mí mismo?, ¿contra las putas del Raval? Porque en esta novela ya no hay más personajes, sólo el hombre piña, que acabo de inventarme, y que nada más aporta las piñas que lleva en el culo. Para convertirlo en una víctima interesante tendría que darle consistencia, suponer, por ejemplo, que el tipo es la antítesis del hombre piercing, algo así como yo mismo si fuera bienpensante, miope, culé, anodino, convergente, catalanista y solidario al estilo local, apadrinando a un negrito de una ONG, pero opuesto a la apertura de nuevas mezquitas y a la homologación de títulos universitarios extranjeros.
      Eso, el hombre piña es lo que sería cualquier ser vivo adaptado perfectamente al medio ambiente barcelonés, ¿qué mejor víctima para el hombre piercing?
    
      El hombre piercing descubrió rápido la manera de atormentar al hombre piña: le consiguió un trabajo: convencer a dueños de locales pequeños para que ofrezcan altas gratuitas de telefonía de una compañía nueva en un mercado que sólo ha necesitado varios meses para sembrar el terror entre los vejetes que ocupan la ciudad. Los indígenas no quieren oír de las telefónicas, unos porque no se enteran de nada (ya les cuesta bastante usar el papel de váter), y los otros porque piensan que «todas son iguales, unas ladronas». Vale, disculpe.
    
      La compañía para la que el hombre piña iba a trabajar tenía dos socios: R., un conocido de Antonia que había venido de V. para hacerse multimillonario. Y E., que era mi jefe inmediato, y también quería ser multimillonario.
      E. tenía dos locales comerciales y una mujer muy fea, pero risueña. La mujer se reía porque su familia, que sí era multimillonaria, le dio a E. (nacido sin pasta pero con ambición) el dinero para convertirse en el joven empresario emprendedor que es ahora.
    
      Antes de salir a vender en la calle, E. tenía que enseñarme los trucos del oficio. E. me convertiría en un vendedor «eficaz» y yo pondría mi granito de arena para que él y R. fueran multimillonarios. La conversión tendría lugar en el depósito y sede principal de los negocios de E., en Terrassa, a una hora, en tren, de Barcelona.
    
      El primer día le dije a Antonia que me despertara (a esa hora, más o menos, ella salía a tocar en la Rambla con el cuarteto de una ecuatoriana que merece un libro completo, una mujer semianalfabeta que sostenía un emporio diversificado, iba de la música callejera al tráfico de cocaína, pasando por el subarrendamiento de literas a inmigrantes ilegales y la satisfacción de todas las necesidades básicas de esos inquilinos que lo llenaban todo con sus literas, incluso el dormitorio ecuatoriano, que Antonia alguna vez vio de refilón). Me limpié los dientes, los ojos, me vestí, y se me hizo tarde.
      Para escapar de mi destino comercial me encontré con el hombre piña en la estación de Provença. Lo seguí por los pasillos inmóviles de gente que llegaban a los Ferrocarriles de la Generalitat. El hombre piña entró por los torniquetes de plancha. Yo, que no tenía pasaje, tuve que pararme en la máquina automática. Había una cola larga, solté un «estoy apurado» y empujé a una señora que acababa de sacar su boleto. Hubo protestas y se acercó un guardia. Me obligó a ir hasta el final de la cola. Por fin, llegué a la pantalla táctil que me preguntó con voz frígida «¿Destinación?». Ni puta idea. Pulsé el boleto más barato. Corrí hasta el torniquete, atropellé a una mujer joven que me miró como a un sudaquita de mierda. Traspasé la barrera. Bajé unas escaleras que llevaban a dos andenes contrapuestos. Por instinto, cogí a mi derecha. Bajé las escaleras a saltos, atropellé a una niña vestida de colegio. Llegué al anden jadeando, avancé atento. El hombre piña no estaba. Un cartel me dijo «Dirección Plaza Cataluña». Me había equivocado. A codazos, avancé entre la gente que venía en dirección contraria, aunque correcta. Subí unas escaleras y, después de bajar otras, llegué al anden de los trenes que salían de Barcelona. El hombre piña no estaba, se había ido. O quizá no había venido, quizá porque, total, en realidad no existe.
    
      Como no había asiento en el andén de espera y yo quería sentarme, me dediqué a rozar con mi paquete a una ancianita sentada en el extremo de un banco. La abuelita primero intentó arrimarse, después me miró feo, y acabó dejando el sitio. Me senté, tranquilo, a leer. Al rato apareció el hombre piña, apuradito, encorbatadito, parado justo frente a mí. Pasó un tren. El hombre piña no subió. Pasó otro, el hombre piña tampoco. Al tercero, el hombre piña sí. Subí con él, y adentro encontré a la ancianita del banco, que otra vez tenía asiento aunque el tren iba lleno. Me acerqué y antes de empezar con lo del paquete ya teníamos asiento. Abrimos el libro y estuvimos leyendo un rato, pero cerca de  Sant Cugat entró el revisor. Mi pasaje barato sólo llegaba hasta la última estación de Barcelona; a partir de allí, multa. Tuve que levantarme con cara de baño y largarme al vagón vecino, y luego al otro, y después al otro. En San Cugat dejé el tren, pero el hombre piña siguió su camino.
    
      Al día siguiente, para no ir a Terrassa, decidí esperar en la estación el regreso del hombre piña. Como no sabía a qué hora iba a volver, supuse que tenía todo el día por delante.
      Compré un zumo de naranja en la máquina de refrescos y lo dejé chorrear en el banco, estética orine. Conseguí que nadie quisiera compartir el sitio conmigo y pude sentarme a leer en paz.
      Al rato, me vinieron ganas de mear. En la estación no había baños, y si salía, perdía mi boleto. Escalofríos, contracciones, y pensamientos poco resultones de «mente sana domina esfínteres» hasta que me levanté, esperé la llegada de un tren, salté un escalón alto en el extremo del andén que daba al culo del tren, caminé unos pasos por el túnel oscuro, me arrimé a la pared, me saqué el pito, que me explotó líquido y caliente mojándome los dedos, y después me vino el placer como de orgasmo de orinar cuando uno se está reventando. Me distraje con el ir y venir de las ratas color gato de noche, gos que fuig.
      De regreso, leí en la pared: «No al Mundo, otra Guerra es posible», y para meterle algo de misterio a la novela escuché que me llegaba un mensaje al teléfono móvil:
    
      vino policia buscante.q pasa?
    
    
    
    

    
    
    
    
      EL INCIDENTE DE LA VENTANA
      (FIGUERES. CADAQUÉS)
    
    
    
    
    
      Era la segunda visita de la policía. En la primera sólo hablaron con la conserje que, cuando me preguntó qué quería la policía, le dije «rutina para la nacionalización» y me creyó, la conserje, porque, todo hay que decirlo, es un poco tonta del culo.
    
      Pero en esta segunda visita la policía encontró a Antonia en el 4-3, y en sus manos quedó la citación.
      —Debe haber sido la carta.
      —¿Qué carta?
      —La que escribí burlándome de los viejos de abajo.
      —¡Ves! Yo te dije que era mejor ponerle pegaloca en la cerradura.
      —Ya…
      —Es que esa manía tuya de andar escribiendo, no sé cómo se te ocurre.
      —Yo tampoco.
      —Ya no vuelvas a estar escribiendo y mandando nada, ¿okay?
      —Bueno.
      —Porque no ganas nada con eso…
      —Es verdad.
      —Y mira más bien para lo que te sirve.
      —Claro.
      —Y ahora, ¿qué vas a hacer?
      — No sé, ¿qué te dijeron los policías?
      —Me preguntaron si trabajabas los fines de semana, les dije que no, y me dijeron que vendrían el sábado.
      —Entonces el sábado nos vamos de paseo.
      —¿Qué? ¿Estás loco?
      —Así se cansan de buscarme.
      —¿Tú dices?
      —Claro, ¿tú crees que la policía va a perder el tiempo por la denuncia de unos viejos cutres medio locos?
      —(… )
      —La policía estará hasta el culo de denuncias de viejos cutres medio locos. ¿Tú sabes cuántos viejos viven en esta ciudad?
      —(… )
      —Casi dos millones. ¿Y sabes cuántos de esos viejos están idos de la olla, con Alzheimer o locura senil?
      —(… )
      —Casi todos… . toda la ciudad es un criadero de viejos medio locos…  seguro que la policía se cansa, y mientras yo no vuelva a hacer nada lo dejan así…
      —¿Tú dices?
      —Seguro.
    
      Convencí a Antonia para enconcharnos en Cadaqués.
      El sábado, a las siete de la madrugada, estábamos en Sants Estació pidiendo dos billetes para Cadaqués, ida y vuelta. Hasta allí no llega el tren, en Figueres tenéis que subir al autobús que os lleva, no no sé el horario de los autobuses pero allá os informarán, que no lo sé y tampoco tengo tiempo para averiguarlo, ¿no veis que hay gente esperando?, ¿creéis que sois los únicos?, ¿vale?, ¿queréis los boletos a Figueres sí o no?
      —Bueno, sí, ni modo.
    
      Bajamos al andén número no me acuerdo, nos sentamos, y abrimos la Guía Michelín buscando los horarios de los autobuses que iban de Figueres a Cadaqués. Buscaba en el índice con el índice cuando un individuo llegó, se paró a mi lado, usó medio minuto para poner el culo en el banco de rejillas metálicas, nos miró, lo miramos, y pensamos «Vaya tripa que carga este pobre carajo debe estar flotando en el quinto coño», «¿Sí, verdad?».
      Intenté regresar a la guía pero el sujeto se adelantó encontrando en su nariz una bolita de moco que comenzó a girar entre su índice y mis horarios. Descrucé las piernas para evitar que la bolita de moco llegara rodando, por la guía, hasta Cadaqués, y me aparté del individuo arrastrando las nalgas un poquito, como para no parecer descortés, aunque el elemento, en ese estado, no podía saber lo que era la mala educación, o sí, porque se volteó a mirarme con su cara y su moco. Tenía la cabeza tamaño tobo, arsenal generoso de bolitas de moco. Acné y los ojos desenfocados y la boca medio abierta y sudor y la bolita de moco dando vueltas y más vueltas…  Me levanté, me senté del otro lado de Antonia, que no entendió mi movimiento hasta que vio el girar de la bolita de moco.
    
      Después de varios kilómetros de vueltas de moco llegó el tren, plástico, como un vehículo del futuro en las películas de los años setenta. Dentro del tren sonaba el himno a la amistad y al honor militar fabricado por el gran cabeza de pipote, el músico sordo, el del pelo revuelto, el ancestro del tipo de la bolita de moco.
      —Esta vaina sólo la encuentras en Europa.
      —¿Qué? ¿Qué cosa? —Antonia.
      —Esto de tener a un tipo drogado al lado dándole vueltas a una bolita de moco y después subirte a un tren donde está sonando Beethoven…  esto sólo pasa en Europa.
    
      Los picos nevados de los Pirineos entraban por las ventanas del tren cuando un indigente llegó preguntando:
      —¿Me das dinero?
      —¿Qué?
      —¿Me das dinero?
      —¿Para qué?
      —Para comer.
      —¿Para comer qué?
      —Pues…  cualquier cosa…  no sé…  para comer algo.
      —Bueno, cuando sepas qué vas a comer te doy el dinero.
      —Para comer…  uvas…  eso, uvas.
      —Vale, ¿cuánto cuestan las uvas?
      —Pues…  no sé…  cien pesetas.
      —¿Una uva o muchas uvas?
      —Pues…  muchas.
      —¿Cuántas?
      —Vale…  déjalo ya…  mejor anda a que te jodan pol culo maricón…
      —¿A que me jodan?
      —Sí, a que te jodan…  ¡Capullo!
      —¿A que me joda quién?
      Se fue. No le gustaron mis preguntas.
      Detrás del indigente salieron los bosques y las lagunas y los paisajes invernales y comenzaron a llegar algunos pueblos inútiles; uno de ellos, para nosotros el último, Figueres.
    
      La Michelín dice que el PIB de Figueres se genera con la actividad industrial, el comercio y, principalmente, con el turismo (por el mausoleo Dalí). En realidad, el PIB de Figueres lo producen los contrahechos que duermen en las clínicas psiquiátricas y los geriátricos que dan vida a la ciudad. Entre todos, cada día montan una feria viva de excentricidades dalineanas.
      En la estación de trenes cogimos un panfleto con esta información:
      
       Palas y versos, cabezas largas y pinturas,
       Juegos de perdices y recién nacidos muertos,
       Gruñidos de burdel, grandes culos como grutas.
       Bostezo atrás y creencia delante.
       ¿Quién ha visto antes un cuerpo semejante?
      
       Vientre hinchado, alegre de comer,
       Pierna de vaca y jamón de pierna,
       Culo de pájaro, gruesa rodilla de elefante,
       ¿Quién ha visto antes un cuerpo semejante?
      
       Largos pies planos de uñas mudas,
       Largos y planos cabellos peinados,
       Por largas mulas de talones que cruzan la calle bostezando,
       ¿Quién ha visto antes un cuerpo similar?
      
       De horror, quieren tus miembros temblar,
       Con tu huida, un pollo pareces,
       Tus dos brazos son bastones,
       Tus uñas, de perro, y  tus largas manos, se han enmohecido,
       Por eso ¿Quién ha visto antes un cuerpo parecido?
      
       Bien sugieres un chivito,
       Barba larga, diente saliente,
       ¿Que tienes la cresta aguada, dices?
       ¿Quién, que tenga ojos, no puede verlo?
       ¿Y quién, que tenga ojos, no puede ver?
       Te tapas, como el pelícano,
       Pero tu piel negra lo dice:
       Estás hecho para ser comido.
       Si no, ¿por qué nadie ha visto antes un cuerpo parecido?
      
      Después de caminar un buen rato llegamos a la ca(s/t/c)a(t/c/t)umba de Dalí. No pienso comentar el museo. Si quieren saber lo que hay adentro tendrán que pagar, como nosotros, las entradas más caras de la historia. A joderse.
    
      ¡Yo quiero sexo, fúbol, y rocanrol…  sexo, fúbol, y rocanrol…  sexo, fúbol, y rocanrol… !, iba gritando un cantautor excitado que se ganaba la vida timando con sus casetes a los chóferes de buses de la ruta Figueres - Cadaqués, obligando a los usuarios a chuparse la música más fea del planeta antes de llegar al lugar más hermoso del mundo, según Dalí, y quizá sí, si no hubiera turistas…  pero para los gringos con sombreros mexicanos comprados en La Rambla se ha montado el laberinto de calles de piedra entre paredes siempre blancas, las flores, los mosaicos, los detalles de herrería, los azulejos, las rocas en los muros, las escaleras de pizarra y la voz del reloj de sol en la iglesia que, dogmático, sostiene equivocado: Yo sin sol no funciono, tú sin fe, tampoco.
      El mar azul segúnlaluzdeldía; la playa rocosa; los barcos pesqueros arrinconados por los veleros deportivos, unidos a las casas grandes al otro lado del pueblo.
    
      —Deberíamos venirnos a vivir aquí —dije, pensando en mi crédito de estudios y en la policía.
      Una flauta con guitarra nos atrajo bossanovamente a un bar donde comencé a meterle vodka a mi sangre.
      Con tristeza, acabó la música justo antes que mi copa y salimos a la calle para encontrar un colmado, comprar una botella de vino afrutado, por error, porque de los vinos dulces sólo me gusta el moscatel.
    
      Después nos fuimos al «otro lado», el de las casas grandes y el palacio puntiagudo con el 1864 en la fachada y el hombre cerrando la puerta por donde salió el coche de uno de los herederos que llegó hace un par de horas para saber cómo está todo; ellos vienen en julio o agosto, el resto del año sólo se pasan algún fin de semana y, si no, está vacío; yo vivo en el pueblo y cada día le doy una vuelta al palacio para limpiarlo y cuidar el jardín; sí, unos franceses quisieron comprarlo para montar un casino o algo así pero los herederos dijeron que no; no sé bien qué hacen no sé si es un banco o algo así son cinco los que vienen, sí cada uno tiene un área en el palacio y hay habitaciones comunes y otras para los huéspedes, sí muy bello por dentro también, bueno hasta luego que la paséis bien.
      Cuando nos fuimos del «otro lado» tenía el palacio vacío en la cabeza.
    
      Después de comer llevé a Antonia, como por azar, al Café de la Habana, donde una francesa mantenía el aire caribeño del sitio usando fotos de Hemingway y una botella de vodka de la que bebí lo suficiente como para ponerme a hablar en francés, de París, de cine, y de la muerte de Alfonsina [?].
      —¿De quién?
      —De Alfonsina.
      —¿Y ella quién es?
      —Una poeta.
      —¿Buena?
      —Sí… No sé… Supongo que sí.
      —¿No la has leído?
      —No…  pero debe ser buena…  si no ¿para qué iba a matarse?
      —Ah…  claro.
      —¿Por qué no le pides al argentino de la guitarra que toque «Ojalá» de Silvio Rodríguez?
      —¿Y por qué yo?
      —Porque eres mujer y eres bonita y a mí no me va a parar bolas.
      Antonia fue y el argentino, como era argentino, aunque Antonia era mujer y era bonita, tampoco a ella le paró bolas.
      Un poco más de vodka me hizo salir a bailar con Antonia en el medio del sitio, sudacamente, interrumpiendo la visión de la gente sentada para escuchar, y ahora no ver, al cantautor.
      Huimos aterrados cuando una pareja de turistas norteamericanos nos fotografió pensando quizá que éramos parte del espectáculo «folclórico» del sitio caribeño. Guiris de mierda.
    
      Afuera, me senté en un muro bajo el que estallaba contra las rocas, a unos cinco metros, el mar, y Antonia, asustada, me cogió del brazo pidiéndome que no me sentara allí.
      Como iba borracho no le tenía miedo a la altura y, en vez de bajarme, pasé las piernas sobre el muro colgándolas del aire.
      —Tengo que decirte algo…
      Antonia, celópata, dejó de sostenerme y se preparó a empujarme.
      —¿Sabes por qué me está buscando la policía?
      Antonia, celópata, se relajó y volvió a sostenerme.
      —Por la carta que escribiste metiéndote con los viejos de abajo, ¿no?
      —No, es por el abogado…  yo maté al abogado.
      —¿Qué?
      —El abogado del desahucio…  ¿no te acuerdas?
      —No sé de qué me estás hablando.
      —En el desahucio donde habían escrito mi pesadilla…
      —Estás borracho.
      —Llegó un abogado y me hizo firmarle un cheque sin fondos.
      —¿Vas a empezar otra vez con esa historia? Ya la conozco ya la leí.
      —El tipo me estaba extorsionando…  tuve que darle unos golpes, pero se me fue la mano… bueno, a mí no, al hombre piercing.
      —(… )
      —Creo que está muerto, en el Parque de la Ciutadella.
      —¿Por qué no cambias de tema?
    
      —¡Hola Mediterráneo, qué hay!
      —¿Qué estás haciendo?
      —Saludando al Mediterráneo…  ¡Hola Mediterráneo! —y bajé la calle quitándome los zapatos, a tropezones.
      —¿Te vas a meter?
      —No, me voy a mojar con el Mediterráneo.
      —Pero, ¿tú estás loco? ¿Con este frío?
      —No está frío…  ¡Hola Mediterráneo!
      Y el Mediterráneo mojó mis pies alcohólicos que no sentían ni las piedras ni el frío, y mojó mi cabeza y mi cámara y Antonia, sin entrar, trataba de sacarme del agua porque sabía que borracho no es gente pero
    
      En este punto regresa Alfonsina del mar para bifurcar la novela.
    
      Por un lado, una narración falsa, que me alejaría del Mediterráneo dejándome llevar hasta el hotel donde una Antonia protectora me habría hecho subir las escaleras, me hubiera ayudado a quitarme la ropa, a vomitar, a meterme en la ducha, y a acostarme inconsciente por borracho.
    
      Según esa ficción me habría levantado al día siguiente víctima de la resaca, del ratón y de la perseguidora, y quizá hubiera pasado un rato esperando el bus a Figueres acostado sobre un muro, pidiéndole a Antonia por favor no hables tan fuerte que me duele la cabeza.
      Seguramente habríamos comido en la rambla principal de Figueres
      —¿El plato de calamares es grande o pequeño? —podría haber preguntado Antonia.
      —Pues normal, esto es un menú, los platos no son grandes, si queréis un plato grande tenéis que pedir la carta, ¿vale? —el mesero.
      —Coño, qué amabilidad —es posible que hubiera escapado del cerco de mis dientes.
    
      Quizá, para distraerme, habría inventado para Antonia una historia a partir de un hipotético trío de viandantes formado por un tipo de pantalones rosados, otro de cabellos azules, y un niño de doce años caminando entre los dos.
      Suponiendo que, en la escuela, la maestra diría:
      —…y eso es lo que vamos a preparar para el día de las madres, ¿estáis todos de acuerdo?
      —¡Maestra! ¿y qué pasa si uno no tiene madre?
      —¿Si alguien no tiene madre?
      —Sí.
      —Pues…  ¡entonces ese niño le hace el regalo a su yaya! (sonrisas)…  a menos que la abuelita también (fuera sonrisas)…
      —¡Maestra! ¿Y qué pasa si la madre de uno es un gay?
      —¡¿Cómo?!
      —Eso, que mi mamá es un marica.
      —¿Cómo vas a decir eso? ¡No hables así de tu padre!
      —¡Pero maestra, es la verdad, mi mamá es un mariquita!
      —A ver, si tu padre te pega, denúncialo a la policía, pero por favor, no hables así nunca de él.
      —No no no…  no estoy hablando de mi padre…  mi padre es otro marica, pero mi madre, su novio, es más marica que él, yo se lo veo.
      —¿Cómo?
      —Mi mamá lleva el pelo azul y aunque dice que es novio de mi papi, yo sé que se ve con otro, uno que también es peluquero.
      —¿No me digas que tú eres hijo del…  del joven ese que lleva el pelo azul y trabaja en la peluquería?
      —Pues sí que lo digo.
      —Entonces…  pues…  sí que tienes razón.
      —Claro maestra…  yo digo que el toro es macho sólo cuando le tengo los cojones cogidos con los dientes.
      —Vale, ya veo…  bueno…  este…  niños…  ¿hay alguien que se encuentre en la misma situación que él?
      —¡Sí maestra yo! ¡Mi papá también es gay!
      —¿Sí? Qué bien…  y, ¿tu mamá qué dice de eso?
      —Mami no lo sabe.
      —Eso está muy bien…  y tú chiquilla, ¿qué nos quieres contar?
      —Pues que yo…  este…  que yo sé que…
      —¡Habla, que te queremos oír!
      —Que yo…  yo sé…  que…  nada.
      —¡Pero dilo!
      —¡A usted! ¡Que yo sé que usted está follando con el chaval que trabaja en el bar!
      —Pero pero…  eso, eso no es verdad. Yo estoy felizmente casada y no…
      —¡Que sí maestra y se lo puedo probar!
      —¡¿Que lo puedes probar dices?!…  ¿Y cómo?
      —Pues muy fácil…  porque ese chaval se lo ha contado a mi padre y parece que también a todo el pueblo, dice que usted tiene exceso de… ¿lubricante, es que se dice?, cuando folla. ¿Me cree, ahora?
      Y entonces quizá Antonia se habría reído, olvidándose del tamaño de los calamares, y frente a nosotros habría podido pasar la comida; el mesero con la cuenta; el Museo del Juguete, con su Torre Eiffel de mecanos; el cochecito de latón hecho en Alemania, 1944; los disfraces para niños, uno de sacerdote, con un juego completo de cilicios y correas autoflagelantes, de plástico amarillo y rojo; la mayor colección de muñecas de todo el universo, según el propio museo; y una ventanita, en un pasillo final, con una variante de la muerte de cada visitante o, por lo menos, con una variante de mi muerte, la que debería de haber puesto inmediatamente a continuación en lo que tendría que ser este libro, así:
    
       A mediodía Luis José llamó para anunciarme la inauguración de su apartamento. Con Antonia, lo pasé buscando a su casa, la de su familia. Luego la licorería y el apartamento para comenzar a tomar y a esperar a la gente, porque sin muebles, no hay nada que arreglar. Vodka con Gatorade compré para beber. Para probar, porque nunca había mezclado las dos cosas. Ponemos música. Hablamos parados y recostados de una escalera metálica que trajo Luis José para los focos. Salimos al balcón. Cuatro pisos más abajo está el estacionamiento, hecho de cemento y carros. Suena el teléfono. Luis José dice que va a salir a buscar a Antonieta. De pinga nos vemos ahora. Sale.
       Me acerco a Antonia y le lamo la oreja. «Ay», como quejándose jugando. Me agarra la pierna. Le agarro el culito. Redondo. Muy bueno el culito de Antonia. Mete la lengua dentro de mi boca. Nos manoseamos. «Pasado», me dice. «Vamos a estrenarle el apartamento a Luis José». «¡Qué pasado!». «¡Joder hay que estrenárselo!». «Bueno». En la tarde lo había ayudado a subir el colchón y la cama. Y así, había que cobrarle. Tiro el colchón al suelo. Tiro a Antonia al colchón. Me tiro a mí mismo sobre Antonia. Volvemos a besarnos. Me voy hasta su cierre. Le desabrocho la correa. Le abro el pantalón. Le quito los zapatos. Le saco los pantalones. Las pantaletas. Me ocupo en besarla abajo, en el clítoris, como se tiene que hacer para que ella en particular se venga, acariciándole los pezones al mismo ritmo, porque si no, no se viene. Se viene. Me desabrocho el pantalón. Lo bajo con el bóxer hasta las rodillas. Subo la cara hasta la de ella. La beso. La penetro suave, y me muevo como tengo que moverme para venirnos rápido, porque no tenemos mucho tiempo. Acabo cuando siento que ella también. Nos abrazamos un momento. Nos besamos. Me levanto sonando y agarrándome de las paredes burlándome de mi mareo. Llego hasta el baño. Al lado. Me lavo. Me subo los pantalones. Le digo te amo. Y me voy a buscar un cigarrillo. Ella entra al baño cuando enciendo el cigarrillo y comienzo a fumar. Me sirvo otro vodka. Queda fuerte, joder. Antonia sale y nos vamos al balcón. Le digo que «los cerros del frente son de sexo macho. Por las líneas». Me dice que «sí». Una patrulla sube por una calle que llega hasta la mitad del cerro. «Los hijos de puta están buscando a ver si consiguen a alguien tirando, qué cabrones policías del coño». Ella «No dejan a la gente tirar tranquila». Me acuerdo del colchón. Lo subo y lo arreglo como supongo que estaba antes. Vuelvo.
       El timbre. Los primeros invitados. Un amigo pintor y su esposa. No recuerdo de qué hablamos. Nada. Luis José y Antonieta llegan. Después, los demás invitados y la fiesta. Montón de tonterías como las que se hablan en todas las fiestas. Le digo a una amiga que le cambió la mirada, que parece no pararle a nada, ahora. Ella me dice que sí. Y sigo hablando pendejadas parecidas. Algunas veces hablo tanto que me da pena ajena conmigo mismo. El alcohol, supongo. Sigue la fiesta. Me siento en el murito de cemento del balcón. Antonia se asusta y me agarra. Me dice que me baje, que me puedo caer. Un amigo dice que se va a cagar de la risa si me caigo. Me quedo sentado, por supuesto, y comento que debe de ser divertido pasearse por las vigas que salen del edificio. Porque el edificio tiene las columnas afuera, y unas vigas que lo unen a ellas. Un arquitecto díscolo. La fiesta sigue y en mi cabeza el paseo por las vigas. Al lado el terreno vacío, huele a monte. Porque la zona todavía está poco urbanizada.
       Me siento a hablar con Antonieta. Mi novia pone cara de me estoy ladillando. Se va. Quedo solo con Antonieta. Pasan más de tres horas. En algún momento, con el alcohol, le digo que sé que alguna vez pudimos empezar algo, lástima que no haya sido. Me levanto. Acaricio el cabello de Antonieta. Me alejo para no besarla. Voy a servirme vodka y ella me dice que ya viene, que va al baño.
       Me asomo al balcón, y aprovechando que no hay nadie cerca dejo el trago en el murito y paso la pierna por arriba, poniendo la punta del pie detrás, sobre la viga. Saco la otra pierna con cuidado y paso el peso a los pies, parándome en la viga. Termino de empujarme y suelto las manos. Coño, estoy en la viga y siento la brisa del monte en el cuello. Veo abajo y me mareo. Está un carro nuevo rojo. El puesto vecino está vacío. Respiro fuerte. Doy media vuelta. La suela de las botas suena en el concreto. Estoy en el aire, parado en la viga, con los brazos abiertos. Al frente está la columna. Doy dos pasos y llego. Siento como si las montañas me estuvieran viendo, esperando mi caída. Me abrazo a la columna y descanso. El concreto pegado a mi cara. Está fría la columna. Cierro los ojos. Negro. Los vuelvo a abrir. Paso el pie a la viga que está paralela al edificio y perpendicular a la mía. Suelto la columna. Siento vértigo. Miro al frente, a la columna, y trato de calmarme. Doy media vuelta. La otra columna está un poco lejos. Son cuatro o cinco pasos, más o menos. El monte. La ventana abierta a dos metros. La luz del bombillo del apartamento. El cielo nublado. Los cerros. Joder. Respiro. Suelto el aire por la boca. Abajo tengo el carro rojo y el puesto vacío. Y los cerros y las nubes y está pegando fresco y estaría bien caerse como un pendejo ahorita. Cierro los ojos. Comienzo a agacharme para sentarme. El vodka me tiene mareado. El equilibrio se me va. Abro los ojos y el aire. Y una ventana y la pared y otra ventana y el suelo y el carro y el suelo y no sé si grito o no. La mierda
       Abajo la mierda, la cabeza rebotándome del cemento. No dolió. Se partió, creo. Lo que se parte no duele. El cuerpo no quiso moverse más.
       Un escalofrío raro. Como estar metido en hielo sin helarse. Después más nada, no sentir más el frío ni nada, ni respirar ni un carajo. No sentir nada, más bien. Es como estar en un sitio acordándote de otro. No se puede explicar. Estás pero como que no. Sientes que vas. O que llegas. Pero sin moverte. Tampoco es que adonde vas venga a buscarte. Es como un estado especial, nada más. Como cuando se te acerca y se te aleja la pared mientras te estás durmiendo. Pero no da miedo. No da nada. Terminas llegando. Hay algo que no es una luz aunque parece. Es una no oscuridad, más bien. Si piensas que lo otro era oscuro porque no era nada. Y la cabeza funcionando, rápido, o eso cree uno, con lucidez. Una lucidez jodida, sin dudas. Sintiendo que todo lo que se te pasa por la cabeza es verdad. Es molesto, raro, saber que todo lo que te viene es exactamente como se te viene. Pero no son pensamientos, ni frases, son como intuiciones, como cuando, en la ruleta, sabes qué va a salir, y lo sabes, y no hay forma de equivocarse. Y así toda la mierda, por racimos. Todo viniendo por racimos, o por ráfagas, de iluminaciones. Al principio parece divertido, pero al final molesta. Te quita todo, te empequeñece, y te agranda, te aclara, te responde, y te confunde, al mismo tiempo. Todo agarra su sitio y es importante y no importa un carajo, porque son tus vainas y de más nadie y de verdad que no valen nada, para ti solamente, y sientes que es como si no importara nada un carajo. Algo así, más o menos. Al final, todo esto es algo así.
    
      También habría visto el tren de regreso a Barcelona; y la vuelta a Castillejos 252 4-3, sin más visitas policiales; mis clases de doctorado y el conservatorio del Bruc, para Antonia; el trabajo como promotor de telefonía alternativa, hasta la llegada del crédito de estudios; la celebración de la llegada del dinero con un viaje a Egipto, acompañados por un buen amigo de V., y después de Egipto, París y el Loire; las muchas salidas con un grupo de buenos amigos músicos indígenas, y la pista 4 de la Molina; el comienzo del segundo año del doctorado; y en diciembre, el viaje a Praga; la visita de los padres de Antonia, en primavera; el viaje a Estambul y Alemania, en verano; los días con un buen amigo escritor de V., que llegó a España de vacaciones, y su novia explicándonos el renacemento de Ampuria Brava, donde todo está encementado; el viaje a Niaux y a los castillos cátaros; la tesina del doctorado, sobre el desarrollo económico griego, y el viaje a Grecia, con la excusa de la tesina; las fiestas en la casa de otro buen amigo indígena, cantante e hijo de una pareja de consagrados músicos antiguos que se las arreglan para ser siempre actualidad musical; la visita de mi madre y mi tía, y el paseo por el sur de Francia; el primer regreso a V., a supervisar la ruina revolucionaria; la maestría de cooperación al desarrollo; el matrimonio del otro miembro de la escuela de V. en el sur de Italia, y el tour de ley; el curso de corrección editorial y la novela timada; el viaje a Benín, un mes en la aldea y dos semanas entre los pescadores de tiburones, y decir, como Kennedy, «Yo soy beninés»; las idas y venidas de los padres de Antonia; el voluntariado en Interpón; el fin del crédito de estudios; el mes y medio en Senegal, con la excusa del trabajo final de la maestría de cooperación, de la que salió el cuento que tendría que haber hecho aparecer entre los anexos de este libro; la traducción de la biografía de Bach y los tres mil euros que me timó Sergio el Águila, en nombre de Batmanbook; las treinta postulaciones a puestos de trabajo en Interpón, y sólo una entrevista, para un puesto temporal en unos campos de refugiados a los que nunca fui, porque no me escogieron, porque preferían tenerme como voluntario eterno (Interpón trabaja para que las personas tengan una vida digna, pero no aquí, sino en el tercer mundo); el segundo viaje a V., para arreglar el pago del crédito de estudios; el trabajo de tres días en el Museo Picasso; la muerte del padre de Antonia; la segunda visita de mi madre y de mi tía, con paseo por Andalucía; el boom laboral de Antonia; la fundación del Bar Sí No, y la mudanza de Castillejos 252 a Bruc 129; el viaje a la India, y después, por las diarreas sangrientas, la operación de hemorroides al volver a Barcelona, y el intento de reconversión a copy publicitario para acabar transformado, definitivamente, en el hombre piña…
    
      Por otro lado, la verdadera historia de la novela, la que explica:
    
    
    
    

    
    
    
    
      LA ÚLTIMA NOCHE
      (LA COSTA BRAVA)
    
    
    
    
    
      Cómo el protagonista (que soy yo, o el hombre piercing, o el hombre piña, o quien sea… a estas alturas da lo mismo) entró al mar, porque borracho no es gente, escuchando cada vez más lejos los gritos de su mujer, y sintiendo en el cogote las miradas de los giris que se acercaban a ver quién es el demente que se está bañando con este frío, ha de estar drogado seguramente.
      El tipo, el protagonista de esta historia, nadó y nadó hasta que se cansó, como el lobo de la fábula, y para descansar se cogió de la cuerda del ancla de un velero, donde estuvo un rato temblando, antes de regresar, no por donde vino, sino por donde están las casas grandes, que parece más cerca.
      Después de nadar y nadar, como el lobo de la fábula, con el agua salada enfriándole los dientes, el tipo creyó convertirse en Alfonsino involuntario, no literario, ahogado por pendejo y por borracho y por no tener dónde aterrizar, la costa de rocas y mar pulverizado.
      Ahogado como un huevón, así habría acabado la novela, si no hubiera visto a la derecha el muelle pequeño, casi cerca, aunque después mierda qué lejos. Llegó como pudo, y se colgó, y después de varios intentos, raspándose los codos consiguió subir, jadeante, tembloroso, guiñapo.
    
      El tipo se levantó mareado, no sé si por el alcohol o por el ejercicio (que ya le venía bien), y con la brisa fría se dio cuenta de que iba en pelotas, y así cómo vas a regresar, pendejo, tienes que buscar algo con qué taparte.
      Siguió la carretera a mano izquierda, vía Cadaqués, caminando despacio porque las piedritas se clavan en los pies, hijas de puta. Un coche bip-bip y «¡Qué guapo te ves así mi amor!» y ya no recuerdo qué más gritaron los mamones del carro, han de estar drogados seguramente.
      Así en pelotas no puedes seguir por la carretera, encuentra un paño o alguna vaina para taparte, que te van a llevar preso.
      El tipo subió por las calles oscuras de las casas grandes buscando ropa colgada y, en una esquina, casi una casualidad, se le apareció el palacio 1864, «ellos vienen en julio y agosto, el resto del año está vacío». Por borracho o por sudaca, el personaje saltó la reja, atravesó el patio, subió a un árbol, llegó a un balcón, empujó la puerta, y entró al palacio, a una habitación con cama matrimonial y cubrecamas mullido, caliente, de puta madre, te quedaste dormido.
    
      Al día siguiente la resaca y, ¿dónde coño estoy? ¿Y ahora qué? Vístete y lárgate, antes de que venga alguien. De un closet sacaste una camisa blaugrana de Rivaldo, unos shorts que seguramente también eran de, y unas sandalias que me quedaban grandes porque no eran de mi categoría (nunca me gastaría pasta en unas sandalias plásticas de marca cara, por más garabatitos que les pongan a los lados).
      Las puertas de abajo estaban cerradas. Por eso el tipo salió saltando el balcón, para hacer lo mismo con la reja del patio, y echar a correr porque unos vecinos estaban lavando el coche y lo vieron y «Corre a cridar a la policia Jaume! Corre ràpid que es va!».
    
      El protagonista de esta historia corrió y corrió, como el cerdito del cuento, hasta que salió de Cadaqués atravesando unos olivares jadeantes, detenidos sobre las terrazas de piedra que cortaban una loma.
      Y fue en los olivos, como el profeta, que inspirado quién sabe por qué dios decidí mandar a la mierda a la policía, al trabajo, a los viejos de abajo, a Castillejos 252, y a la vida que llevaba, en forma genérica.
    
      Y supongo que aquí, en este punto, llegamos al clímax de la novela.
      ¿De verdad el tipo que escribe esta vaina se volvió Robison Crusoe?
    
      Hace unos años mi mujer, que en esa época era mi novia, me dijo que su madre, con un librito mío entre las manos, le preguntó para qué sirve ponerse a leer las cosas que se le ocurren a alguien, qué se gana con eso. Es la crítica más cojonuda que he escuchado contra la literatura. ¿Qué importa si el protagonista de esta guía se vuelve anacoreta, surfista, o se lanza por un despeñadero? ¿Qué sacas, de todos modos? ¿Aprendes algo? ¿Crees que leer te enfrenta a la vida, a las ideas de otra persona, y que eso siempre enriquece? ¿Entonces los libros están para saber qué piensa quién sabe quién que vivió quién sabe cuándo en quién sabe dónde? ¿Así que los libros son mejores cuando son auténticos, quizá autobiográficos? ¿No sería preferible leer confesiones, entrevistas, o relatos de viaje, en vez de perder el tiempo con la ficción? ¿O es justo al revés, y el libro es bueno cuando el autor te convence escribiendo cosas de las que no tienen, ni tú ni él, puta idea?¿Es mejor el libro cuantas más mentiras te cuela? ¿El mejor lector es el más pendejo? Sea cual sea el razonamiento siempre volvemos al principio, ¿para qué sirve leer lo que se le ocurre a un pimpollo equis?
      Supongo que lo importante es llenar el tiempo. Porque, al final, todo es llenar el tiempo. Dejar que corran los minutos, hasta que se acaben. Con más o menos gusto, creyendo, o sin creer, en lo importantes que somos, de alguna forma hay que llenar el tiempo. Filosofía de almanaque, por supuesto, pero funciona.
    
      Por eso da igual lo que escriba ahora. Supongo que, haga lo que haga, debo hacer algo mínimamente divertido (a estas alturas de la civilización sólo eso importa, lo único imperdonable es aburrir). Historias con acción, eso hay que contar, que parezcan películas de Hollywood. Por eso vamos a sacar al personaje de la carretera, para que no lo coja la policía y la novela acabe en la cárcel, que eso sí sería una mierda, la novela presa.
      Después vamos a llevarlo por el camino de la playa, saltando de roca en roca, atravesando, de vez en cuando, los boquetes abiertos en las paredes de unos paisajes sacados de los cuadros de Dalí.
      Hagamos que recoja un par de botellas plásticas con tapa, alambre, bolsas, una toalla, una sábana, unas pantaletas de vieja, un juego de ajedrez roto, una camisa manga larga color amarillo pollito, y nada más, para que la novela no se ponga pesada enumerando cosas.
      A media tarde llevémoslo a una prision touristique, esos campamentos que construyen para los giris, con un cerco que esconde habitaciones, discotecas, restaurantes, cines y ventas de aguardiente, y como nuestro personaje tiene hambre pero no dinero, preparémosle una comida con los restos de un container que hemos hecho poner junto a una pizzería, haciéndole dar el primer gran paso en su nueva vida de homeless, que ya toca, ¿no? Más adelante, en una estación de servicio, vamos a llenar sus botellas plásticas con agua y hagamos que deje, a cambio, una gran cagada en el baño.
      Otra vez llevémoslo a caminar por la playa, y al final de la tarde inventemos una cala pequeña donde está abandonada una casita de pescadores. Dejemos que duerma allí, el personaje.
    
      El martes hagamos que el personaje explore los alrededores, que encuentre hibernando un conjunto de casas de verano, y en una toma de agua del jardín volvamos a llenar sus botellas plásticas. En la tarde regresará a la prison touristique para comer.
    
      El miércoles, para divertirnos un poco, convirtamos al personaje en ladrón, obligándolo a entrar en una de las casas veraniegas para que se robe dos cañas de pescar, con varios juegos de anzuelos; una mascarilla de submarinismo; una lata de pirulines; unas chapaletas, una sombrilla; unos zapatos talla 44; tres mecheros; una navaja multiuso barata, una Playboy y un ejemplar de La Caca de los Espíritus.
    
      El jueves quizá es mejor obviarlo, porque el personaje ha estado todo el día pescando. Sacó, al final de la tarde, un par de sardinas, que acabó tirando porque no encontró manera de comérselas. Se acabó la lata de pirulines, por eso.
    
      El viernes, para olvidar el aburrimiento del día anterior, regresemos con nuestro personaje a las casas de verano y veamos cómo se roba una sartén, aceite, sal, y un par de mecheros. Después, supongamos que la casa está rodeada, helicópteros, perros policías, francotiradores, etc. Y a pesar de toda esto nuestro personaje, como Bonny el de Clyde, acaba escapándose. Acción por un tubo.
    
      De todos modos, durante los días siguientes nuestro héroe volvió a las casas veraniegas, de donde sacó cantidad de vainas para llevárselas a su chabola (mantequilla, arroz, pasta, una colchoneta, una radio, baterías para la radio, cuchillos, gasolina, tijeras, algo de dinero, español y alemán, ropa, unas sandalias de peluche, etc.). Cada vez que salía de la casa estaba el operativo esperándolo, rodeando la casa, helicópteros, perros policías, francotiradores, etc. Y siempre acababa escapándose como Bonny el de Clyde. Acción por muchos tubos.
    
      A pesar de la acción y los tubos nuestro personaje pasaba el día en paz, cascándosela, paseando, pescando, el clásico dolce fare niente… pero tanta paz es dañina para la novela, por eso nuestro personaje tenía paranoia de la policía, creía que vendrían a desahuciarlo, y se le ocurrió que era mejor dejar el sitio donde vivía como si no viviera nadie, pasando el día en una cala escondida a un par de kilómetros, donde construyó una esterilla de hojas secas, un techo, y unos palos para colgar al sol el pescado salado. Había agua dulce no muy lejos, en unos cultivos irrigados, y baño en cualquier parte, porque se había traído la estructura de aluminio de lo que alguna vez fue una silla en la que se sentaba a cagar; el papel de váter era el agua de mar.
    
      El tipo descubrió un poblado ibérico en un pequeño acantilado. Aunque cuando veía a alguien huía, porque la gente molesta.
    
      Físicamente estaba de puta madre, mejor que nunca, no sé si por el pescado, el sol, o el ejercicio. A veces en la noche, sobre todo al principio, sentía un poco de frío, pero como el invierno se iba, ahora dormía corrido, hasta la madrugada. No hay nada mejor para la salud que la vida del ermitaño, de verdad, tenéis que probarlo. A veces extrañaba algunas cosas de la civilización. La música, sobre todo, y los libros (La Caca de los Espíritus sólo sirve para encender el fuego en la noche, nada más), pero es fácil acostumbrarse a pensar poco. De todos modos, siempre había cosas que hacer: coger erizos con ramas afiladas; ponerlos a la braza, con sal; dibujar petroglifos, y otras pendejadas que no vale la pena meter en la novela, para no aburrir.
    
      Siguiendo la tradición del género, nuestro personaje escribió un cuadro haciendo un balance de su situación:
    
    
BUENO
MALO
vivo en una zona aislada, donde no tengo que compartir el espacio
puede que esto no dure siempre, existen las inmobiliarias y la policía
estoy solo, sin contacto humano, una situación ideal
nada impide que los bípedos implumes entren a mi territorio
paso el día desnudo
el clima, a veces, no es lo bastante cálido
no necesito defenderme de nada, porque para el resto del mundo es como si no existiera
no tengo ningún tipo de derecho sobre mí ni sobre mi espacio, si alguien me quiere echar de aquí
no hay ni un alma con quien hablar, no hay que escuchar las pendejadas de nadie
no se folla
    
    
      Con la primavera, además de pescado, se puede comer huevos de ave, pichones asados, y lo que llevan los excursionistas que duermen dejando las mochilas fuera de las tiendas de campaña.
    
      Algunas noches, cuando hacía buen tiempo, se podía dormir bajo el techo de la cala, y así ver la bóveda celeste, las estrellas fugaces, y todas las mierditas que cuelgan en el cielo.
    
      Hasta que una tarde, serían las cuatro, más o menos, apareció una manada de cachorros humanos. Corrieron espantados al verlo, como ocurría siempre, últimamente. En la carrera, por el pánico, uno de los chavales soltó algo que llevaba en la mano. El ajedrez roto. ¡Habían entrado a la casa!
      Corrió como un degenerado, saltó como un animal, deshizo en un momento los dos kilómetros que lo separaban de su casa… ¿Para qué? ¿Para ver cómo se levantaba el humo? ¿Y saber cómo habían quemado su techo? ¿Corrió tanto sólo para ver eso? ¿Para entender que lo habían desahuciado, que ya no tenía hogar, que se había acabado la historia de Robinson Crusoe?
    

    
    
    
    
    
    
      La historia termina con una caminata que va de algún lugar en la Costa Brava hasta Castillejos 252, y un tipo que pide a una conserje, por el interfono, que le abra la puerta, y una conserje que abre, y un tipo que avanza hacia las escaleras, dejando a una conserje aterrada que lo mira medio desnudo, barbado, y el tipo que no se da cuenta y sube un piso, y otro, hasta llegar al cuarto, y acercarse a una puerta, y leer:
    
    
      AVISO DE DESAHUCIO
    
El Tribunal vigésimo octavo de primera instancia en lo mercantil, de acuerdo con el procedimiento establecido en el Decreto Real Número 93—2472862, y después de haber cumplido con los requisitos de ley, ha procedido el día de hoy __________________ a ejecutar el [… ]
    
    
    
    
    
    

    

    
    
    
    
    
    
    
    
    
      LA NARRACIÓN DEL DR. ZUPCIC
    
    
      El doctor en psiquiatría Slavko Zupcic me prometió hace un año escribir un capítulo diagnóstico y conclusivo para este libro. Me lo volvió a prometer hace un mes, cuando vino a Barcelona para arreglar no sé qué de su doctorado. Slavko estuvo en Castillejos 252 algunos días porque le ofrecí el sofá/cama para que se ahorrara el hotel. La noche antes de su regreso a Italia salimos a beber.
      Le propuse a Slavko ir a conocer al hombre piercing y me preguntó qué clase de huevón podía hacerse llamar así. Ocurre que Slavko siempre ha ido de irreverente por la vida, por eso le decíamos negrito de mierda y Slavko Sucio cuando estábamos en V., donde, para hacerse el irreverente, Slavko se dedicaba a publicar cuentos políticamente incorrectos. Por ejemplo, sacó uno en el principal diario del país, un cuento protagonizado por el muñón de la pata de un perro que se veía obligado a sodomizar diariamente a su amo. Éste era el tipo de material que publicaba Slavko, por eso le decíamos negrito de mierda y Slavko Sucio y cosas así. Todo con mucho cariño, siempre.
      En aquella época yo también iba de irreverente por el mundo. Disfrutaba ridiculizando a la gente en fiestas y reuniones; me hacía el gracioso. También publicaba cuentos políticamente incorrectos (he puesto algunos en esta guía, como ejemplos), de manera que, no recuerdo quién, nos bautizó como la Escuela de Valencia.
      Slavko dice que me conoció en la academia de música Echeverría Lozano, la única en la ciudad que otorgaba títulos reconocidos oficialmente. Ambos estudiábamos violín con el profesor Zinkevich. El profesor Zinkevich era un inmigrante alemán, gordo y rojo, que se incrustaba el violín en el cuello con el mismo arte que empleaba para atender en su ferretería de M. El profesor Zinkevich tenía dos métodos pedagógicos. El primero: insultar a los alumnos hasta que abandonaran el estudio del instrumento. Ése fue el método que siguió con Slavko. El segundo: resaltarle al alumno la necesidad de comprar anteojos y de utilizar el pie derecho para marcar el tiempo de la música, que para eso están los pies. Con ese método me formó a mí, durante medio año, porque en las vacaciones anteriores a mi segundo curso murió Zinkevich (afortunadamente, para Slavko) y la escuela oficial de música de la ciudad (la segunda población del país) se quedó sin profesor de violín durante, más o menos, tres años, así que dejé la Echeverría Lozano, siguiendo el ejemplo de Slavko, que está seguro de haberme conocido allí.
       Yo recuerdo haber conocido a Slavko varios años después, cuando consiguió cierto renombre después de ganar un premio literario casi importante con un libro que escribió antes de ser políticamente incorrecto. Sabía de él porque estudiaba medicina con una amiga de mi hermana, una iluminada que formaba parte de un grupo de «carismáticos». Los «carismáticos» eran una secta admitida por el catolicismo oficial que decían tener el don de lengua y el poder de curación por imposición de manos, además de otras milagrosas sintomatologías.
      A partir de entonces Slavko y yo, la Escuela de Valencia en pleno, hemos mantenido una larga, fructífera y curiosa amistad que cumple ya más de diez años. Los frutos de la amistad son los siguientes: Slavko impulsó mi trayectoria literaria en V. proponiéndome en encuentros de escritores y dejándome información sobre los concursos literarios; y yo le he redactado documentos jurídicos ahorrándole los gastos de abogado, le he prestado el sofá/cama, ahorrándole el hotel, y le he prometido tramitar el pago de las matrículas y otros menesteres relacionados con su grado de doctor, ahorrándole el viaje.
      Justamente hablábamos de su doctorado cuando entramos al bar donde nos tendría que esperar el hombre piercing, sentado detrás de una mesa de preescolar, las que llenan el antro este. Slavko gesticulaba con su característica euforia esquizoide mientras yo pedía y pagaba las tres cervezas, soltaba un «no importa, la próxima ronda la pagas tú» tras el simulacro de mano en monedero de Slavko, y caminamos a la mesa del hombre piercing.
      Slavko preguntó «¿es aquí  donde nos estaba esperando tu amigo?», «sí, es aquí, es él», y Slavko, con su irreverencia clásica (patológica e infantil), comenzó a preguntarle al espejo «¿Cómo está doctor Zupcic? ¿Cómo le va en Italia? ¿Y su señora, está bien su señora?» etc. Me senté sin atender la tontería y Slavko puso el culo en su silla después de ver, por el espejo, que sus gracias no daban risa.
      Entonces Slavko soltó que estaba a punto de regresar a V. para comenzar una especialización de psiquiatría en la Universidad Central de V. Le pregunté si estaba loco, si pensaba irse justo ahora, cuando iba a comenzar una huelga general, se radicalizaba el clima político, y la violencia era cada vez mayor.
      —Tranquilo poeta, que no va a pasar nada.
      Le comenté que yo prefería quedarme viendo quién ganaba la guerra civil por televisión, como el Mundial de Fútbol, y que seguramente la familia de Juliana, en Italia, pensaría lo mismo (lo de ver la guerra y el fútbol por televisión), y de eso nos reíamos cuando, por el rabillo del ojo, alcancé a ver una sombra gris que, efectivamente, era la figura del profesor Mujica.
      —¡¿Quién?!
      —El profesor Mujica, el director del Montessori, acaba de meterse por allí, detrás del baño.
      —Y, ¿cómo va a estar el director de tu colegio en un barcito inmundo de Barcelona?
      —No sé, pero estoy seguro de que se metió por allí atrás.
      —¿A ver? —se levantó, dio dos pasos, y volvió diciendo— poeta, allí lo único que hay es una puerta que dice «No pase»…  además, ese carajo ya debe estar más que muerto.
      —Estoy seguro de que era él.
      —¿De qué veníamos hablando antes de tu alucinación?
      —Estabas diciendo que ibas a dejar tu vida perfecta en la costa amalfitana para devolverte al cojeculo criollo.
      —¡Ah claro el regreso! Pues sí poeta, como le decía, hacer la especialización de psiquiatría en Italia es demasiado complicado, necesitas contactos con la cosa nostra, como mínimo…
      Y, mientras Slavko hablaba, yo me miraba la palma de la mano. La izquierda. Detallando la línea de la vida, al mismo tiempo corta y cortada. Siempre me ha jodido que esté hecha de dos trocitos, uno grueso y otro delgado, mi línea de la vida.
      —¡¿Coño me estás oyendo?!
      —Sí sí claro sigue, me estabas diciendo que lo de V.
      —Eso, me dejas tu curriculum y yo se lo entrego a William Tareg, si tengo oportunidad, se lo doy, seguramente él conoce a alguien que te pueda ubicar, y como parece que está cambiando el perfil de la Cancillería…
      —¡Vanessa Lugo!
      —¿Cómo?
      —Vanessa Lugo…  acaba de pasar mi primera novia por allí, por donde se metió el profesor Mujica.
      —¡Pero bueno poeta usted ya está borracho? ¿Dónde está el Bam-Bam que bebía el doble que todos los demás juntos y seguía como si nada?
      —Se metió por allí, estoy seguro.
      —Yo no me voy a parar otra vez, poeta, si quieres sales y vas a averiguar tú mismo, yo te espero todo lo que quieras…  y aprovechas de traerte dos cervezas cuando regreses.
      Y me di cuenta de que estaba inmóvil. Tenía la mano estática, como los pies. Muévete mano, y la mano tan tranquila, exhibiendo descarada su línea de la vida. Mientras tanto, la imagen de Slavko iba y venía como si lo estuvieran meciendo en una cuna. «Este tipo te quiere robar los riñones lárgate de aquí», me dijo la voz del hombre piercing.
      Por fin logré levantarme de la silla y salí trastabillando entre las mesas. Desde las mesas, la gente miraba como si tuviera monos en la cara. Y es que, efectivamente, la gente tenía monos en la cara, en todo el cuerpo: el género humano es tan macaco, aunque la poesía, los refrigeradores, los cascabeles, las vacunas, los condones, las modelos de moda y los viajes a la Luna…
      En ese momento descubrí que la conexión con la realidad dura, como máximo, dos segundos: el tiempo que tarda la percepción en verbalizarse; porque una vez verbalizada, la realidad se va al carajo, transformándose en sombra, ficción, en sueño.
      Por eso, mientras pasaba entre las mesas, la gente con más de dos segundos de edad bajaba hasta el suelo y a cuatro patas ladraba hasta toser. Por eso, prefería no voltear, para no ver a la gente convertida en perros, aunque oía los ladridos.
      Pasé el cartelito que decía «no pase» y llegué a un cuarto sin iluminación donde, un par de segundos después, me di cuenta de que había estado tratando de mover una palanca metálica. Por lo menos, eso me parece que estuve haciendo.
      Tres compañeras del liceo me abrazaron, riéndose y preguntándose qué harían sus novios si las vieran así, mientras yo, como distraído, les acariciaba las nalgas bajo las faldas azules de tela gruesa.
      —Aquí no puedes estar —repitió la chica de la barra.
      —Vale vale… no pase no pasa nada no paso…  y el baño ¿dónde está?…  ¿donde está el baño?…  ¿me vendes tres cervezas?
       Me encontré, más de dos segundos después, con unas jarras de orina burbujeante.
      —¿Y Vanessa?
      —¿Qué?
      —¿Dónde está Vanessa?
      —¿Qué Vanessa?
      —Vanessa Lugo…  ¿dónde está?
      —Poeta deja ya a la pobre muchacha, ¿no le ves la cara? La tienes mareada…  pobrecita…
      —Vanessa…  ¿dónde esta Vanessa?…
      —¿Poeta usted se siente bien? ¿No quieres que regresemos a tu casa?
      —No no…  bien…  no paso…  no pase…  no pasa nada…  ¿y el baño?
      —Está aquí al lado —entré al baño mientras la chica de la barra le decía a Slavko — yo creo que tu amigo se metió algo fuerte, llévatelo de aquí.
      —¡Pero si él nunca se droga!
      En el baño garabateaba mi cara en el espejo espejito espejito ¿quién es aquí el más bonito? Tú huevón, no hay más nadie…
      —Poeta, ¿nos vamos a otro sitio? —y allí estaba el tipo que quería sacarme los riñones…  me paralicé, dos segundos, antes de preguntarme qué coño estaba haciendo con Slavko en el baño de un bareto…
      —Mira Slavko yo la verdad es que no quiero…
      —¿No quieres qué?, poeta.
      —Yo no soy gay.
      —Y yo tampoco poeta pero vámonos de aquí, antes de que nos echen.
      —¿Quién nos echa?
      —La chica de la barra está cabreada, dice que vas drogado, y que si te quieres drogar te vayas a una disco.
      —¿Vanessa Lugo?
      —¡Pero qué Vanessa Lugo! ¡Vámonos poeta, para que te comas algo!
      —Slavko, ¿qué edad tiene la gente cuando se muere?
      —¡¿Cómo?!
      —Si tú tienes noventa años, y estás senil, y ya no sirves para nada…
      —¿Sí?
      —Entonces te mueres…  ¿se supone que el alma inmortal es la de ese viejo de mierda?
      —No sé poeta.
      —Si toda tu vida has sido un tipo feliz, y te pasan algunas cosas malas…  no sé, te quedas sin trabajo, te violan…  y empiezas a ver las vainas de otra forma, negras, deprimentes, y entonces te mueres…  ¿te vas al Hades, eternamente, como un infeliz de mierda?
      —Yo no sé poeta.
      —Porque la otra opción es que el espíritu se vaya al más allá como la persona cuando estaba en sus máximas facultades.
      —Poeta, ¿usted se metió algo?
      —Pero entonces tienes que saber cuándo estás en la plenitud de tus facultades…  y eso es imposible.
      —¿Seguimos hablando afuera?
      —¿Tú qué piensas?
      —Que mejor salimos y nos comemos un shawarma.
      —¿Sabes qué creo yo?
      —No, dime.
      —Que no tenemos identidad, que cada vez que nos despertamos somos alguien diferente.
      —Seguramente poeta, pero, ¿por qué no me lo explicas comiendo shawarma?
      —Lo que pasa es que está la memoria, y entonces nos montamos unas referencias…  creemos que estamos reflejados en la gente, los sitios, para reconocernos…  son como marcas…  ¿no te parece?
      —Claro poeta, como usted diga.
      —Pero si pierdes las marcas.
      —¿No te despides de la amiga de la barra?
      —¿Ah?
      —Dile adiós a nuestra amiga…  eso…  déu.
      —¿Y a dónde vamos?
      —Tranquilo poeta, confía en mí.
      —Pero, ¿a dónde vamos?
      —(… )
      —¿Por qué no vamos a la calle Escudellers, que está llena de shawarmas?
      —(… )
      —¿A dónde vamos?
      —(… )
      —(… )
      Caminamos entre las paredes descascaradas y oscuras, arqueológicas, del Barrio Gótico. Slavko empujó una puerta pequeña que se abrió a un espacio negro y dijo:
      —Entra.
      —Pero…
      —¡Entra!
      Trozos de bicicletas y algunos trastos raros llevaban a unas escaleras más estrechas y oscuras que los callejones. Slavko iba detrás. De haber podido, hubiera saltado hasta la calle.
      —Es aquí —y Slavko hundió un botón que soltó un chillido feo, mientras cogía del brazo al hombre piña. No mucho tiempo después se abrió la puerta.
      —¿Por fin llegaron? Los estábamos esperando…
      —¡Coño, cuánto han tardado! —soltó alguien, adentro.
      El hombre piña pudo reconocer al jardinero alcohólico de su liceo cuando pasó junto al hombre que había abierto la puerta. Slavko lo saludó como si toda la vida. El hombre piña entendió de golpe que éste tipo no era el jardinero, sino todos ustedes, las personas que vemos y olvidamos, que no existen…
      —Están adentro, pasen pasen…
      Una mesa cuadrada sostenía el juego. Las cartas del Tarot: El Carro, el Ermitaño, la Estrella, El mago, descubiertas en la madera. El hombre piña fijó los ojos en el suelo, no quería ver a los jugadores.
      —¿Qué le parece poeta? ¿No quiere echar una partida?
      El hombre piercing sintió las miradas, levantó la cabeza, y respondió:
      —Sí, ¿por qué no? —y encontró las expresiones de sorpresa repetidas en una misma cara, puesta sobre cuerpos diferentes, uno más gordo, otro mejor vestido.
      —Siéntate.
      El hombre piercing ocupó la única silla vacía y levantó las cartas que estaban al frente; eran trozos de vidrios, de espejos.
      —¿Cómo es el juego?
      Lo miraron inmóviles. Slavko se acercó y puso frente a él las fotografías tamaño carné que usaban como fichas.
      —Tome poeta, éstas son las fichas…  a ver cuánto aguanta.
      Es incómodo verte rodeado por tres tipos que tienen tu misma cara, pero el hombre piercing levantó una foto suya a la edad de trece años y la puso sobre la mesa.
      —Si mi papá no hubiera tenido problemas de adaptación social yo sería hoy otra vaina.
      —Si tu viejo no hubiera sido como era tú tampoco serías quien eres, cara de culo —soltó el Armando Luigi de la derecha.
      —Eso es obvio, ¿no? —el de la izquierda.
      —¿Y quién hubieras sido, entonces? —preguntó mi papá, que estaba sentado al frente.
      —Tú estás muerto.
      —Poeta, en este mundo nadie se muere —Slavko.
      —Nadie se muere —el de la derecha.
      —Nada es lo que crees, huevón —el de la izquierda.
      —¿Estoy muerto? —al frente.
      —(… )
      —Todo es un montaje, desde que aprendes a hablar, ¿no lo sabías?—izquierda.
      —Sólo hay palabras, es todo lo que hay —derecha.
      —Poeta, ¿te has fijado cómo cambia el espejo? —Slavko.
      —¿Por qué mi papá está allí, si está muerto?
      Y detrás de la frase el Armando Luigi Villanueva quedó inmóvil, como una fotografía.
      —Entonces poeta, ¿falafel o shawarma? El amigo aquí no va a pasar toda la noche esperando que te decidas…  ¿falafel o shawarma?
    
    

    
    
    
    
      EXPLICACIÓN COMPLETA DEL CASO, POR EL DR. NO
    
    
    
    
    
      Nací en 1970, en pleno boom petrolero de un país al norte de América del Sur. Mi papá era profesor universitario y mi mamá daba clases en varios liceos. Crecí con la bonanza económica que duró hasta el inicio de mi adolescencia, en 1983. Recuerdo mi niñez llena de viajes. He escuchado que era un niño tranquilo, que pasaba el día entre mis muchos juguetes, jugando solo.
      Hacia mis nueve años a mi madre se le ocurrió obligarme a salir a jugar con los niños de la calle, preocupada por mi desinterés social. Como los vecinos eran un atajo de hijos de puta, criados entre el nuevorriquismo y el caribeo, fui empujado a uno de los puestos más bajos de la manada, sintiéndome una mierda en ese entorno agresivo y cabrón. Mientras más tiempo pasaba con los colegas más quería estar solo.
      En la escuela era al revés. Tenía amigos y pasaba por ser el listillo de la clase, usaba mi sapiencia para divertir a la peña ridiculizando a los profesores. Además, haber estudiado en el mismo instituto toda la vida me daba algunos privilegios, y los directores conocían a mi papá, que alguna vez dio clases en ese mismo colegio.
      Fue la primera vez que tuve noción de mi duplicidad.
    
      Como mi padre nos había acostumbrado, a mi hermana y a mí, a echarnos en su cama a escucharlo leer antes de irnos a dormir, llegué a la adolescencia con el hábito de la lectura. Esto, en el contexto, era un vicio inmundo. En una sociedad de nuevos ricos la cultura no es sinónimo de buena posición socioeconómica, sino de falta de empuje, de ahuevonamiento, porque lo que triunfa es «el hombre de acción», es decir, el vivo, el pícaro.
    
      El comienzo del bachillerato (pasados los seis años de la primaria) cambió el paisaje humano de mi curso: las tres cuartas partes de los alumnos llegaban nuevos. Como era un colegio prestigioso, muchos niños venían de familias con dinero. Fue la primera vez que noté la importancia de usar ropa de marca, de vivir en una urbanización high, o de llegar a clase en un coche de lujo. Mi familia, por supuesto, se quedaba a medias. Otra vez la jerarquía. Pensé, «a la pirámide social que la mee un perro».
    
      Pero me di cuenta de que le gustaba a las nínfulas, sonrisitas y ojitos, parece que era guapo. Eso me salvó de convertirme en un inadaptado social, sobre todo, teniendo en cuenta mis vicios ocultos culturales. Mi facilidad de ligue le daba cabreo a muchos colegas de mi propio sexo, que a veces me gritaban vainas. Mientras mejor me iba con las colegas peor me iba con ellos. Y entonces pensé, «a los colegas que los mee un perro».
    
      Cuando cumplí quince años el matrimonio de mis padres se fue al carajo. Mi papá tenía una amante, una profesora de la universidad, que no encontró mejor método para disolver los lazos maritales que llamar cada noche, desde las doce hasta las tres de la madrugada, al teléfono que estaba junto a mi cama. No sólo me jodieron las llamadas telefónicas, sino que mi padre, en el ambiente tenso de la casa, me usó como blanco para descargar su estrés. Hasta que se fue de la casa, cuando yo tenía diecisiete años, no paró la sucesión de castigos absurdos y de tensiones injustificadas. En el colegio, que sabían lo que pasaba, aprovechaban cualquier payasada mía, de las que siempre había hecho, para colgarme una citación de representante. Esto sólo servía para empeorar la cosa. Acabé pensando, «a mi padre y a la autoridad que los mee un perro».
    
      En parte como escape, y en parte por el impulso sexual, comencé a tener una vida social exageradamente rica, con fiestas y jaleos de jueves a domingo. Tenía un buen grupo de buenos amigos con los que nos colábamos a las mejores fiestas de la semana y con los que me iba a la playa el domingo. Comencé a habituar los lugares de moda y a intercambiar fluidos con cierta frecuencia. Pero me enamoré como un pendejo de una rebelde que, por mi falta de greñas y de edad, se mantuvo alejada de mis besos. Toda mi sensibilidad exagerada se resintió por la frustración del amor imposible. Y pensé, «al amor platónico que lo mee un perro».
    
      A los dieciocho años, después de desmadrar el carro que me había dejado mi papá, me compré un jeep descapotado, que en el contexto aumentaba mucho mi atractivo sexual.  Una antigua compañera de bachillerato montó un teatro, con su madre como coprotagonista, para hacerme creer que la había embarazado. Mi caballerosidad, que más bien era pendejez, me llevó a firmar un contrato matrimonial sin convivencia anunciada que, a los pocos días, se declaró nulo cuando mi malamada  esposa me comentó que el médico le había dicho esa mañana que no era un feto lo que tenía en la barriga, sino un coágulo. «Sinceramente no te quiero ver más nunca, he pasado los peores días de mi vida», le dije justo antes de que me cruzara la boca con una cachetada. Pensé, «a la caballerosidad que la mee un perro».
    
      Inmediatamente me fui al otro extremo. Conocí en un taller literario de la capital a una española que me llevaba diez años de edad y muchísima experiencia de vida. Nos enrollamos en una relación para mí excepcionalmente didáctica, sexual y sentimentalmente. Contra los pronósticos, nos guardamos fidelidad durante los seis meses que estuvimos juntos. Eso me hizo pensar, «a los compromisos que los mee un perro».
    
      Después me enrollé con otra española, un año mayor que yo y tremendamente inteligente. Pasé un par de años envuelto en su curiosa personalidad. Fue una época de descubrimientos mutuos y de experimentación. Desgraciada(o afortunada)mente, tenía una prima modelo que estaba realmente buena. Me enrollé también con la prima y pensé «a la fidelidad que la mee un perro».
    
      En esa época a mi papá se le ocurrió sufrir un infarto fulminante subiendo una montaña. Con mi parte de la herencia me vine de viaje a Europa tres meses y estuve jugando en la bolsa de valores, en una época de alza que me acostumbró a creer que el dinero venía del cielo. Estaba a mitad de licenciatura, en una universidad tan mierda que ostentaba, como único mérito, la posibilidad de no ir a clases. Por supuesto, pensé, «al esfuerzo, la constancia, la disciplina y al ahorro que los mee un perro».
    
      Entonces me hice novio de una aristócrata de diecisiete años (yo tenía veintiuno), bisnieta de un dictador de la República. Con ella formaría vínculos casi familiares durante los cuatro años que duramos juntos. Sin ningún esfuerzo me vi en la cima de la pirámide social. Las viejas en las fiestas me adulaban, una tía política y sus engendros me envidiaban, el abogado con el que trabajaba como pasante me admiraba. Pensé, «al éxito que lo mee un perro».
    
      Por esa época, gracias a un premio literario nacional casi importante, me publicaron mi primer libro y me convertí en joven promesa del exiguo y poco competido panorama cultural del país. El éxito rápido me convenció de que mi talento se bastaba a sí mismo y desde entonces he creído innecesarias las antesalas, los pasillos, las recomendaciones, los apadrinamientos. De hecho, me convencí de que «a las relaciones públicas que las mee un perro».
    
      El título de abogado me obligó a trabajar, enseñándome que la extorsión, el soborno y el tráfico de influencias tendrían que haber sido las únicas materias del pensum de estudios. No me dio la gana de adaptarme y supe que, en ese contexto, no iba a llegar a ningún lado. Y pensé, «a mi profesión que la mee un perro».
    
      El exceso de formalismos de la aristocracia pueblerina enfrió mi noviazgo y después de un viaje a Nueva York junto a una prima, mi relación aristocrática se fue al carajo. Pasé un periodo chungo que se agravó por una complicación de mi ex novia, a la que ayudé a cambio de una depresión nerviosa para ambos. Tanta represión me hizo pensar, «al juego social que lo mee un perro».
    
      Como creía que vivía no muy lejos del culo del mundo, y estaba seguro de que mi sitio estaba en otra parte, opté por un crédito de estudios en el extranjero que, después de dos intentos, acabé ganando. Entonces me dije, «a mi país que lo mee un perro».
    
      Creo que el resto de la historia ya lo conocen, más o menos, está aquí.
    
      Las meadas de perro me enseñaron que frente a la facilidad para socializar estaba la tendencia a la soledad; frente a los éxitos sociales estaba al desinterés por la vida pública. Frente al gusto de vivir con los demás estaba el disgusto de vivir con ellos. Creo que, en resumen, desarrollé lo que se llama una personalidad psicopática (sociopática, según quién lo diga).
    
      Mientras estuve en V., entre la violencia, la inseguridad personal y jurídica, y la crisis política, social y económica, mi sociopatía parecía dulce y amable. Como mis agresiones gratuitas eran verbales y mi desprecio por los congéneres era una conducta generalizada, pasaba por ser un tipo la mar de elegante. Pero después de casarme, e irme a vivir en una ciudad bienpensante, mi personalidad psicopática tuvo que ser encerrada. La compañía de un buen amigo indígena con una sintomatología similar, que de joven fue caso problema en una familia de concertistas que no paraban en casa, ha servido de alivio, pero no ha sido suficiente.
    
      Para limpiarme del exceso de bienpensantismo local fui escribiendo una serie de correos electrónicos que envié a los amigos de V. En los correos satirizaba mi experiencia de este lado del océano.
      Convertí los correos electrónicos en cuentos experimentales, añadiéndoles notas a pie de página como había aprendido en el doctorado, notas cargadas de sociopatía. El resultado fue un libro atascado.
      Incorporé las notas a pie de página al cuerpo del texto y desaparecí los fragmentos demasiado experimentales para la media del lector local, que rechaza el experimentalismo. La estructura seguía siendo inconexa.
      Por unas agentes literarias supe que debía convertir los cuentos en novela, porque éste es el único género interesante para los editores aborígenes. Por afinidad, aproveché el libro de Stevenson, The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, como esqueleto de mi engendro.
      Se supone que Stevenson me servía para trabajar la duplicidad y los antagonismos entrecruzados de realidad-ficción, vigilia-sueño, presente-pasado, vida diaria-recuerdos, aquí-allá, yo-ellos, etc.
      Pero el libro se volvió barroco, y en muchas partes no fluía. Lo suavicé acentuando la oralidad y eliminando las pretensiones y las pendejadas filosóficas.
      Como la referencia a Stevenson es hermética, y no me gusta el hermetismo, decidí darle a la novela apariencia de guía de la ciudad, divirtiéndome con la idea de engañar y confundir a más de un pendejo, como hice antes con una novela que tenía título de ensayo (La Crisis de la Modernidad).
      Para acentuar la dualidad, el dos por uno, he rescatado cuentos de un libro anterior, escrito en V., que junto a algunos textos escritos en Barcelona tendrían que formar los anexos de esta novela. Unos anexos que, más bien, son un libro aparte de cuentos, incorporados bastante arbitrariamente al cuerpo de la novela en esta última revisión, por sugerencia de un tipo que sabe de literatura mucho más que yo. Así, lo que antes era medio libro de anexo, ahora sólo ocupa unas pocas páginas, éstas que siguen:
    

    
    
    
    
    
    
     ANEXOS (CONTENIDOS EXTRAS)
    
    

    
    
     Programa del concierto (Cuarteto para el final de los tiempos) en el conservatorio del Bruc
     **DISFRAZAR DE PROGRAMA DE CONCIERTOS, NO SÉ, A DOS COLUMNAS O UNA DIAGRAMACIÓN ASÍ**
    

PRIMERA PARTE

EL PUBLICO (aburrido).- ¿A quién le interesa hoy este tipo de chistes?
EL PUBLICO (convencido).- A nadie, evidentemente, la petulancia está fuera de moda…
EL PUBLICO (brillante de ahora en adelante).- … junto con los juegos de palabras…
EL PUBLICO.- … y los sombreros…
EL PUBLICO.- … y la poesía de Víctor Hugo, y las actrices de cine cantando en televisión, y Sartre, y la ropa a cuadros, y Pablo Neruda, y las corbatas de bacterias, y Carlos Marx, y los bastones, y las vanguardias, y el opio, y Juan XXIII, y las máquinas de escribir eléctricas, y la OTAN, y los Best-Sellers de la Guerra Fría, resumen de todo.
EL PUBLICO.- Que la moda de hoy es el SIDA. EL PUBLICO.- Y la muerte feliz.
EL PUBLICO.- Y el suicidio anecdótico.
EL SUICIDA (interrumpiendo, como deseoso de ser escuchado, grandilocuente).- Más que a la Muerte se le debe temer a la Inmortalidad, eso lo digo con toda seguridad, porque:

(Convertido en centro de atención ahora -no hay más- sigue)

Supongamos que el cuerpo muere dejando al alma viva, lógicamente, en el lugar donde estuvo antes: en el cuerpo ahora muerto, encerrado en su cajón de madera, o en su tarroncito de vidrio, o flotando en el mar, o abandonado en una selva, o dentro de una mina, etc.
Al principio, el alma alegre se felicita por no haber muerto, pero…  ¿cuánto tiempo tardará antes de llegar a aburrirse de su inmóvil situación?, ¿no es igual cuando los catalépticos despiertan encerrados y enterraditos también?, ¿hay algo más horrible?, ¿no es mejor, entonces, simplemente morir?
Seamos amables y permitámosle al espíritu vagar por el cementerio.
De nuevo los comienzos agradables, pero…  ¿cuánto tardará en llegar la desesperación?; se pasa el tiempo observando con detalle el sitio: las tumbas, los cadáveres que llegan nuevos, las diversas inscripciones de las lápidas, las voces de los visitantes, las ramas, las hierbas, los insectos y las aves y los ratones y las ratas, el viento, el suave pasar de días y noches, cada uno de los granos de tierra, el movimiento de las nubes, las tumbas, los cadáveres que llegan nuevos, las diversas inscripciones de las lápidas, las voces de los visitantes, las ramas, las hierbas, los insectos y las aves y los ratones y las ratas, el viento, el suave pasar de días y noches, cada uno de los granos de tierra, el movimiento de las nubes, las tumbas, los cadáveres que llegan nuevos, las diversas inscripciones de las lápidas, las voces de los visitantes, las ramas, las hierbas, los insectos y las aves y los ratones y las ratas, el viento, el suave pasar de días y noches, cada uno de los granos de tierra…
Y siendo aún más condescendientes, puede el espíritu conversar con los demás compañeros de mejor vida: le escuchamos preguntar por Aristófanes, pero no hay respuesta, porque éste no conoce el idioma español; aparece un traductor y llaman de nuevo al comediante, quien no responde porque, luego de quinientos años de conversaciones con diferentes compañeros de muerte, descubrió que, no muy al fondo, todos somos iguales: predecibles y fastidiosos; y entonces, callado y aburrido prefiere ahora estar, por no andar conversando y más aburrido aún. ¿Cuánto esperará nuestro espíritu para cansarse también?
Y así, cualquiera de las modalidades escogidas para morir es infinitamente aburrida, porque la eternidad no puede ser de otra forma.
Y esto, sin hablar de otro número infinito de posibles incomodidades, además del hastío.
¿No es mejor, entonces, simplemente morir?

(El SUICIDA hace aparecer un arma de fuego y se dispara en el paladar desprendiéndose el alma, quien comienza a vagar por el teatro. EL PUBLICO se la aparta con los brazos como a malos olores)

EL SACERDOTE (pseudocompasivo).- Que Dios te perdone, pecador.
EL ALMA DEL SUICIDA (a sí misma).- ¡Apúrate! ¡Apúrate!
DIOS (grandioso).- ¿Quién es ese?
CORO (natural).- Un suicida. DIOS.- ¿Qué busca?
CORO.- Los cielos.
LA MANO DE DIOS (extendiéndose).- ¡Hasta allí!
EL ALMA DEL SUICIDA.- ¡Oh mi señor, perdóname por haber practicado tan horrendo crimen! DIOS.- ¿Cuál crimen?
EL ALMA DEL SUICIDA.- El suicidio y, el peor de ellos, el haber querido morir absolutamente, el desear la nada. DIOS (como pensativo).- ¿no existir más?
EL ALMA (bajando la cabeza).- Sí. DIOS.- ¿No quieres morir?
EL ALMA.- No.
DIOS.- ¿Y por qué matarte, entonces?
EL ALMA.- No creía en el cielo de la religión. DIOS.- ¿Cuál religión?
EL ALMA.- La cristiana, única religión verdadera.  
      DIOS (como recordando).- ¿Cristiana?
EL ALMA.- De Jesucristo. DIOS.- ¿Jesucristo?
EL ALMA.- Hijo de Dios. DIOS.- ¿Mío con quién?
EL ALMA.- Con la virgen María. DIOS.- ¿Virgen María?
EL ALMA.- Señora de José, fecundada por el Espíritu Santo.            
      DIOS.- ¿Espíritu Santo?
EL ALMA.- El tercer componente de la Trinidad, con Dios Padre y Dios Hijo.
DIOS.- ¿La Trinidad?
EL ALMA.- ¿Me engañaron? DIOS.- ¿Quiénes?
EL ALMA.- La religión…  esto no se parece a lo que me habían ofrecido. ¿Le puedo preguntar algo?…  ¿está el Ser Supremo verdaderamente feliz?.
DIOS.- ¿Feliz?
EL ALMA.- Satisfecho, complacido, agradado… DIOS.- ¿De qué?
EL ALMA.- De todo. DIOS.- ¿Todo?
EL ALMA.- Todo lo creado. DIOS.- ¿Lo creado?
EL ALMA.- Todo lo que hay. DIOS.- ¿Qué hay?
EL ALMA.- Las montañas, los ríos, los árboles, los peces, los insectos, las iguanas, los pájaros, los animales, los hombres…
DIOS.- ¿Los hombres?
EL ALMA.- Y las mujeres. DIOS.- ¿Dónde?
EL ALMA.- En la tierra. DIOS.- ¿La tierra?
EL ALMA.- El mundo. DIOS.- ¿Cuál mundo?
EL ALMA.- ¿Es Ud. Dios o está haciendo suplencia? DIOS.- ¿Suplencia?
EL ALMA (aparte).- No sabe nada.    
DIOS (aparte también).- nada…  nada…  nada…  ¡NADA!

(DIOS piensa en la nada y el ALMA DEL SUICIDA deja de existir, absolutamente. EL ALMA sale, definitivamente, por supuesto)


SEGUNDA PARTE

MERCURIO VOLANTE CON LA NOTICIA DEL SEGUNDO MOMENTO EN LA VIDA DE GADITANO ANDRÉS EL PEZ: DE CUANDO SE DECIDIÓ A PENSAR

Se juzga más fácilmente de lo que se obra, y muy pocas veces se obra según se ha juzgado.

Quien juzga come poco, pero come bien.

Quien juzga ama mucho, pero por ser pocas las veces que ama, pues ocupa su tiempo en andar juzgando, se juzga poco amado.

Juzga mucho quien bebe poco, aunque el borracho es gran hablador, y por lo tanto, juzga a diestra y siniestra.

El poeta mientras más juzga más destruye de su obra; y si alguna vez juzgara todo y perfectamente, nada de su obra dejaría, pues es la poesía ambiciosa y el ingenio siempre es menor que la ambición.

Juzgó uno: No había nada tan grande para los romanos como el triunfo. Y por querer juzgarse triunfador, el conejo se comió al león.
Dejando sin orden a la selva.

Juzgó uno: No debe ser molesta la novedad que es útil. Y juzgó bien toda novedad, permitiéndose a la cabra parir monos, a quienes la madre educó como ovejas.
Y ésa es la raza humana.

Juzgó uno: Es pues, la patria, cosa saludable. Viejo y tosiendo.
Y muy malamente enfermo muriendo en su casa el ratón, envenenado.

[Fragmentos]
    
    
    

    

    

     Carta repartida entre los vecinos de Castillejos 252, dedicada a los viejos de abajo
    
    
    
    
      28 de noviembre de 1998
    
    
      Con esta carta intento recoger firmas para mejorar una situación que afecta a los vecinos del edificio ubicado en Castillejos 252; sobre todo, a los que vivimos en la parte de atrás del inmueble.
      Expongo la situación: la pareja que vive en el 3º 3ª se complace en informarnos, de viva voz, de sus opiniones y asuntos cotidianos.
Específicamente, el miembro masculino de la pareja enciende el televisor, cada día hacia las nueve de la mañana, y comenta, hasta las dos de la madrugada, en un tono de voz particularmente enérgico, su opinión sobre los personajes que aparecen en la pantalla. Curiosamente, no importa la hora ni el programa, la opinión es bastante uniforme, ronda dos ideas esenciales: 1) Calla puta; 2) Calla cabrón. A pesar de que estas ideas, probablemente, estén plenamente justificadas (no soy quien para contradecir a nadie), a los que no estamos viendo la televisión en ese momento (es decir, en todo momento), nos perturban un poco en nuestro quehacer cotidiano, y durante el verano, por las ventanas abiertas, adelantan nuestro despertar (lo que puede causar problemas, si uno trabaja de noche).
      Con esta carta quisiera pedir a este señor (que, por anciano, no es menos sabio), si por favor pudiera elegir entre alguna de las siguientes opciones:
a) Cambiar el televisor de sitio, para que los gritos no salgan por la ventana;
b) Justificar sus opiniones;
c) Comentar los programas en voz baja y, si es posible, usar el monólogo interior, como acostumbra la mayor parte de la gente.
    
      El miembro femenino de la pareja, a falta de tecnología más adecuada, tiende a emplear el hueco de la escalera o de iluminación para salvar las distancias, con la voz, que la separan de las personas más o menos lejanas. Aunque comparto la idea de que la comunicación, no importa el medio, siempre es buena, también llego a pensar que los mensajes, en algunos casos, sólo atañen a los interesados. Paradójicamente, esta persona es especialmente delicada con los ruidos provenientes del resto de los vecinos. Es la contradictoria naturaleza humana, supongo.
    
      Evidentemente, es una petulancia incómoda utilizar una carta para intentar llamar la atención sobre este tipo de nimiedades, pero los acercamientos personales han resultado, tanto en mi caso como en el de mi mujer, algo incómodos.
      En mi caso, al ver la buena disposición con que, a gritos, pretendían contra argumentar mi petición, abandoné el edificio para dedicarme a oficios más interesantes.
      En el caso de mi mujer, la pareja le comentó que cómo pretendía decir nada sobre los gritos, si ella, durante la mañana, había tenido relaciones sexuales [¿?] (« ¡Estabas follando, zorra!», para no desvirtuar el lenguaje).
      Aunque no me atrevería a discutir la opinión que, con los años, esta pareja ha desarrollado sobre el contacto físico entre las personas, ocurre que nosotros no sentimos vergüenza cuando tenemos relaciones sexuales (consecuencia de nuestra ignorancia y de nuestro bajo nivel cultural, supongo), así que no entendemos por qué una cosa (nuestro intercambio de fluidos) compensa a la otra (la frecuencia, tono, carácter y violencia de sus voces). De verdad que nos gustaría saber qué tiene que ver una cosa con la otra.
      Otro punto que no nos ha quedado claro es la utilización del apelativo «zorra» otorgado a una mujer por practicar el sexo con su marido. Probablemente tiene que ver con el hecho de que, en algún momento histórico, las prostitutas disfrutaban con su trabajo (algo que, personalmente, yo dudo); de todos modos, no es cierto que mi esposa ejerza la prostitución, así que la idea de nuestros vecinos, lamentablemente, es errónea.
    
      De cualquier forma, abro ambas opciones.
      Si estáis dispuestos a firmar para pedir al dueño de la finca que, por favor, solicite una conducta menos llamativa a los habitantes del 3º 3ª, firmad abajo y dejad vuestro número de apartamento:
      _______________________________
    
      Si, por el contrario, deseáis que mi esposa y yo dejemos de practicar el acto sexual, firmad abajo y señalad vuestro número de apartamento:
      _______________________________
    
      Obviamente, también podéis firmar ambas opciones.
      Luego, si no es mucho pedir, depositad la carta firmada en el buzón del 4º 3ª. Disculpad las molestias,
    

    
    
    
    
     La Secta del Anacardo. Folleto promocional de una ONG encontrando en una sala de esperas de un Business Center de Barcelona



I. EL ÁRBOL DE PROBLEMAS

Ocurre que lo que parece ser no es y lo que es desaparece. Ocurre que al llegar sintió La Revelación y entendió que todo estaba trastocado, hasta lo cierto, pues lo aparente sólo era una manera de esconder lo verdadero.
Ocurre, en realidad, que llegó entendido, iluminado, certero. Aunque era su primera visita al trópico supo que esta tierra había estado siempre dentro de él.
La Revelación, cosa sabida, es el único camino válido para llegar al conocimiento verdadero. Lo que entendió, eso que no se ve, es lo siguiente: el Hombre de Davos se había instalado ya, desde hacía tiempo. El hombre de Davos, en realidad, vino hace siglos, quizá milenios. El Hombre de Davos llegó cuando esta tierra estaba poblada por gente que comía fruta, bebía el agua limpia del río, gente de buen vivir, sin lujos ni ostentación. El Hombre de Davos fue fenicio, portugués, francés, inglés…  el Hombre de Davos había sido muchos hombres aunque siempre había sido el mismo: el hombre blanco.
Lo que descubrió, la Revelación, fue lo siguiente: de todos los hombres de Davos posibles se había instalado el más perverso, y sutil por silencioso, el Hombre de Davos norteamericano.
El Hombre de Davos norteamericano actuaba por medio de tentáculos. Esto lo supo, no a través de la Revelación, sino gracias a los sesudos estudios de cooperación al desarrollo que había seguido durante los dos últimos años. Los tentáculos del Hombre de Davos norteamericano, por lo general, no tenían conciencia de sí mismos, eran instrumentos ciegos e inconscientes del mecanismo creado por el Hombre de Davos.
Los tentáculos actuaban movidos por el sistema, como piezas del engranaje. Pero quien conduce la máquina, el Hombre de Davos, permanece oculto porque no es parte de ella.
La Revelación le hizo entender que el Hombre de Davos había logrado adelantar varios tentáculos:
1. los inversionistas,
2. los militares, y
3. los más peligrosos, los cooperantes.

1. Los inversionistas: herederos de la estructura colonial inventada por el Hombre de Davos francés, los inversionistas quisieron apropiarse de la región construyendo grandes hoteles. Con ellos, la población local, los frutófagos, se vieron sometidos a  un proceso de destrucción de autoestima. Los grandes hoteles, edificios-escaparates del Hombre de Davos, empequeñecieron a las viviendas locales, oscurecieron las calles antes iluminadas por los astros, empobrecieron los collares de las mujeres nativas, ensuciaron las ropas de los hombres, desnudaron a los niños…  los hoteles, de acuerdo con lo planificado por el Hombre de Davos, sirvieron como cabezas de puente para la llegada de los turistas. Los turistas (instrumentos eficaces del Hombre de Davos) perforaron, moneda a moneda, caramelo a caramelo, compra de artesanía kitsh tras compra de artesanía kitsh, el alma de los frutófagos. Los niños, que antes pasaban los días jugando entre los árboles de mango, ahora se sentaban a esperar, hora tras hora (el Hombre de Davos francés, concienzudamente, les había enseñado el tiempo pero no les había dado relojes), al autobús de los turistas monedas-caramelos. Los hombres, antes atareados con la pala en los campos de arroz, ahora dejaban pasar los días esperando un trabajo en los hoteles; persiguiendo limosnas: abriendo y cerrando las puertas de los coches turísticos, limpiando los turísticos zapatos, escarbando y recogiendo entre los desperdicios del turismo. Las mujeres, que antes cultivaban el huerto y rodeaban los hogares de la comida, ahora se cortaban los dedos tejiendo cestas y trabajando piezas inverosímiles de madera, fabricadas de acuerdo con el gusto (dudoso) del Hombre de Davos. El dinero que llegaba desde los hoteles y los turistas parecía excusar los precarios y lamentables trabajos, pero las familias, tras el abandono de los campos, se vieron obligadas a comprar lo que antes producían ellas mismas: el Hombre de Davos, que ya lo había previsto, silenciosamente se había adueñado del mercado (por medio de los intermediarios, sus instrumentos eficaces) y fue aumentando, poco a poco, el precio del alimento. Entonces llegó el hambre y hubo quien quiso regresar a la vida anterior, pero los campos, arruinados (por el abandono, la desertificación, la salinización, y el cambio climático, por supuesto), ya no podían sostener a las familias.

2. Los militares: vinieron tras un invento del Hombre de Davos: la rebelión. El Hombre de Davos difundió noticias inciertas, falsedades: que en la región un grupo armado había iniciado un movimiento separatista. El Hombre de Davos había hecho creer que los rebeldes robaban ganado, atacaban pueblos, secuestraban y mataban turistas…  ¿pruebas? El Hombre de Davos siempre las tenía: la llegada de los turistas atrajo a los pequeños delincuentes del Hombre de Davos: criminales menores, habitantes de los cinturones marginales de las ciudades inventadas por el Hombre de Davos. Tras los delincuentes el Hombre de Davos envió a los cuerpos de seguridad (los militares y la policía) que impusieron el toque de queda en la región: los caminos fueron cerrados tras la puesta del sol (algo que nunca antes había ocurrido); los hombres fueron obligados a declarar lo que no sabían, y algunos sufrieron torturas y mutilaciones o desaparecieron (algo que nunca antes había ocurrido); los vecinos cuidaron sus palabras, porque el Hombre de Davos había creado una policía secreta y cada sílaba podía llevar a cabalísticas interpretaciones (algo que nunca antes había ocurrido); finalmente, las escuelas comenzaron a contratar maestros enviados directamente por el Hombre de Davos, y los rasgos característicos de la cultura y la tradición de los frutófagos pasaron a segundo plano, convertidos en restos de una cultura arcaica, atrasada, fracasada (algo que nunca antes había ocurrido). El rey tradicional (un hombre cualquiera, escogido por una de las familias del poblado, rotativamente) fue anulado por un Tribunal de Distrito. El encargado del fetiche (otro hombre cualquiera, escogido por una familia del poblado, rotativamente), silenciado por los misioneros católicos. El jefe de aldea (nombrado de común acuerdo), fue desplazado por el prefecto, quien vino de la capital dentro de una camioneta 4 x 4 último modelo. Y así, el Hombre de Davos rediseñó las instituciones del lugar a su imagen y semejanza, imponiendo una jerarquía piramidal que se diluía a medida que ascendía: primero, en la bruma de las oficinas de la capital de la comarca; más allá, en la oscuridad de los edificios administrativos de la capital de la provincia y, aún más allá, en la lejana y cerrada tiniebla de las construcciones fortificadas de la capital nacional. Nadie, obviamente, conocía el origen y el motivo de las decisiones; nadie podía explicarse las órdenes que la administración (el Hombre de Davos) imponía a los frutófagos.

3.Los cooperantes: el instrumento más ponzoñoso del Hombre de Davos actuaba filtrándose entre la población; se presentaba bajo la apariencia más engañosa creada por el Hombre de Davos: los blancos que venían a adaptarse a la vida local, blancos buenos, amigos, protectores, que luego soltaban el veneno donde hacía más daño: en las esperanzas de los frutófagos. Los cooperantes, los más ciegos tentáculos del Hombre de Davos, creían actuar (con sinceridad) a favor de los frutófagos. Muchos, incluso, se consideraban enemigos del Hombre de Davos (aunque, incautos, trabajaban para él). Entrenados en la institución por excelencia del Hombre de Davos (la Universidad) los cooperantes venían preparados para debilitar la última resistencia de los frutófagos: los deseos. Los cooperantes, actuando «de buena fe», se dedicaban a suplantar a los frutófagos en la elaboración de las expectativas de futuro. Enseñar a los frutófagos qué era lo que debían desear había probado ser un trabajo difícil, y ya antes el Hombre de Davos francés había fracasado en la zona, utilizando a los misioneros cristianos. De hecho, los frutófagos siempre han sido poco dados al cristianismo y últimamente el Islam era aceptado por los frutófagos con una facilidad que los misioneros cristianos envidiaban; éstos se sorprendían, además, por la precariedad de los medios materiales que sostenía la entrada del profeta Mohamed. Pero el Hombre de Davos nunca acepta una derrota (ésta es una de las claves de su poder), y al entender que en el campo de la religión su éxito era más bien fracaso, inventó una nueva fe para trabajar sobre la mente de los frutófagos: la cooperación al desarrollo. La nueva fe nació con la proclamación de un nuevo ídolo, hace ya más de cincuenta años: el Desarrollo. Gracias a este ídolo los frutófagos pasaron automáticamente a ser considerados subdesarrollados y el Hombre de Davos comenzó a imponer modelos de conversión: los planes de desarrollo. La fe del Desarrollo, al igual que el cristianismo y, sobre todo, el judaísmo, se fundamenta en una salvación siempre lejana: los frutófagos, eternamente subdesarrollados, necesitan, para salir de su lamentable estado, la ayuda constante del Hombre de Davos. Pero los frutófagos son torpes (pecadores), y como no siguen rígidamente (son débiles) los consejos (mandamientos) del Hombre de Davos, permanecen hundidos en el más penoso estado de subdesarrollo (el infierno terrenal: la pobreza), y ven alejarse, cada día más, la posibilidad de pasar a ser pueblos desarrollados (entrar al paraíso). De modo que los cooperantes (los nuevos misioneros), armados con esta nueva fe y apoyados por los iconos más poderosos creados por el Hombre de Davos (el bienestar material y la superioridad tecnológica) han comenzado a actuar sobre los frutófagos…
Y he aquí el mandato de La Revelación: había llegado no por azar, sino para detener al Hombre de Davos y, por consiguiente, salvar a los frutófagos.


II. EL ÁRBOL DE OBJETIVOS

La Revelación le había dicho el qué, pero ahora tenía que diseñar, él mismo, el cómo. Había que bloquear al Hombre de Davos y abrir los ojos de los frutófagos, capacitarlos para enfrentar al enemigo y vencerlo. Sus estudios sesudos le habían dado la clave para llegar al objetivo, estaba contenida en una palabra: empoderamiento. Aunque no tenía una idea muy clara de la definición precisa del término, sí tenía cierta noción de lo que significaba: era algo así como dar a las personas (los frutófagos) las herramientas para decidir por sí mismos y ejecutar lo decidido.
Cuando oyó el vocablo en la maestría de cooperación al desarrollo lo encontró atractivamente sonoro: una de estas palabras que sólo se escuchan en los estudios del tercer ciclo. A partir de entonces lo utilizó en las conversaciones con sus amigos, y así, poco a poco, y por escucharse a sí mismo, se fue convirtiendo en un entendido del tema del empoderamiento.
Empoderar a los frutófagos consistía en enseñarles a rechazar al hombre blanco dondequiera que lo encontraran. Pero había un problema, él mismo era un hombre blanco; iluminado, pero hombre blanco igual. Y encontró que este hecho, precisamente, sería el punto final de su proyecto: cuando los frutófagos lo rechazaran a él por hombre blanco, después de haber recibido el adecuado empoderamiento, entonces su trabajo habría acabado: podría sentirse tranquilo por haber cumplido con lo dictado por la Revelación. Quizá entonces recibiría la orden de moverse para repetir el proceso en nuevas tierras, quizá…
Pero su enemigo, el Hombre de Davos, era fuerte y maligno; seguramente, al saber de su labor de empoderamiento, procedería a eliminarlo. Sólo tenía una opción: actuar silenciosa y rápidamente. Esto, desgraciadamente, le impedía asentarse mucho tiempo entre los frutófagos, aprender sus costumbres, su idioma, su cosmovisión, etc. En apenas un par de meses su trabajo tendría que haber terminado y los frutófagos tendrían que ser capaces de rechazar por sí mismos al Hombre de Davos. La rapidez, así, le imponía un conjunto de normas básicas:
1. Desechar a los frutófagos que no acepten rápidamente el empoderamiento
2. Evitar la injerencia de cualquier blanco (pues, por naturaleza, todo blanco es una herramienta del Hombre de Davos)
3. Crear un grupo reducido de frutófagos capaces de reproducir luego la labor de empoderamiento en otras aldeas
Con estos tres principios ya podía comenzar a trabajar.
Su llegada, hay que decirlo, tenía un motivo: realizar un trabajo sobre el terreno bajo las órdenes de un cooperante; el trabajo le serviría para culminar la maestría sesuda de cooperación al desarrollo. El cooperante, antiguo alumno de la maestría sesuda, intentaba, entre otras cosas, ubicar la producción de cincuenta mil anacardos que, como las cincuenta mil vírgenes medievales, nacieron por inspiración de un cristiano iluminado, y ahora no había quien se ocupara del tema.
Su trabajo para la maestría sesuda consistía en cumplir, durante un mes, las órdenes del cooperante blanco. Las órdenes de este blanco consistían en recoger información sobre los antedichos anacardos, no sabía bien para qué, ni le importaba (porque, como ya se ha explicado, la cooperación es parte del plan del Hombre de Davos). Pero sacar fuerzas de la adversidad había sido siempre una de sus virtudes, y entendió que el levantamiento de información le podría servir como excusa para llevar adelante su propio plan: empoderar y formar discípulos capaces de empoderar a otros en la lucha contra el Hombre de Davos.
Tenía que preparar, antes de las entrevistas, las líneas que seguiría el empoderamiento. Pidió un ordenador al cooperante blanco, le fue negado. Pidió ordenadores a los demás cooperantes blancos (había cuatro), le fueron negados (ocurre que a los seis días después de su llegada ya había discutido con todos, y ahora ellos, herramientas ciegas del Hombre de Davos, lo rechazaban en bloque). Por fin logró acceder, en la sede de la misión católica, a un ordenador que luego, también, le fue negado (seguramente por órdenes ocultas del Hombre de Davos). Finalmente, compró un cuaderno escolar y  un lápiz y se sentó a elaborar su plan de acción, escribiendo en una letra muy pequeña y apenas visible, en la cara trasera de las hojas, después de dibujar en la cara delantera rostros de niños y mujeres enfermos por el hambre como los había visto en la televisión.

«CONTRA LOS COOPERANTES: [borrado, en el original]
CONTRA LOS TURISTAS: enviar sicarios a los alrededores de los hoteles. FUNCIÓN DE LOS SICARIOS: Por ejemplo, vas caminando por la playa, el sicario te pide que te acerques; como vienes de haber entrado sin permiso en el Club Med y de haber sido echado por un vigilante, te acercas porque piensas que puede ser un policía o algo así (ya fuiste detenido por uno que iba vestido de civil en la capital, frente a un banco). El sicario te saluda y te suelta algún elogio (por ejemplo, que estás en buena forma), y luego te dice que quiere pasear contigo. Como tiene mala cara, y crees que puede ser un mariposón buscando clientes, le dices que no, que prefieres pasear solo; entonces el sicario te pregunta por qué no quieres ser su amigo y tú le contestas que no es que no quieras ser su amigo, sino que vas a tardar poco y por eso prefieres pasear solo. El sicario vuelve a insistir y tú vuelves a negarte. Entonces el sicario te dice que quiere saber cómo se ve el mundo a través de tus anteojos de sol. Se los entregas y el sicario te pide que se los dejes como regalo. Le respondes que no, que los necesitas, y el sicario te dice que él también y que debes dejárselos como regalo, porque tú puedes comprar otros cuando regreses a casa. Le pides por favor que te los devuelva y el sicario se sonríe, preguntándote para qué los necesitas, si tienes el sol en la espalda. Te comienzas a cabrear y el sicario se ríe. No sabes si intentar recuperar los anteojos de un manotazo, darle una torta en la cara y recoger los anteojos del suelo, o amenazarlo con…  no se te ocurre nada. Situación tensa, muy incómoda. Mirada de “te voy a dar un carajazo” sobre el sicario. La sonrisa del sicario comienza a caer, después de ver que la mirada de “te voy a dar un carajazo” va en serio. La sonrisa del sicario se cae. Finalmente el sicario te devuelve los anteojos y te largas a pasear cabreado, ya sin ningún encanto el paseo, a pesar del atardecer y la playa y el viento etc. Luego, en el hotel, llega una compañera blanca con el sicario atrás. Le comentas el episodio de los anteojos y ella te dice que no ha podido sacárselo de encima.
—¿Qué hacemos entonces? —pregunta ella.
—No sé, dile que te vas a tu habitación…  ¡o no! Mejor no, porque va a saber dónde estáis durmiendo; dile que vas al baño, más bien —respondes.
—Pero es capaz de meterse al baño conmigo.
—Es verdad, como que sí. Bueno, mejor nos despedimos de él y nos vamos a otro lado.
—Bueno.
«Au revoir, monsieur». Y el sicario no dice nada. Te levantas y te vas y el sicario sigue atrás. Entonces te detienes, le dices al sicario que por favor ya no te siga, y te devuelves al bar. El sicario está detrás, a menos de dos pasos. Te sientas en la barra y el sicario se sienta a tu lado. Entonces le dices al camarero que tienes un pequeño problema, que le has dicho a este hombre que te deje solo y no hay manera, que el tipo se te pega adondequiera que vas. Entonces el de la barra le dice no sé qué en lengua frutófaga al sicario y el sicario se cabrea, y hace como que va a venir a golpear al de la barra y aparece otro que se lo lleva afuera. Al rato, el sicario regresa con un palo en la mano, le explica al que lo sacó que viene a apalear al de la barra. El de la barra dice que va a llamar a la policía. El que sacó la primera vez al sicario vuelve a sacarlo y cierra la puerta con llave, cortando el acceso a la playa. OBJETIVO ESPECÍFICO: enviar a cada turista un sicario en la mañana (cuando apenas se haya levantado), otro en la tarde (justo después del almuerzo), y otro en la noche (obligándole a regresar al hotel). OBJETIVO GLOBAL: lograr la desaparición total de los turistas en un periodo de unos cinco años.
CONTRA LOS MILITARES: Nada; no se puede hacer nada. Miden casi dos metros, van armados hasta los dientes y llevan pantalones cortos como de fútbol, y cada pierna es más ancha que yo mismo.»

El plan contra los turistas, sin duda alguna, era perfecto, un trabajo limpio, desde todo punto de vista: no hay crimen, no interviene la autoridad, no hay manera de evitar que ocurra. Había que preparar algo parecido para eliminar a los cooperantes.
Algunos días después, una diarrea le dio la solución; entonces escribió en el cuaderno escolar:

«CONTRA LOS COOPERANTES: la guerra biológica. MECANISMO DE LA GUERRA BIOLÓGICA: los cooperantes, por su afán de integrarse a la población local, están incapacitados para negarse a las invitaciones de los frutófagos. Puestos en las casas, los cooperantes se sientan callados, sueltan sonrisas idiotas, se miran las caras con timidez, y sobre esta timidez se levanta el trabajo. Los frutófagos dueños de las casas han de tener listas las armas: jugos de frutas preparados con el agua de los charquitos verdes que deja la lluvia de hace dos días; arroz con salsa preparada a base de caca líquida de enfermo; perros con sarna; criaderos de mosquitos palúdicos, etc. El dueño de la casa (en adelante, el sicario), ofrecerá con su mejor sonrisa una ronda de jugo a los cooperantes, símbolo de cortesía y de bienvenida; los cooperantes, tímidos, aceptarán y darán las gracias; a continuación, el sicario dirá a los cooperantes que ya el almuerzo está listo, que se sienten a comer, que no pueden decir que no, porque es un gesto de bienvenida. Mientras tanto, los perros con sarna habrán estado durante todo el rato oliendo y lamiendo a los cooperantes. O mejor, los perros estarán entrenados para saltar sobre los cooperantes y lamerlos. Cada cierto tiempo, el sicario espantará a los perros y dirá a los cooperantes que no dejen al animal acercarse, porque tiene la lepra. Los cooperantes tratarán de alejar a los perros, pero éstos, perfectamente entrenados, saltarán sobre las sentadas espaldas de los cooperantes y lamerán sus cuellos. Al final de la tarde, el sicario invitará a los cooperantes a pasar a la habitación donde tiene el cultivo de mosquitos palúdicos; les dirá que esperen un momento, que ya regresa, y allí los dejará hasta que los cooperantes, después de media hora, aproximadamente, por sus propios medios evacuen la casa apurados y dando excusas. OBJETIVO ESPECÍFICO: enfermar gravemente lo antes posible a los cooperantes. OBJETIVO GLOBAL: acabar con los proyectos de cooperación en la zona, por falta de cooperantes.»


III. LA EJECUCIÓN DEL PROYECTO

Pero la puesta en marcha del proyecto encontró obstáculos. Por una parte, los frutófagos padecían terribles degeneraciones sociales y morales que les impedían enfrentarse al Hombre de Davos; y por la otra parte, el Hombre de Davos había dejado ya su semilla entre los frutófagos.
Entre las degeneraciones sociales y morales que sufrían los frutófagos destacan:
1. La hospitalidad: los frutófagos son hospitalarios por naturaleza, en un grado difícil de explicar. Por ejemplo, te puedes pasar el día en la casa de un frutófago alimentándote con su comida, bebiendo el jugo de sus frutas, jugando con sus hijos, durmiendo, incluso, sobre sus esterillas y en una habitación preparada especialmente para alojarte, y al día siguiente, al despedirte, los frutófagos de la casa te estrecharán la mano con las mejores sonrisas, agradeciéndote, sinceramente, que hayas venido a pasar un día entero entre ellos. Esta hospitalidad no se ofrece sólo al hombre blanco, los frutófagos son hospitalarios con todos los extranjeros, y hay que decir que un extranjero es todo ser humano nacido en un lugar distinto a la aldea; en otras palabras, toda la humanidad es extranjera y, por lo tanto, toda la humanidad es bien recibida y merece hospitalidad. Ejemplos claros de esta hospitalidad contumaz son la acogida en casa de los niños inscritos en la escuela local, provenientes de aldeas donde no hay medios para estudiar, y sin familiares en la zona; los frutófagos los alojan y los tratan igual que a sus propios hijos, por lo que, efectivamente, estos niños crean los mismos vínculos estrechos y duraderos que existen dentro de las familias, siempre numerosas, siempre abiertas, de los frutófagos. Igual que alojan a los niños estudiantes, los frutófagos también dan techo y comida a parientes lejanos que buscan trabajo, a viajeros que paran a pasar la noche, a cooperantes de corta duración, etc.
2. El buen carácter: los frutófagos pasan el día, más bien, la vida, felizmente, sin grandes conflictos existenciales ni problemas graves en sus relaciones interpersonales; por ejemplo, escuchar una discusión fuerte de frutófagos es algo ocasional, y ser testigo de una paliza es prácticamente imposible. Por el contrario, los frutófagos ocupan buena parte del día conversando, saludándose  y sonriendo. En las ciudades, sin embargo, la situación cambia (porque en las ciudades los frutófagos muchas veces dejan de ser frutófagos); lo que lleva a pensar que esta suavidad de carácter generalizada quizá tiene algo que ver con la cohesión y el espíritu de grupo estimulado por la actividad agrícola, muchas veces desarrollada de forma asociativa; con el espíritu de competencia diluido; con la inexistencia del estrés; con el hábito cotidiano y continuo de la conversación y la compañía; con la inexistencia de la privacidad y, por lo tanto, la imposibilidad de llevar una vida solitaria, un tema relacionado, además, con la integración de todos los individuos dentro del grupo, más allá de las diferencias físicas o de personalidad.
3. La aceptación del mundo exterior: porque aunque los frutófagos, en el sentido occidental, viven incomunicados (el teatro que día a día montan los medios de comunicación en el mundo occidental aquí no se representa) tienen absoluta libertad para aceptar fragmentos materiales y simbólicos de otras culturas. El sincretismo, así, es la norma, y a pesar de la llegada de religiones excluyentes (el Cristianismo y el Islam), los frutófagos infiltran sus creencias tradicionales en los nuevos sistemas de fe. Por otra parte, los frutófagos aceptan amigablemente los bienes provenientes del extranjero, de manera que fácilmente puedes encontrar un motor de gasolina distribuyendo el agua para el riego, o una bufanda de un club de fútbol europeo dando color a los vestidos de uno de los miembros del cortejo en un entierro.
Bajo este marco de degeneración social y moral el Hombre de Davos sembró su semilla fácilmente, causando el mayor estrago: la Contaminación.
La Contaminación que introdujo el Hombre de Davos nada tiene que ver con la polución o la destrucción ecológica occidentales, se trata de algo mucho peor: el fin de la pureza de los frutófagos.
Es cierto que la mayor parte de los frutófagos no tiene intención de abandonar la aldea para llegar hasta las grandes ciudades del Hombre de Davos; y es cierto también que los frutófagos insatisfechos o inquietos parten, normalmente, a la capital del país, donde muchas veces dejan de ser frutófagos; pero, a pesar de lo anterior, los frutófagos se ven bombardeados con las imágenes de un mundo lejano, lleno de objetos inaccesibles y vistosos. Occidente se ha convertido, así, en una especie de El Dorado, del que sólo ocasionalmente llegan noticias reales con el regreso de un frutófago expulsado de Europa, o de algún cooperante inadaptado al mundo del Hombre de Davos, porque las informaciones habituales de este falso paraíso proceden de los turistas o del cine local: un televisor con vídeo donde diariamente pasan películas de artes marciales o de guerra producidas en Hollywood.

Cuando se sintió parte del mundo de los frutófagos decidió actuar: le explicó a los frutófagos el proyecto (algo del ÁRBOL DE PROBLEMAS y, con detalle, los apartados «CONTRA LOS TURISTAS» y «CONTRA LOS COOPERANTES»); pero los frutófagos se rieron de él, y no estaba dispuesto a aceptar risas de nadie, ni siquiera de los frutófagos. Decidió replantearse, sobre la marcha, el plan de acción: había que eliminar las fuentes de la contaminación.
Para ello, necesitaba encontrar gente capaz de asumir riesgos, gente dispuesta a ejercer la violencia como una herramienta necesaria en la lucha contra el Hombre de Davos (como casi siempre, el fin justifica los medios).
Para ello, salió una mañana a buscar a la guerrilla separatista. Estuvo caminando durante dos horas por las veredas de las selva hasta que el calor, las magulladuras en los pies y el miedo a las serpientes lo obligaron a volver sin haber encontrado nada distinto que los frutófagos regresando de recoger el vino de palma.
A continuación, se relacionó con un preso que deambulaba por el pueblo cumpliendo sus últimos cinco meses de trabajos forzados (cortaba las ramas de los árboles de mango y barría las hojas secas de las dependencias públicas); pero el presidiario resultó un buen hombre y la única conducta impropia que mantenía era quitarle uno o dos cigarrillos cada vez que se encontraban.
Después, se acercó a los campos de fútbol intentando ubicar a los elementos inadaptados entre los integrantes de la banca; pero éstos, cuando querían jugar, se levantaban, le decían a alguno que saliera, y desaparecían entre el bosque de piernas que machacaban al balón.
Finalmente decidió irse a la ciudad, a la capital de la provincia; allí, seguramente, encontraría a los hombres que necesitaba.


IV. LA EVALUACIÓN DEL PROYECTO

Mi llegada a Senegal como cooperante de corta duración se excusa en el trabajo final de una maestría de cooperación al desarrollo que he estado cursando en España.
Nico, el dueño de la casa donde pagué para dormir en Dakar, es un español que llegó hace algunos años para dirigir una agencia de viajes y turismo. Actualmente, es un recién converso evangélico que regenta, o parece encabezar, una rama bastante activa de la agrupación religiosa. Lo de activa lo digo porque un tipo que vive en su casa pasa el día y la noche salpicando a propios y extraños con la palabra de Dios; y así, justo cuando comienzas a dormirte, puede venir a preguntarte qué piensas tú de Jesús. No lo mandas a la mierda incontinenti por puro espíritu cristiano.
Nico, por el contrario, no salpica ni vierte ni nada la palabra divina, sólo se ocupa en sacar la mayor cantidad posible de dinero de los bolsillos de sus huéspedes (está recogiendo para la causa de Dios los bienes que, por desgracia, aún se encuentran en manos de los herejes y de los pecadores), proponiendo viajes, cobrando las cervezas que salen de su refrigerador, y enviándote al Telecentro de la esquina cuando estás marcando el número de Joan (el cooperante y futuro jefe en Casamance), sin importarle que, diez minutos antes, le hayas dado como precio por cinco noches de habitación el equivalente a lo que paga él mensualmente por el alquiler de la casa entera. La habitación consiste en una goma-espuma puesta sobre el suelo de un lugar caliente, lleno de mosquitos y sin ventilador, donde debes levantarte cada dos horas, mientras transcurre la noche, para bañarte y regresar a intentar medio dormir.
Cinco noches me quedé en la casa de Nico, principalmente, porque era amigo o conocido de Joan, y también porque se alojaba otro personaje interesante, llamado, como yo, dueño de un local nocturno en el centro de Madrid donde presenta en vivo música africana y latinoamericana. Con este personaje visité la discoteca de Yosou Andur y caminé parte de Dakar, pero esto es material de otra historia.
Lo que sí viene al caso es la noticia del diario senegalés: la mañana del día 26 de junio, en Oussouye (una ciudad pequeña de Casamance, mi destino inmediato), habían aparecido violadas las puertas del cine, de un bar y de la sala de ordenadores del instituto. Adentro, habían pulverizado, presuntamente a martillazos, los televisores y los ordenadores. Durante el mediodía, tres encapuchados entraron a sendas casas de Zinguinchor (la capital de la región) y atacaron a martillazos sus televisores. Uno de los tres encapuchados fue detenido, y en la gendarmería confesó (el diario no dice cómo se llevó a cabo el interrogatorio) que un blanco le pagaba por destruir televisores. Según la información suministrada por la policía, era el cuarto atentado de este tipo ejecutado por el grupo (la Secta) del Anacardo (?).
Después de leer la noticia en voz alta, Nico, sonriendo, comentó:
—Qué bueno encontrar que hay más gente trabajando en Senegal —dejó el periódico, se levantó, entró a su habitación y cerró la puerta. Al poco tiempo sonó el módem de la conexión telefónica de Internet en su habitación.
—¿Qué coño les pasa a los blancos en la cabeza cuando están demasiado tiempo en África? —le pregunté al otro que se llamaba como yo.
—Oye, la verdad es que no tengo la menor puñetera idea, no lo sé.
—Raro, ¿no?
—Sí, muy raro.

Hace dos días, el 9 de julio, en la habitación que comparto con un compañero de la maestría (quien ha venido a Senegal con la misma excusa que yo), encontré sobre su cama un cuaderno con dibujos; cogí el cuaderno, para ver los dibujos, y estaban las anotaciones de la Secta del Anacardo.
       Como no es mi problema, volví a dejar el cuaderno sobre la cama, cogí mi libro (El corazón de las tinieblas), me acosté en la goma espuma con mantel que me sirve de cama en esta habitación, abrí en la página marcada por la postal con el grabado de Goya (Capricho 43: El sueño de la razón produce monstruos) y apoyé los talones sobre la pared, con las piernas estiradas y levantadas, obligándome a ver el mundo de cabezas.
      
      

      
      
      
      
     Ensayo de Montaigne. Comentado por un payaso en el hall del hotel Astoria
      
      
       «Sueños, encantamientos, prodigios, brujerías, apariciones nocturnas, maravillas de Tesalia. (HORACIO, Epístolas)»
      
       llenábame de compasión hacia el pobre pueblo engañado con estas locuras. Y ahora, considero que yo era al menos tan digno de compasión como ellos: no porque la experiencia me halla hecho ver nada después más allá de mis primeras creencias; sino porque la razón me ha enseñado que condenar así resueltamente algo como falso e imposible es arrogarse el privilegio de tener en la cabeza las lindes y los límites de la voluntad de Dios y del poder de nuestra madre naturaleza (… )»
      
       Puedo abrir la puerta de la casa donde vivo y encontrar los árboles que vi ayer ocupando, incluso, los mismos sitios; hallaré iguales estructuras de bloque y cemento, el alumbrado público, las vías de asfalto, y muy probablemente, se repetirán también los vecinos, o quizá, pueda escuchar de nuevo algún canto de pájaro, y ladridos y ver a los gatos corriendo. Saludaré a mis vecinos, a los pájaros, perros y gatos, y los primeros, corteses, me devolverán el saludo, mientras los demás me mirarán mal, pues no saben si pretendo incluirlos en mi dieta cotidiana. Y el esquema se repetirá siempre. Supongo. Algo sé.
       Otro día, abro la puerta y piso la calle y encuentro algunas cosas cambiadas, veo un edificio deshabitado, y por una publicación mía, que delataba ciertas ventas de droga, presiento un intento narcotraficante por hacerme desaparecer, enviándome a un compañero de liceo para abalearme. Corro y encuentro a un policía, quien me protege enviándome al suelo, y con cabezuda bala lobotomiza al sicario. Me arropa entonces una fuerte sensación de desprotección. Me refugio en la casa de no sé quién y alguien me alerta de la inminente explosión de un par de bombas. Veloz cruza un carro y me lanzo a tierra. El pavoroso estallido de las bombas y la destrucción de la casa, excepto de la pared que me protege. El pánico viene junto al regreso de los sicarios y me echa a correr. Atravieso un jardín junto a una casa abandonada, objetos de jardinería sucios y viejos, inútiles. Luego vuelvo a cruzar el mismo jardín y los mismos trastos, aunque en otro lugar. Una reja de alambre que paso escondido. Alguien me mira y me llama, conoce mi nombre. Corro y escojo, desde arriba, como en un videojuego, cuál vía es la más adecuada para huir por ser la menos pensada por los perseguidores. Paso junto a una venta de comida rápida con paredes de vidrio y lamento su visibilidad. Llego a un edificio viejo. Asciendo al piso no sé cuál, pero muy alto. Encuentro a otros refugiados. La policía llega e inicia la redada desde el piso 1. Un recién conocido compañero de fuga me sugiere hacer lo que él: de una ventana permanecer colgado a la parte exterior del edificio, desapareciendo para la policía. El miedo a la altura me deja adentro y le salva la vida al compañero, que hubiese caído de no ser por mi ayuda, pues lo devuelvo al edificio. Corremos a las escaleras de emergencia. Bajamos un par de pisos y llegamos donde está la policía. Aterrorizados, entramos al ascensor, que se desprende. Un plato de arroz con garbanzos comido a las dos de la madrugada, pues el hambre había interrumpido mi sueño normal, sirvió de preludio a las aventuras, porque comer en la noche facilita las pesadillas. Lo había escuchado. Algo sé.
      
       En España, volviendo de una feria de pueblo, después de escuchar «sí» cuando pregunté si era esa la parada del autobús que iba hasta Barcelona, un tipo de entre cincuenta y sesenta años quiso saber qué estudiaba: derecho. Él me podía probar que yo no sé nada de derecho, me aseguró. Yo le di la razón, porque de verdad poco sabía, y poco sé, de derecho, y entre poco y nada casi no hay diferencia, pienso yo. El sabio se molestó con mi argumento y comenzó a ¿razonar? con agresividad. Yo me preocupé, porque eran más de las diez de la noche y tenía pocas ganas de esperar al autobús de las seis de la mañana, si perdía éste. El sabio, que por sus silogismos me hacía dudar de la eficiencia de su juicio, se quedó sin tener con quién hablar aunque no por eso callado: pues para hablar no se necesita a alguien que escuche, pues para eso existen los monólogos. Algo sé.
       En Boston, salí de noche a buscar un lugar donde escuchar blues en vivo. Caminando, encontré a un trío de viandantes a quienes les pregunté por un local con ese tipo de música. Discutieron entre ellos, me explicaron la lejanía de cualquier sitio parecido, y me preguntaron si creía en Dios. Les dije que sí mientras trataba de entender qué les pasaba, si estaban de chiste. Me preguntaron entonces cómo me lo imaginaba. Nevando, bajo cero, sin encontrar dónde calentarse las manos, temblando por el frío, mojados los pies, así me lo imaginaba entonces, a mi imagen y semejanza. Les dije que era un poco complicado para explicarlo en ese momento, y menos en inglés, que a medias lo hablo. ¿Que si voy a la Iglesia? Pocas veces, en realidad, nunca, si no es por compromiso y me llevan. Pues ellos quieren hablar conmigo y dónde me localizan. Soy turista y vengo de V. Qué problema, dicen, de todos modos, que les deje mi dirección, porque aunque sea costoso, aún en cartas se comunicarán conmigo. Uno de ellos tenía un ojo desviado y expresión de ido del coco. Ése no hablaba. Los otros dos, aunque no muy agudos, no dejaban de parecer normales. Les di la dirección de un amigo en V. y me fui a buscar mi blues en otra parte. ¿Locura? Fanatismo, diferente a la locura, aunque igual. Algo sé.
       Otra vez, aquí, en V., un evidente loco (porque sólo en el mundo desarrollado van los locos vestidos de gente normal; pues en Latinoamérica quienes quedan en las manos de la salud pública comienzan bañados con manguera, encerrados con una ropa azul, luego negra, y acaban cubiertos por una pasta de mugre, sueltos, desnudos, y con un tubo o un palo en una de las manos y una bolsa de colecciones en la otra: zapatos abandonados, restos de comida, pedazos de papel, tapas plásticas, potes de metal, etc., y para tener un oficio atacan, de vez en cuando, con el palo o tubo o lo que lleven, a los congéneres) me paró en la calle para preguntarme si ya había visto yo a los extraterrestres. Como no los había visto le dije que no. Me aseguró que eran microscópicos (por lo que entendí la causa de su invisibilidad, aunque él pareció no notarlo) y que le cubrían las piernas por debajo del pantalón. Le recomendé ir a un médico. Me dijo que los médicos no sabían nada. Eso, pensé, es verdad. Me recomendó, además de usar gasolina, el cepillo, aunque eso no los quitaba (a los extraterrestres, supongo), y así. Creo haber estado escuchando locuras durante un par de minutos, luego me aburrí; además, estaba en horas de trabajo, comprando no recuerdo qué cosa para la oficina. Me despedí del loco pidiéndole disculpas, pero me tengo que ir, tú sabes me están esperando allá en el trabajo…  ¿que dónde trabajo?, aquí al lado, bueno, ciao, con miedo a verlo molesto caminé rápido, me fui, huí. Porque a los locos hay que tenerles miedo. Algo sé.
      
      
      

    
    
    
    
     La última noche. Variante del capítulo final, junto al diagnóstico de la sociopatía del autor
    
    
    
    
    
      (Interior de lo que parece una tienda de ropa de moda, en el centro de la tienda, un afiche publicitario anuncia, en letras grandes:)
    
      EL FIN DE AÑO ES EN NAIROBI.
      Con el GRUPO TUMBA DE TAMBORES DEL SENEGAL.
      COTILLÓN. 1ª CONSUMICIÓN GRATIS.
      VALOR DE LA ENTRADA: 1000 PTAS. POR PERSONA.
      Lugar: NAIROBI DISCO. CALLE VIOLANT DE HUNGRÍA 69
      31 DE DICIEMBRE DE 1998, A PARTIR DE LAS 11 DE LA NOCHE.
      Te esperamos
    
      HOMBRE PIÑA.-¡Ven a ver Antonia!
      ANTONIA.-Ya va, ¿qué?
      HOMBRE PIÑA.-Aquí pegado en la vidriera, tambores africanos, el treinta y uno.
      ANTONIA.-¿Te gusta este abrigo?
      HOMBRE PIÑA.-Sí, está bonito, pero, ¡ven a ver!
      ANTONIA.-¿Me lo compro?
      HOMBRE PIÑA.-Sí, está bonito, ¿no quieres ver?
      ANTONIA.-Es que no sé…  ¿no será mucho gasto?
      HOMBRE PIÑA.-¡Mil pesetas! ¿te parece caro mil pesetas?
      ANTONIA.-¿Mil pesetas qué?
      HOMBRE PIÑA.-La entrada.
      ANTONIA.-¿Qué entrada?
      HOMBRE PIÑA.-¿No estás preguntando por la entrada?
      ANTONIA.-¿Qué entrada?
      HOMBRE PIÑA.-La de los tambores
      ANTONIA.-¿Los tambores?
      HOMBRE PIÑA.-Sí, ven a ver, aquí pegado.
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      ESTACIÓN LES CORTS
    
      ANTONIA.-¿Qué hora es?
      HOMBRE PIÑA.-Veinte para las doce.
      ANTONIA.-¡Veinte para las doce!
      HOMBRE PIÑA.-Sí.
      ANTONIA.-¿Y tú crees que lleguemos?
      HOMBRE PIÑA.-Es aquí cerca.
      ANTONIA.-(… )
      HOMBRE PIÑA.-Eran dos a la izquierda y después a la derecha.
      ANTONIA.-Qué vacío está todo, ¿no?
      HOMBRE PIÑA.-Estarán en las casas, esperando.
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      ESTACIÓN LES CORTS
    
      ANTONIA.-¡Pero mira, otra vez estamos en la calle de donde salimos cónchale!
      HOMBRE PIÑA.-¿Cómo? ¿Sí?
      ANTONIA.-¡Mira, allá está la salida del metro!
      HOMBRE PIÑA.-Es verdad…  me perdí, no sé, no era por donde yo creía.
      ANTONIA.-¿Y ahora?
      HOMBRE PIÑA.-No sé, vamos a preguntar.
      ANTONIA.-¿A quien? Yo no veo a nadie.
      HOMBRE PIÑA.-Yo tampoco.
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      CARRER VIOLANT D´HUNGRÍA
    
      ANTONIA.-¡Mira ésa es!
      HOMBRE PIÑA.-¿Qué cosa?
      ANTONIA.-La calle…  ¿no se llamaba Violant de Hungría?
      HOMBRE PIÑA.-Ah sí, ¿dónde está?
      ANTONIA.-Allí, mira.
      HOMBRE PIÑA.-Oye sí.
      ANTONIA.-¿Qué hora es?
      HOMBRE PIÑA.-Tres para las doce.
      ANTONIA.-¡Vamos!
      HOMBRE PIÑA.-Yo creo que no llegamos.
      ANTONIA.-¡Vamos!
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      VIOLANT D´HUNGRÍA Nº 47
    
      HOMBRE PIÑA.-¡Feliz año bonita!
      ANTONIA.-¡Feliz año!
      HOMBRE PIÑA.-¡Te quiero feliz año!
      ANTONIA.-Abrazo.
      HOMBRE PIÑA.-Sí, abrazo.
      ANTONIA.-¿Y ahora?
      HOMBRE PIÑA.-Ya vamos a llegar.
      ANTONIA.-Primera vez que recibo el año parada en el medio de la calle.
      HOMBRE PIÑA.-Está bien, ¿no?
      ANTONIA.-Contigo.
      HOMBRE PIÑA.-Claro bonita, aquí en Barcelona, los dos, en la calle Violant de Hungría ¿Quién será ése?
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      VIOLANT D´HUNGRIA  Nº 69
    
      HOMBRE PIÑA.-Joder, yo no veo nada.
      ANTONIA.-¿Será que anotaste mal la dirección?
      HOMBRE PIÑA.-Si por lo menos se oyera algo.
      ANTONIA.-¿Y si anotaste mal la dirección?
      HOMBRE PIÑA.-No, ¿no te acuerdas que vimos allá atrás por la ventana del bar a los negros esos con las trenzas?
      ANTONIA.-¿Y si no eran los músicos?
      CAUCÁSICO.-¿Tienes fuego?
      HOMBRE PIÑA.-¿Perdón?
      CAUCÁSICO.-¿Tienes fuego?
      HOMBRE PIÑA.-Sí, por aquí…  toma.
      CAUCÁSICO.-Gracias.
      HOMBRE PIÑA.-Perdón…  ¿tú no sabrás dónde queda un sitio que se llama Nairobi o algo así?
      CAUCÁSICO.-Sí, allí atrás.
      HOMBRE PIÑA.-¿Dónde?
      CAUCÁSICO.-Allí, detrás tuyo.
      HOMBRE PIÑA.-Ah…  pero está cerrado.
      CAUCÁSICO.-Sí, los chicos no tardan en llegar.
      HOMBRE PIÑA.-¿No han abierto?
      CAUCÁSICO.-No, pero supongo que ya abrirán.
      ANTONIA.-Y nosotros apurándonos.
      HOMBRE PIÑA.-Bueno…  menos mal que no llegamos. ¿Y es bueno el sitio?
      CAUCÁSICO.-No sé, es la primera vez que toco aquí.
      HOMBRE PIÑA.-¿Tú tocas?
      CAUCÁSICO.-Sí, yo toco hoy.
      HOMBRE PIÑA.-Ah…  yo pensaba que era un grupo de Senegal.
      CAUCÁSICO.-Sí, eso es.
      HOMBRE PIÑA.-Pero tú no eres de allá.
      CAUCÁSICO.-No, pero hay un par de chicos que sí son.
      HOMBRE PIÑA.-Ah.
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      00:14
    
      ANTONIA.-¿Qué hora es?
      HOMBRE PIÑA.-Las doce y cuarto.
      ANTONIA.-Yo creo que este tipo es gay, ¿no ves cómo te mira?
      HOMBRE PIÑA.-Parece que sí.
      ANTONIA.-Y además me trata como si no existiera.
      HOMBRE PIÑA.-Es decir, no te trata.
      ANTONIA.-Eso.
      HOMBRE PIÑA.-Me lo ligué y te da envidia.
      ANTONIA.-¿Y hasta qué hora vamos a estar aquí parados esperando?
      HOMBRE PIÑA.-No sé, diez minutos más, ¿no?
      ANTONIA.-Tengo frío.
      HOMBRE PIÑA.-Mete las manos en mis bolsillos.
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      00:38
    
      NEGROIDE.-¡Hola, feliz año vosotros!
      ANTONIA.-Este sí que es de Senegal.
      HOMBRE PIÑA.-¿Cuánto medirá?
      CAUCÁSICO.-Oye Jibi estás borracho!
      NEGROIDE.-Un poco hombre…  es feliz año…  conoce a…  a…
      ALCOHÓLICA.-Roser.
      HOMBRE PIÑA.-¿Hola, qué hay?
      ANTONIA.-¿Y esta señora de dónde salió?
      HOMBRE PIÑA.-No sé, pero tiene cara de…  creo que está más borracha que el amigo, el de Senegal.
      CAUCÁSICO.-¿Y de dónde vienes hombre?
      NEGROIDE.-Allá atrás, recibiendo año con familia que recibiendo nosotros…  buena gente familia.
      ALCOHÓLICA.-No eran buena gente nada…  esa familia no nos quería, fíjate que no nos invitaron a cenar.
      NEGROIDE.-Pero mujer, nos dieron cava, yo agradeciendo.
      ALCOHÓLICA.-No nos querían…  esa gente no nos quería allí.
      HOMBRE PIÑA.-Esto se está poniendo bueno.
      ANTONIA.-¿Por qué?
      HOMBRE PIÑA.-Mira los personajes, un probable maricón con el que estuvimos hablando de música africana, un negro gigante del Senegal con cara de buena vaina y más borracho que Bucowsky, y una vieja catalana más borracha aún…  ¿no te parece un cuento todo esto?
      ANTONIA.-Sí, pero yo tengo frío y parece que no van a abrir.
      HOMBRE PIÑA.-Bueno, vamos a esperar diez minutos más.
      ANTONIA.-La vieja se quiere follar al negro.
      HOMBRE PIÑA.-Parece…  pero yo no creo que se le levante… él está demasiado borracho y ella demasiado vieja.
      ANTONIA.-Ay.
    
    
      00:54
    
      NEGROIDE.-Hamburgo, allí tocando con amigos Senegal…
      ANTONIA.-¿Y sabes alemán?
      NEGROIDE.-Claro, alemán allá.
      ANTONIA.-¿Y también castellano?
      NEGROIDE.-Sí, aquí español.
      ANTONIA.-¿Y cómo puedes aprender tantos idiomas?
      NEGROIDE.-Yo, viviendo.
      ALCOHÓLICA.-A mí sólo se me da el catalán…  ¿les molesta que hable en catalán?…  es que a mí sólo se me da el catalán…  es que pienso en catalán, por eso…  hace frío ¿Verdad que hace frío? ¿Vosotros no tenéis frío?
      ANTONIA.-Sí hace…  un poco.
      ALCOHÓLICA.-Yo estaba tan bien, con aquella familia…  no sé para qué me vine.
      NEGROIDE.-Ella diciendo quería irse, ahora quisiendo volver, yo no entiendiendo nada, mujer.
      ANTONIA.-Cuidado se cae.
      NEGROIDE.-¡Ja!
      ALCOHÓLICA.-¿Qué te pasa?
      NEGROIDE.-¿A mí?, a mí pasando no nada.
      ALCOHÓLICA.-¿Por qué te ríes?
      NEGROIDE.-Nada, a mí nada ¡Ja!
      ALCOHÓLICA.-No quiero que te rías…  te estás riendo de mí.
      NEGROIDE.-¿Yo?…  yo no…  disculpa…  ¡Ja!
      ALCOHÓLICA.-Sí que te estás riendo de mí…  él me dijo que tenía que tocar con unos amigos suyos, músicos, y yo no veo nada…  me hubiera quedado allá, con la familia esa…
      NEGROIDE.-¿Pero no queriendo venir, no diciendo que familia no estar bien, no quisiendo nosotros allá? ¡Ja!
      ALCOHÓLICA.-Él me trajo…  lo acabo de conocer…  allá atrás, en un bar…  ¿no os molesta que hable en catalán? Es que a mí el castellano no se me da, porque pienso en catalán…  yo estaba allá tan bien…  por lo menos no tenía frío.
      NEGROIDE.-¡Pero mujer! Vuelve ¡Ja!
      ALCOHÓLICA.-Tú me trajiste aquí, y ahora tengo frío y estoy en la calle ¡Tú me trajiste!
      NEGROIDE.-Yo no trajiendo nadie, usted viniendo sola.
      ALCOHÓLICA.-Es que yo lo acabo de conocer…  allá atrás, en el bar…  y él me dijo que unos amigos suyos iban a tocar…  pero ahora tengo frío…  ¿de verdad no os molesta que hable en catalán?
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      01:03
    
      ANTONIA.-¿Qué hora es?
      HOMBRE PIÑA.-Un poco más de la una.
      ANTONIA.-Tengo frío.
      HOMBRE PIÑA.-¿Quieres que nos vayamos?
      ANTONIA.-Sí.
      HOMBRE PIÑA.-Bueno, vamos.
      ANTONIA.-¿Y no vamos a despedirnos?
      HOMBRE PIÑA.-No.
      ANTONIA.-No sé…  me da corte irme así.
      HOMBRE PIÑA.-¿Por qué?
      ANTONIA.-No sé.
      HOMBRE PIÑA.-¡No vale vámonos!, si nos despedimos seguro que el Jibi no nos deja ir.
      ANTONIA.-Es verdad.
      HOMBRE PIÑA.-Dale pues, has como que nos acercamos al bar de la esquina.
      ANTONIA.-¡Ay qué vergüenza!
      HOMBRE PIÑA.-Dale que nadie está viendo.
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      ESTACIÓN PLAZA CATALUÑA
    
      HOMBRE PIÑA.-¡Joder, cuánta gente!
      ANTONIA.-Casi no se puede caminar.
      HOMBRE PIÑA.-Creo que nunca había visto tanta gente en la calle aquí en Barcelona.
      ANTONIA.-Sí, ¿verdad?
      HOMBRE PIÑA.-¿Cómo sería en las Olimpiadas?
      ANTONIA.-Y casi todos son extranjeros.
      HOMBRE PIÑA.-La invasión napoleónica.
      ANTONIA.-Franceses.
      HOMBRE PIÑA.-Y casi toda esta gente está borracha y yo no me he podido tomar un solo trago…  vamos a buscar un bar.
      ANTONIA.-Todo está llenísimo.
      HOMBRE PIÑA.-Algo habrá.
      ANTONIA.-¿Quieres probar en el Café de la Ópera?
      HOMBRE PIÑA.-¿El de Liceu?
      ANTONIA.-Sí.
      HOMBRE PIÑA.-¿No está muy lejos?
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      ESTACIÓN LICEU
    
      HOMBRE PIÑA.-Joder, cómo nos costó que nos trajeran el puto vino.
      ANTONIA.-Bueno, cómo se hace.
      HOMBRE PIÑA.-Menos mal que el sitio es bonito y viejo.
      ANTONIA.-¿Y ahora qué hacemos?
      HOMBRE PIÑA.-¿Seguimos bajando?
      ANTONIA.-Bueno.
      HOMBRE PIÑA.-Podemos llegar hasta el Maremágnum, a tragarnos un poco de estética miamera aquí en Barcelona.
      ANTONIA.-Bueno vamos.
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      ESTACIÓN DRASANES
    
      HOMBRE PIÑA.-Hay que ir por la pasarela ¿no?
      ANTONIA.-Sí por ahí.
      HOMBRE PIÑA.-¡Mira aquel carajo!
      ANTONIA.-¿Dónde?
      HOMBRE PIÑA.-Allá, el que se está cayendo.
      ANTONIA.-Pobrecito.
      HOMBRE PIÑA.-Sí, yo creo que ya se jodió su fin de año.
      ANTONIA.-Está resbalosa esta pasarela.
      HOMBRE PIÑA.-Está babosa. Qué bolas que la hayan dejado así.
      ANTONIA.-¿Y qué podían hacer?
      HOMBRE PIÑA.-No sé, ponerle unas gomitas.
      ANTONIA.-¡Mira ahí se cayó una vieja!
      HOMBRE PIÑA.-¿Dónde? ¡Jo! ¡Qué carajazo!
      ANTONIA.-No seas malo.
      HOMBRE PIÑA.-Sería mejor si se cayera al mar.
      ANTONIA.-¿Te imaginas?
      HOMBRE PIÑA.-Sería divertido.
      ANTONIA.-¿Tú te meterías a rescatarla?
      HOMBRE PIÑA.-Yo ni de vaina, ¿con este frío?
      ANTONIA.-¿Y entonces la dejarías ahogarse?
      HOMBRE PIÑA.-Quien le manda a borracha…  ¡mierda que me caigo yo!
    
    
      (Oscuro. Baja un letrero que dice:)
    
      PLAZA CATALUÑA
    
      ANTONIA.-¿Qué hora es?
      HOMBRE PIÑA.-Ya son más de las cinco.
      ANTONIA.-¿Y cuánto tiempo tenemos aquí?
      HOMBRE PIÑA.-No sé, como una hora.
      ANTONIA.-¿Cuándo abren el metro?
      HOMBRE PIÑA.-No sé, porque como es fiesta…
      ANTONIA.-Y todos los taxis pasan ocupados.
      HOMBRE PIÑA.-Sí, es que con este mierdero de gente…  se ve que el transporte público colapsó.
      ANTONIA.-Me estoy cayendo del sueño.
      HOMBRE PIÑA.-Yo también.
      ANTONIA.-Cuando lleguemos al apartamento llamamos a la casa.
      HOMBRE PIÑA.-Bueno…  pero lo más seguro es que las líneas telefónicas estén colapsadas también.
      ANTONIA.-Pero lo intentamos de todas formas.
      HOMBRE PIÑA.-Todavía me duele el culo del carajazo que me di en el Maremágnum.
      ANTONIA.-Eso te pasa por meterte con la pobre vieja.
      HOMBRE PIÑA.-No, eso me pasa por no quedarme el fin de año viendo la televisión, como todo el mundo… Me estoy durmiendo.
      ANTONIA.-Yo también.
      HOMBRE PIÑA.-Déjame levantarme porque si nos quedamos dormidos nos despertamos desnudos.
      ANTONIA.-¿Cómo es eso?
      HOMBRE PIÑA.-Nos roban, nos quitan todo.
      ANTONIA.-Ni que estuviéramos en V.
      HOMBRE PIÑA.-Ah pues.
      ANTONIA.-Paranoico.
      HOMBRE PIÑA.-Sí, ¿no?
      ANTONIA.- (… )
      HOMBRE PIÑA.-Oye Antonia…
      ANTONIA.-¿Qué?
      HOMBRE PIÑA.-Por aquí tengo tu regalo de fin de año.
      ANTONIA.-¡Mi regalo!
      HOMBRE PIÑA.-Sí.
      ANTONIA.-¡Ay qué bonito!…  ¿qué es?
      HOMBRE PIÑA.-Un cuento.
      ANTONIA.-¿Un cuento?
      HOMBRE PIÑA.-Sí, un cuento que escribí para ti.
      ANTONIA.-¡Qué romántico! ¿A ver? Beso por eso.
      HOMBRE PIÑA.-Beso por eso.
      ANTONIA.-¿Y de qué va?
      HOMBRE PIÑA.-Léelo.
      ANTONIA.-¡Déjame leerlo!
    
       «Esta mañana me convertí en psicópata, o descubrí que lo era; que de todos modos, que es igual.
       Una amiga llamó para decirme que no quería continuar nuestra relación, comenzada hace más o menos un mes, después de un almuerzo y su tarde en un café, donde empezaron nuestros besos; siguiendo en la noche dentro de su carro moviéndonos a su apartamento, mientras le lamía el pecho y ella giraba el volante, le quitaba la ropa y ella miraba el retrovisor, hacía entrar mi mano dentro de su falda, por arriba, y ella aceleraba y frenaba sin causa ni justificación.
       Llegamos a su apartamento, abrimos la puerta, seguimos hasta el cuarto y la esperé para echarla en la cama, le quité las medias y la ropa interior, le hice algo de sexo oral, para después levantarme, desnudarme, y caminar hasta la regadera —porque no me había bañado ese día, y olía mal— para meterme debajo del chorro frío, dejando mi mareo de alcohol en el piso con el agua, para verla desnuda meterse en la regadera después de mí, un poco pasada de peso, o pasada de peso, sin el poco, aunque vestida no se veía el peso de más, y de todos modos tenía una cara simpática, que aligeraba, la cara de periodista de la Católica, de bien arreglada, de llamarme la atención, por bonita, cuando la vi, en el almuerzo, a pesar del peso, pero qué joder, nadie es perfecto, y yo soy psicópata, como descubrí hoy.
       Los besos, en la boca, y arrodillándome, otra vez algo de sexo oral, bajo el agua de la regadera,  antes de volver a la cama y ocupar la noche jodiendo, unas cinco veces, las dos primeras evitando eyacular, porque los condones no me sirven, porque tengo demasiado prepucio y los empujo afuera, porque ella no estaba tomando pastillas, y porque, con el cansancio, preferí guardarme, para joder más.
       No recuerdo ningún polvo preciso, pero me viene de la memoria su vagina, sus pechos, no muy grandes, la forma de su cuerpo, mayor de lo que acostumbro, su cara simpática que se transformaba cuando jodíamos, y lo difícil que se me hacía moverla, sujetándola por el cuello, como a las demás. Sé que estuvo bien. Y creo que para ella también estuvo bien, porque le llegaron varios orgasmos, aunque ayudándose con la mano, porque era clitoriana, además de tauro. Recuerdo mis besos amorosos, tiernos o sexuales, en la frente o en la lengua; por sorpresa.
       Estuvimos la mañana del sábado juntos, su compañera de apartamento abrió la puerta y me encontró desnudo, y soltó un gemido de terror/sorpresa, y a mediodía regresé a V., porque mi novia estaba hospitalizada en V. (y yo estaba en C.) por una infección en los riñones convertida en pleuronorecuerdoquémierda, pleuronefertitis, creo, que puso a mi novia allí, en la clínica;  así que volví a V.; aunque de cualquier forma tenía ganas de volver, no sé bien por qué, quizá porque el apartamento, apartado, estaba en las afueras de C., y me daba encierro, a pesar del paisaje, el lujo, la mujer, y lo demás.
      
       Dos semanas después llegó su cumpleaños y volví al apartamento con un amigo de V. y su carro, después de esperar en un Mac D*na***s a una amiga de ella que nos guió. Estuve conversando con N*ls** Ri*e*a casi toda la fiesta, hablamos de un profesor de la Universidad Católica que inventó un movimiento literario, posiblemente escribiendo los libros de ese movimiento, con nombres apócrifos y en otros idiomas, porque supuestamente el movimiento tenía alcance mundial; me dijo Nel*** que el tipo además publicó los libros apócrifos, aunque en ediciones sospechosamente parecidas, libros que estaban en una casa de Las Acacias, y que nos íbamos a poner de acuerdo para buscar. Yo insistía en que ofreciéndole plata a la esposa del apócrifo conseguiríamos los libros. Me puse un poco fastidioso con esto, por el alcohol, supongo. Acordamos buscarlos. Promesa de fiesta y de tragos. Se fueron los invitados, quedé yo con mi bolsito de viaje, con mi cepillo de dientes y otra franela y no me acuerdo qué más. Y me fui a la cama con la dueña del garito, excitados, para joder en no recuerdo cuáles posiciones, generalmente de perrito, que era como funcionábamos mejor, por lo de que era clitoriana y tauro y usaba la mano para tocarse y esas cosas.
       El día siguiente lo gastamos juntos, intercambiando fluidos y hablando, saliendo del cuarto para comer lo que había dejado la fiesta. En la noche barrí y pasé el coleto. Una experiencia rara. Pero creo no haber coleteado mal. Me preocupé al hacerlo, utilizando el dedo gordo del pie para, desde arriba del coleto, quitar las manchitas pegajosas del suelo. Limpiando entiende uno lo que es una fiesta: mucha gente enmierdando la casa de quien los invitó, coñodemadremente. Ella botó la basura y lavó los vasos y los platos. Le dije que no podía ayudarla con eso porque me daban ganas de vomitar, que una vez casi vomito, cuando trabajé en una venta de comida rápida para pagarle a mi mamá el dinero que me había prestado para comprar mi carro; trabajé un día y, cuando casi vomité por tener que limpiar unos mostradores con chiripas muertas, decidí dejar de ir; me parece que nunca le pagué a mi mamá. Decía que el apartamento se estaba pudriendo desde la fiesta, porque la fiesta, como los muertos, ya olía mal al día siguiente. Pero el apartamento dejó de descomponerse después de nuestro acomodo, la fiesta enterrada.
       Terminé de mirar el entierro sentado en un sofá, fumando dos cigarrillos que alguien dejó en una caja que pintaba M*rlboro, bebiéndome tres cervezas de las infinitas que dejaron en la nevera, y comiendo piruline* hasta terminar la lata. Nos bañamos, y volvimos a la cama a joder, la nueva noche.
       No recuerdo nada que quiera ser contado.
       En la mañana me fui.
      
       Resumiendo, para llegar rápido al final: un par de semanas después, en una conversación telefónica, le hablé de mi novia y de mi tendencia a la bigamia, de lo que me había pasado con la novia anterior, con quien duré cuatro años, tres de los cuales fueron ocupados con otra novia, de M., que al terminar con mi novia de cuatro años me hice monogámico de la de M., pero no mucho tiempo, porque comencé con mi novia actual, porque pensé que la de M. se iría antes de comenzar con Antonia,  mi novia actual, pero lo de Antonia comenzó antes de lo que esperaba, y la partida de la de M. tardó más de lo previsto, por lo que la bigamia volvió, otra vez; ella me preguntó si no podía pasar una semana solo, le dije que no sabía, porque desde los dieciocho años no lo había hecho.
       Algunos días después la llamé para saber cómo andaba, la sentí rara, y supe que me iba a largar. Mierda. Después se lo comenté a mi amigo, el que me acompañó a la fiesta.
       Un par de días después llegó la llamada en la que, efectivamente, me largó. Ella aprovechó para intentar darme unos consejos, porque le parecía imposible que alguien pudiera sentirse bien con dos relaciones al mismo tiempo, que ella no se podía entregar a medias, que es todo o nada, y otras cosas más, la mayoría oídas antes muchas veces, de otras personas. En estas cosas las mujeres tienden a pensar como si formaran parte del mismo sindicato; hasta dicen lo mismo, como un acuerdo gremial. No sé si piensan así todas las mujeres o sólo las que me tocan, no sé cómo averiguarlo.
       Le respondí, como otras veces, a otras mujeres, que sí se puede, perfectamente, mantener dos o más relaciones al mismo tiempo; pues lo único que se debe hacer es aprender a desconectarse; que cuando uno está con una no debe pensar en nadie más, y con la otra igual; que debe entregarse uno totalmente, pero dos o más veces; que lo importante es no utilizar categorías, ni verbalizar, dejando que las respectivas relaciones fluyan, cómodamente, como fluye cualquier relación humana que funciona, como fluyen las relaciones de amistad; que es importante también no juzgarse ni sentir remordimientos, sino simplemente sentir lo agradable de cada una de las relaciones; que si uno entiende la vida como una acumulación de experiencias, dejar pasar la posibilidad de una buena relación con una buena mujer no tiene sentido; que yo sé que es egoísta, pero que siempre estoy atento a no hacer daño, evitando que una de las dos mujeres se entere, la que tiene mayor antigüedad, por supuesto. Le comenté algunas reglas del arte de la infidelidad, que no caben en este texto, y le aseguré que de todos modos soy un huevón al lado del tipo de las «Relaciones Peligrosas», el que se puso a hacer caridad cuando supo que la condesadenoséqué había mandado a que lo siguieran, y le había comentado a su amante habitual que, por un momento, sintió cierto placer extraño siendo caritativo, pero que pronto lo desechó, por ser una debilidad. Me dijo, riéndose, que era un descarado, y cómo podía decir eso, y menos mal que tomó la decisión de apartarse, porque yo era un bicho. Un monstruo, la corregí, comentándole que ya me lo habían dicho un par de veces, pero que de todos modos no me perdían el cariño y me seguían llamando después, o escribiendo, que me seguían queriendo, en conclusión. Dijo que lo de llamarme otra vez no lo sabía, porque no se quería arriesgar a que le vinieran ganas de volver a verme, y ella estaba haciendo una retirada prudencial, porque no sabía si podía terminar enamorándose, y por lo que ella veía yo podía pasar años sin sentir el menor conflicto entre ella y mi novia. Le dije que me llamara cuando ya no me quisiera para ir a la cama. Me dijo que cómo era posible que yo estuviera por ahí suelto, que yo era una amenaza, y en esta parte, no recuerdo dónde, saltamos al tema del libro de psiquiatría, el de Vall**o *ag*era, en lo de las personalidades psicopáticas; me vino el asunto a la cabeza no recuerdo por qué. Me paré, lo cogí, y lo leí por el teléfono:
      
       «CUADRO CLÍNICO (… ) Pobreza general de reacciones afectivas: Normalmente los actos antisociales del psicópata no le producen "nerviosismo", ansiedad, pena, vergüenza, culpabilidad ni ningún otro sentimiento que la persona normal experimentaría en situaciones análogas. []
       Incapacidad de aprender por experiencia: A pesar de que su actuación contraría a las normas [sic], suele llevarle a frecuentísimos desastres y frustraciones, el sociópata persiste en la repetición de tales actos. Ello prueba su falta de habilidad para obtener lecciones de sus fracasos y modificar su conducta. [Le había dicho a Ana María que de no ser Armando Luigi me gustaría ser Aquileo, el de la Iliada; me parecía del carajo que el tipo hacía siempre lo que le daba la gana cuando le parecía, sin importarle lo más mínimo los efectos de sus causas. Por ejemplo, cada vez que abro la boca para contarle mi vida amorosa a una mujer, ésta entra en conflicto conmigo, y no me quiere volver a ver, y sigo abriendo la boca y etc. ]
       Impulsividad: Inmediatamente después de aparecer una tendencia la convierte en acto sin ningún género de consideraciones hacia los sentimientos de otras personas, el orden social o, siquiera, hacia las consecuencias del mismo.
       Estos actos impulsivos se llaman también "en cortocircuito". [Nunca se me hubiera ocurrido que hay que detenerse a pensar en lo que se hace.
       Falta de autocrítica: En este tipo de personas existe una notoria incapacidad para ver y juzgar su comportamiento a través del punto de apreciación de los demás y de la sociedad. []
       Superficialidad en sus relaciones interpersonales: La vida afectiva del sociópata es superficial, ya que no logra relaciones maduras ni duraderas con otras personas, aunque aparente y ocasionalmente se muestre cordial, simpático, afectuoso e incluso en periodos de crisis y en asuntos sin importancia ejerza una generosidad transitoria. [Aquí no entro, mis relaciones la mayor parte de las veces son duraderas. ]
       Desprecio de la verdad: Muestra un gran desprecio por la verdad, incurriendo en las más solemnes mentiras, generalmente sin necesidad, con una sorprendente tranquilidad de mímica y gestos. [Mi autohomérica imagen me impide soltar mentiras. Sólo lo hago cuando escribo; aunque todo lo que escribo es verdad. ]
       Sexualidad polifacética: La sexualidad está marcada en ambos sexos por la promiscuidad, la impersonalidad de la relación y el polifacetismo  en el objeto y en el modo de realizar, como veremos más adelante en el diagnóstico diferencial. [Según mi versión, no encajo. No me parece que soy promiscuo, no he estado con más de quince mujeres en toda mi vida. Tampoco he dado, me han dado, ni me han venido ganas de que me den por detrás; y de las perversiones tradicionales sólo practico el voyeurismo, y le tomo fotos a mis novias desnudas, lo que, de todos modos, no me parece una perversión. Alguna vez le alquilé en Barcelona una habitación a un gay, pero desgraciadamente para él no pasó nada; me daba risa el asunto, me sentía como una carajita acosada por un tipo, pero al revés, siendo yo la carajita y el maricón el tipo, pero todo al revés, porque creo que el maricón era pasivo, y aunque lo hubiese intentado yo no hubiese podido, pues se me hubieran salido las carcajadas mirándolo desnudo puesto de perrito; cómo se hace.
       Según la versión de Ana María, sí me gano el punto, porque soy exageradamente libidinoso, según su versión; pues conmigo fue la primera vez que no había sido ella la que se quedara con ganas de más. Creo que la libidinosa era ella. ]
       Comportamiento egosintónico: Al contrario de lo que sucede con otros comportamientos psicopatológicos (por ejemplo, las compulsiones del neurótico obsesivo, que estos enfermos consideran ajenas al yo y sufren por ellas), el psicópata está satisfecho de su conducta, a pesar de ser hostil e inapropiado desde el punto de vista social. [A mí siempre me ha parecido que la clave de la felicidad está en la autosatisfacción, por eso siempre he intentado aprobar todo lo que hago. Oyendo mi lectura, Ana María me aconsejó utilizar este texto como libro de cabecera, que aquí estaba al ABC de mi vida, mejor que el zodíaco. Joder, como que es verdad, quizá soy un psicópata. ]
       Fugaces éxitos en la vida: Si obtiene éxitos en su vida será por corto tiempo. Al analizar sus fracasos sorprende el comprobar cómo derrumba todo lo alcanzado por razones de escasa importancia. [Nunca me he ocupado del tema del éxito, porque me parece un poco ridiculo todo lo que lo rodea. No sé qué decir de esta característica, supongo que no dar importancia al éxito es una forma de encajar. ]
       Inteligencia técnicamente inalterada: El aparato cognoscitivo de este individuo aparece inalterado, como se aprecia al analizar el modo de razonar durante la entrevista psiquiátrica y al realizar las pruebas de inteligencia. [Aquí el punto sólo podría dármelo un médico. Pero no pienso ir, porque el mismo libro dice que la psicopatía no tiene cura, porque según algunos no es una enfermedad sino una manera de «estar en el mundo». Alguna vez, con insomnio de circunstancias, estuve hablando con una psicóloga tía de la novia con quien estuve cuatro años. Esta tía tiene mi edad, está bastante buena y he quedado muy interesado en intercambiar fluidos con ella. He pensado utilizar mi recién descubierta psicopatía como excusa para encontrarnos. He pensado hacer el tratamiento en la cama, que es donde más conviene y el remedio funciona mejor. He pensado que quizá le intereso como caso. No sé, es cuestión de probar, no pierdo nada. ]
       Existen varias formas clínicas en relación con la intensidad del cuadro, que van desde aquellas en las que sólo aparecen rasgos psicopáticos atenuados hasta las realmente graves.» [Propuse una subclasificación de los psicópatas: los infelices o clásicos, quienes acaban en el psiquiatra porque no aguantan la realidad y terminan cargándose a alguien, y los felices o ausentes (de las consultas psiquiátricas), con tendencia gozona. Éste último es mi caso.]»
      
       Y así, el día menos pensado se levanta uno y descubre que tiene una enfermedad en la cabeza. Y entonces uno se pregunta, ¿quién inventó esta vida tan díscola de mierda?
    

    
    


Hola María, ¿cómo estás?
¿Te acuerdas de aquel chico que conocimos en el Woody el otro día (Armando, el venezolano)? pues resulta que al final me llamó al móvil y quedamos para salir.
Te podrás imaginar las ilusiones que me hice, pero que va! resultó ser un "freak" de la literatura y me salió con que me leyera su última novela. Me dió tremendo tocho y me tuvo toda la noche hablando tonterías, que si él quiere publicar, que si él está mandando a concursos, bla, bla, bla. Que
desilusión!!. Me dejó con los rulos puestos y al final: nada de nada. Desde ese día se la pasa llamándome para volver a salir y comentar sus escritos y yo, como podrás entender, no quiero caer en ese rollo otra vez. En cuanto a la novela, la verdad es que yo no he podido con ella, y como yo sé que a ti te gusta mucho eso de leer aquí te la dejo, a ver si tú le sacas provecho para algo. Si la quieres tirar, hazlo con toda confianza.
Muchos besos

Antonia


PD: Ah! si te la terminas, llámalo, a ver si a mi me deja en paz de una vez por todas!!! quien sabe, a lo mejor contigo sí se atreva…